Casi no hubo semana durante 2012 en la que no se prendieran las luces de alarma por el desarrollo de los acontecimientos, en un país inmensamente endeudado, con una economía colapsada sin capacidad de repago, pero que con fulminantes manifestaciones y disturbios callejeros dejaba testimonio de que no tomaría la medicina que le imponía la Unión Europea y que se rebelaba de continuo contra un rígido protectorado alemán.
La fuerza de su debilidad radica en su capacidad para terminar con el euro, la moneda común con las imprevisibles consecuencias que puede tener este hecho.
Desde el primer momento, la pesadilla europea –y de los mercados financieros mundiales– fue calcular y cuantificar los posibles efectos de un default griego y de su salida de la órbita del euro. Hasta ese momento, un tema tabú. Salir de ese pacto era impensable.
Los expertos financieros estimaron costos directos e indirectos. Los primeros se calcularon en € 395.000 millones, producto de € 240.000 millones involucrados en los rescates efectuados, de € 130.000 millones de préstamos de bancos centrales europeos, y de € 25.000 millones aportados por bancos comerciales europeos. En verdad la gran inquietud era por el efecto contagio sobre otras economías (como Portugal, Irlanda, España e incluso Italia).
Con el paso de los meses, quedó claro que la alternativa menos dañina sería una respuesta política coordinada, con el Banco Central Europeo comprando bonos soberanos de los países más comprometidos y otorgando mayor respaldo a los bancos.
¿Por qué un país como Grecia, con poco más de 2% del PBI europeo, causa tantos problemas? ¿No sería mejor dejar que entre en cese de pagos y salga de la Eurozona?
2012 terminó igual: el euro sigue vivo, aunque en terapia intensiva. Grecia acepta duras condiciones, protesta, negocia y las atenúa. El problema ahora es para toda la UE.
