Pese a un acuerdo con Rusia sobre gas, Bielorrusia había adoptado una represalia indirecta: gravar el paso de crudos por s territorio rumbo al oeste. Alemania protestó, mientras Irán no descartaba cortes, si EE.UU. lo presiona militarmente.
En verdad, el lunes 1º Alyexandr Lukashenko, virtual presidente vitalicio, había amenazado con “medidas económicas para compensar el alza de US$ 47 a 100 por metro cúbico de gas”. Pocos lo tomaron al pie de la letras, pero el miércoles 3 se despachó con un impuesto retroactivo.
Hasta hace poco virtual títere de Vladyímir Putin, el ex burócrata soviético “parece convencido de que maneja un país en serio y puede hacer frente a Moscú” (comentaban dos altos funcionarios de Varsovia). Pero Minsk fue sutil: la medida no afectaba el convenio con el monopolio estatal ruso que preside Alyexyéi Míller. No obstante, el lunes 8, Rusia cortó el flujo de crudos por los dos oleoductos troncales que atraviesan Bielorrusia.
Por su parte, ésta cortó suministros hacia el oeste. El martes, Merkel –canciller alemana- radicó protestas formales ante Moscú y Minsk. Budapest, Praga, Vilnius y Varsovia (hasta entonces absorta en un escándalo eclesiástico) la acompañaron poco después.
En la Unión Europea esto había caído como una bomba, pues Bruselas no había sido informada de antemano por los contendientes. Empero, las medidas restrictivas no asombraban a nadie, mucho menos a Alemania. Sin duda, cualquier choque roce entre esos dos gobiernos afectaría el abasto de petróleo, ya que no el de gas natural. La prensa, claro, empezó a hablar de una “guerra de los crudos”, en pleno invierno boreal, justo un año después de la primera guerra del gas.
Este fin de semana, Syerghiéi Sidorski –primer ministro bielorruso, perteneciente a la minoría de habla polaca- informó que el gravamen corría desde el primero. No era poca cosa: US$ 45 extras por tonelada métrica de crudo ruso en tránsito. La exportación moscovita por esos oleoductos orilla los 70 millones de tm anuales (eso haría US$ 3.150 millones adicionales), la mayor parte con destino a Polonia y Alemania.
Por supuesto, Transñeft –el monopolio que administra ductos rusos- declaró que Minsk “no tiene el menor derecho a aplicar nuevos impuestos sobre hidrocarburos en tránsito”. Así afirmaba su presidente ejecutivo, Syerghiéi Grigóryev. En los papeles, la súbita decisión bielorrusa transgrede convenios firmados, no modificables sin asentimiento de Rusia. Eso explica las represalias adoptadas este lunes.
Pero el problema data en verdad de una dura medida dictada por Moscú el 8 de diciembre, o sea antes de la “segunda guerra del gas”. En esa oportunidad, se impuso un arancel de US$ 180,50 por tonelada de crudo exportado a Bielorrusia. El pretexto fue que Minsk refinaba ese petróleo y lo revendía a usuarios occidentales a precios de mercado. Minsk ofreció compartir con Moscú esos ingresos, pero el asunto seguía en discusión al momento de la ruptura y continúa ahora.
Sin embargo, lo que intriga a varias cancillerías es el costado geopolítico. Esto es, la relación entre Rusia y su virtual satélite, herencia del pasado soviético. Tras la guerra civil de 1919/22, el nuevo poder moscovita fusionó gobiernos locales existentes bajo los tsares y formó “repúblicas independientes” para tener más escaños en la Sociedad de naciones y, después, la ONU.
Eran Ucrania, que existía desde antes de Rusia misma, Bielorrusia –conocida por “Rusia blanca” desde el siglo XVII- y Mongolia exterior, territorio medio vacío arrebatado a China en los albores del siglo XX. La débil identidad nacional bielorrusa jugó en favor de Putin. Esta crisis parecía poner en peligro ese eje, precisamente luego de que Moscú domesticara a Ucrania imponiéndole como primer ministro a Víktor Yushchenko.
Las medidas rusas del lunes implicaban que Bielorrusia pagase US$ 3.600 millones anuales por hidrocarburos. La cuestión era cómo reaccionarían Bruselas y Berlín. Si el problema hubiera persistido, habría puesto en peligro las reservas de emergencia almacenadas en Occidente.
Ni corto ni perezoso, Irán –cuarto exportador mundial- dejó trascender que podría interrumpir la principal ruta de hidrocarburos en el planeta (el golfo Pérsico) si Israel y Estados Unidos continúan presionando contra sus planes para enriquecer uranio. Pero el lío no para ahí: Saudiarabia y sus aliados en el área (Koweit, Bahréin, Qatar, Omán, Unión de Emiratos) estudian un programa parecido al iraní. Ahora, la intervención unilateral de EE.UU. contra al-Qa’eda en Somalía complica todo extraordinariamente.
Pese a un acuerdo con Rusia sobre gas, Bielorrusia había adoptado una represalia indirecta: gravar el paso de crudos por s territorio rumbo al oeste. Alemania protestó, mientras Irán no descartaba cortes, si EE.UU. lo presiona militarmente.
En verdad, el lunes 1º Alyexandr Lukashenko, virtual presidente vitalicio, había amenazado con “medidas económicas para compensar el alza de US$ 47 a 100 por metro cúbico de gas”. Pocos lo tomaron al pie de la letras, pero el miércoles 3 se despachó con un impuesto retroactivo.
Hasta hace poco virtual títere de Vladyímir Putin, el ex burócrata soviético “parece convencido de que maneja un país en serio y puede hacer frente a Moscú” (comentaban dos altos funcionarios de Varsovia). Pero Minsk fue sutil: la medida no afectaba el convenio con el monopolio estatal ruso que preside Alyexyéi Míller. No obstante, el lunes 8, Rusia cortó el flujo de crudos por los dos oleoductos troncales que atraviesan Bielorrusia.
Por su parte, ésta cortó suministros hacia el oeste. El martes, Merkel –canciller alemana- radicó protestas formales ante Moscú y Minsk. Budapest, Praga, Vilnius y Varsovia (hasta entonces absorta en un escándalo eclesiástico) la acompañaron poco después.
En la Unión Europea esto había caído como una bomba, pues Bruselas no había sido informada de antemano por los contendientes. Empero, las medidas restrictivas no asombraban a nadie, mucho menos a Alemania. Sin duda, cualquier choque roce entre esos dos gobiernos afectaría el abasto de petróleo, ya que no el de gas natural. La prensa, claro, empezó a hablar de una “guerra de los crudos”, en pleno invierno boreal, justo un año después de la primera guerra del gas.
Este fin de semana, Syerghiéi Sidorski –primer ministro bielorruso, perteneciente a la minoría de habla polaca- informó que el gravamen corría desde el primero. No era poca cosa: US$ 45 extras por tonelada métrica de crudo ruso en tránsito. La exportación moscovita por esos oleoductos orilla los 70 millones de tm anuales (eso haría US$ 3.150 millones adicionales), la mayor parte con destino a Polonia y Alemania.
Por supuesto, Transñeft –el monopolio que administra ductos rusos- declaró que Minsk “no tiene el menor derecho a aplicar nuevos impuestos sobre hidrocarburos en tránsito”. Así afirmaba su presidente ejecutivo, Syerghiéi Grigóryev. En los papeles, la súbita decisión bielorrusa transgrede convenios firmados, no modificables sin asentimiento de Rusia. Eso explica las represalias adoptadas este lunes.
Pero el problema data en verdad de una dura medida dictada por Moscú el 8 de diciembre, o sea antes de la “segunda guerra del gas”. En esa oportunidad, se impuso un arancel de US$ 180,50 por tonelada de crudo exportado a Bielorrusia. El pretexto fue que Minsk refinaba ese petróleo y lo revendía a usuarios occidentales a precios de mercado. Minsk ofreció compartir con Moscú esos ingresos, pero el asunto seguía en discusión al momento de la ruptura y continúa ahora.
Sin embargo, lo que intriga a varias cancillerías es el costado geopolítico. Esto es, la relación entre Rusia y su virtual satélite, herencia del pasado soviético. Tras la guerra civil de 1919/22, el nuevo poder moscovita fusionó gobiernos locales existentes bajo los tsares y formó “repúblicas independientes” para tener más escaños en la Sociedad de naciones y, después, la ONU.
Eran Ucrania, que existía desde antes de Rusia misma, Bielorrusia –conocida por “Rusia blanca” desde el siglo XVII- y Mongolia exterior, territorio medio vacío arrebatado a China en los albores del siglo XX. La débil identidad nacional bielorrusa jugó en favor de Putin. Esta crisis parecía poner en peligro ese eje, precisamente luego de que Moscú domesticara a Ucrania imponiéndole como primer ministro a Víktor Yushchenko.
Las medidas rusas del lunes implicaban que Bielorrusia pagase US$ 3.600 millones anuales por hidrocarburos. La cuestión era cómo reaccionarían Bruselas y Berlín. Si el problema hubiera persistido, habría puesto en peligro las reservas de emergencia almacenadas en Occidente.
Ni corto ni perezoso, Irán –cuarto exportador mundial- dejó trascender que podría interrumpir la principal ruta de hidrocarburos en el planeta (el golfo Pérsico) si Israel y Estados Unidos continúan presionando contra sus planes para enriquecer uranio. Pero el lío no para ahí: Saudiarabia y sus aliados en el área (Koweit, Bahréin, Qatar, Omán, Unión de Emiratos) estudian un programa parecido al iraní. Ahora, la intervención unilateral de EE.UU. contra al-Qa’eda en Somalía complica todo extraordinariamente.