sábado, 21 de diciembre de 2024

Senado: el peligro del segundo nivel

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Pasar de la sospecha a la comprobación no sólo tiene consecuencias graves para los culpables de un delito. También para los responsables políticos y para el sistema institucional.
Por Alejandro J. Lomuto

El caso de las coimas en el Senado ya representa, a esta altura, una de las crisis políticas e institucionales más graves de la historia argentina, acaso solamente superado en su magnitud por los golpes de estado y sus consecuencias directas, los gobiernos de facto.

Sólo por ahora. Porque pese a la enorme dimensión que el episodio cobró, parece sensato sospechar que aún no se ha visto todo. Y que lo que falta no es, precisamente, poco ni liviano.

El problema de la corrupción en el sector público tiene dos niveles: el de la sospecha –no importa si con bases más o menos firmes– y el de la comprobación, mucho menos frecuente.

Dado que la Justicia –felizmente– sanciona sólo aquello que comprueba y no lo que sospecha, el primer nivel no descarga efectos graves sobre los presuntos protagonistas ni sobre el sistema institucional, más allá de la posibilidad de una sanción política de parte del jefe del gobierno o del electorado. Riesgo que, al fin y al cabo, está presente siempre aunque no haya sospechas de corrupción.

El segundo, en cambio, no sólo trae como consecuencia la posibilidad de castigos directos a los implicados, sino que, además, potencia la dimensión del impacto político, que no recae únicamente sobre los responsables penales de un delito sino también sobre los responsables políticos de determinados comportamientos y designaciones, y, en definitiva, sobre la salud del sistema institucional.

Sobre todo, cuando la salud del sistema –como sucede en la Argentina– no es la mejor, como lo reconoció, pocos días después de haber asumido la actual administración, una de las figuras más importantes del gobierno.

En una entrevista publicada en la edición de MERCADO de enero de este año, el jefe del Gabinete, Rodolfo Terragno, contó cómo el canciller de Venezuela, José Vicente Rangel, justificó su transición de histórico líder de un partido de izquierda, el MAS, a protagonista fundamental del gobierno del ex teniente coronel Hugo Chávez.

“En Venezuela –decía Terragno que le explicó Rangel– los partidos políticos fueron corrompiéndose cada vez más y la pobreza fue agudizándose. Pero estos dos fenómenos eran líneas paralelas que, por más que se prolongaban, no se juntaban nunca. Hasta que en un momento algo hizo que se juntaran. Y cuando la gente vinculó la mayor pobreza con la mayor corrupción política, allí se derrumbó todo el sistema, y entonces surgió Chávez”.

Según el jefe del Gabinete, en la Argentina “ocurrió lo mismo, con una diferencia: al momento de juntarse las líneas, apareció la Alianza y le dio una nueva chance al sistema”.

Pero el diagnóstico encerraba una severa advertencia: “La Alianza –intepretaba entonces Terragno– es justamente eso: una nueva oportunidad. Creo que la última. Si la Alianza defrauda, el riesgo de que surja una democracia inorgánica es grande. En América latina los fenómenos se repiten por contagio. No me parece que sea un dato a despreciar la evolución que tuvieron Perú y Venezuela”.

Que en la Argentina de 2000 se haya denunciado que existen legisladores que votaron leyes a cambio de sobornos –y que un juez haya afirmado públicamente que existen “indicios graves, concordantes y precisos” para probarlo– acaso no habrá sorprendido a muchos. En todo caso, se trató, simplemente, de blanquear una situación que para muchos ya existía, aunque sólo en la sospecha.

La novedad –y, con ella, el problema– es que el caso expulsa a la cuestión de la corrupción del primer nivel, el de la sospecha, y la ubica en el segundo, el de la comprobación, con la consiguiente multiplicación de los riesgos políticos e institucionales.

Que en este caso, además, potencia esos riesgos ad infinitum, porque los sobornos no habrían provenido del sector privado, como generalmente se sospecha que sucede, sino del Poder Ejecutivo.

Lo que, de confirmarse, habrá significado una burla comprobada no sólo al principio republicano –si se quiere, abstracto– de la independencia de poderes, sino también al concreto esfuerzo que la mayoría de los ciudadanos realiza, por la vía de una mayor carga impositiva o de una reducción de los salarios, o por ambas, para contribuir a que se reduzca el déficit fiscal.

También, habrá significado una traición al tácito contrato electoral que le permitió a la Alianza acceder al gobierno. Al respecto, las encuestas que periódicamente vienen publicando los diarios desde hace más de un año son harto elocuentes.

Y, fundamentalmente, habrá significado asomarse al abismo de estar frente a la posibilidad concreta de que la Argentina se encamine hacia lo que Terragno definió como “democracia inorgánica”.

Una sola ventaja tiene este episodio y tal vez en ella resida la posibilidad de no caer al abismo: el hecho de que ninguno de los partidos mayoritarios esté a salvo del escándalo. Lo que debería llevar a presumir que intentarán un salvataje exento de especulaciones sectoriales.

Pero para sobrevivir como dirigentes, como partidos y, en definitiva, como sistema, legisladores y funcionarios deberán demostrar una voluntad y una imaginación capaz de superar las patéticas reacciones –declamadas renuncias sin valor concreto a bancas y a fueros, burdas operaciones de inteligencia con la pretensión de evitar que siga investigándose el tema– exhibidas en las últimas horas.

El caso de las coimas en el Senado ya representa, a esta altura, una de las crisis políticas e institucionales más graves de la historia argentina, acaso solamente superado en su magnitud por los golpes de estado y sus consecuencias directas, los gobiernos de facto.

Sólo por ahora. Porque pese a la enorme dimensión que el episodio cobró, parece sensato sospechar que aún no se ha visto todo. Y que lo que falta no es, precisamente, poco ni liviano.

El problema de la corrupción en el sector público tiene dos niveles: el de la sospecha –no importa si con bases más o menos firmes– y el de la comprobación, mucho menos frecuente.

Dado que la Justicia –felizmente– sanciona sólo aquello que comprueba y no lo que sospecha, el primer nivel no descarga efectos graves sobre los presuntos protagonistas ni sobre el sistema institucional, más allá de la posibilidad de una sanción política de parte del jefe del gobierno o del electorado. Riesgo que, al fin y al cabo, está presente siempre aunque no haya sospechas de corrupción.

El segundo, en cambio, no sólo trae como consecuencia la posibilidad de castigos directos a los implicados, sino que, además, potencia la dimensión del impacto político, que no recae únicamente sobre los responsables penales de un delito sino también sobre los responsables políticos de determinados comportamientos y designaciones, y, en definitiva, sobre la salud del sistema institucional.

Sobre todo, cuando la salud del sistema –como sucede en la Argentina– no es la mejor, como lo reconoció, pocos días después de haber asumido la actual administración, una de las figuras más importantes del gobierno.

En una entrevista publicada en la edición de MERCADO de enero de este año, el jefe del Gabinete, Rodolfo Terragno, contó cómo el canciller de Venezuela, José Vicente Rangel, justificó su transición de histórico líder de un partido de izquierda, el MAS, a protagonista fundamental del gobierno del ex teniente coronel Hugo Chávez.

“En Venezuela –decía Terragno que le explicó Rangel– los partidos políticos fueron corrompiéndose cada vez más y la pobreza fue agudizándose. Pero estos dos fenómenos eran líneas paralelas que, por más que se prolongaban, no se juntaban nunca. Hasta que en un momento algo hizo que se juntaran. Y cuando la gente vinculó la mayor pobreza con la mayor corrupción política, allí se derrumbó todo el sistema, y entonces surgió Chávez”.

Según el jefe del Gabinete, en la Argentina “ocurrió lo mismo, con una diferencia: al momento de juntarse las líneas, apareció la Alianza y le dio una nueva chance al sistema”.

Pero el diagnóstico encerraba una severa advertencia: “La Alianza –intepretaba entonces Terragno– es justamente eso: una nueva oportunidad. Creo que la última. Si la Alianza defrauda, el riesgo de que surja una democracia inorgánica es grande. En América latina los fenómenos se repiten por contagio. No me parece que sea un dato a despreciar la evolución que tuvieron Perú y Venezuela”.

Que en la Argentina de 2000 se haya denunciado que existen legisladores que votaron leyes a cambio de sobornos –y que un juez haya afirmado públicamente que existen “indicios graves, concordantes y precisos” para probarlo– acaso no habrá sorprendido a muchos. En todo caso, se trató, simplemente, de blanquear una situación que para muchos ya existía, aunque sólo en la sospecha.

La novedad –y, con ella, el problema– es que el caso expulsa a la cuestión de la corrupción del primer nivel, el de la sospecha, y la ubica en el segundo, el de la comprobación, con la consiguiente multiplicación de los riesgos políticos e institucionales.

Que en este caso, además, potencia esos riesgos ad infinitum, porque los sobornos no habrían provenido del sector privado, como generalmente se sospecha que sucede, sino del Poder Ejecutivo.

Lo que, de confirmarse, habrá significado una burla comprobada no sólo al principio republicano –si se quiere, abstracto– de la independencia de poderes, sino también al concreto esfuerzo que la mayoría de los ciudadanos realiza, por la vía de una mayor carga impositiva o de una reducción de los salarios, o por ambas, para contribuir a que se reduzca el déficit fiscal.

También, habrá significado una traición al tácito contrato electoral que le permitió a la Alianza acceder al gobierno. Al respecto, las encuestas que periódicamente vienen publicando los diarios desde hace más de un año son harto elocuentes.

Y, fundamentalmente, habrá significado asomarse al abismo de estar frente a la posibilidad concreta de que la Argentina se encamine hacia lo que Terragno definió como “democracia inorgánica”.

Una sola ventaja tiene este episodio y tal vez en ella resida la posibilidad de no caer al abismo: el hecho de que ninguno de los partidos mayoritarios esté a salvo del escándalo. Lo que debería llevar a presumir que intentarán un salvataje exento de especulaciones sectoriales.

Pero para sobrevivir como dirigentes, como partidos y, en definitiva, como sistema, legisladores y funcionarios deberán demostrar una voluntad y una imaginación capaz de superar las patéticas reacciones –declamadas renuncias sin valor concreto a bancas y a fueros, burdas operaciones de inteligencia con la pretensión de evitar que siga investigándose el tema– exhibidas en las últimas horas.

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