domingo, 22 de diciembre de 2024

Los peligros de priorizar los números

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En su reciente libro Leaders Eat Last, Simon Sinek explica los efectos debilitadores de los despidos masivos.  Allí pone el episodio de la primera  vez que en  Estados Unidos se despidieron a 11.000 personas de una vez. Con esa medida, Reagan inició una nueva ética de los negocios.

El neoliberalismo que introdujeron  Margaret Thatcher en Reino Unidos y Ronald Reagan en Estados Unidos en la década del 80, es un conjunto de ideas y políticas diseñadas para liberar al sector privado de las cadenas del gobierno.  Se suponía si se otorgaban exenciones  impositivas a los grupos de mayores ingresos y se desregulaban la industria y las finanzas, se generaría de crecimiento económico tan poderoso que todos los habitantes saldrían ganando.  Pero los salarios  no subieron.

En primer lugar no subieron por el efecto devastador para el movimiento obrero organizado y las  negociaciones colectivas que tuvo la política de Reagan, quien consideraba el poder de los sindicatos como impedimentos para la reestructuración económica. En su libro, Simon Sinek muestra las consecuencias no buscadas que tuvo para la economía la actitud inflexible de Reagan frente a las huelgas. Preparó el terreno, interpreta,  para las compras hostiles de empresas, para llenarlas de deudas, para la venta indiscriminada de divisiones y para los despidos masivos.  Cambió la mentalidad de los líderes, quienes dejaron de pensar en “retener e invertir” para “reducir y distribuir”, y alteró el entramado de la relación entre empleador y empleado-

 

Lo que sigue es un pasaje del libro de Sinek

Agosto 5, 1981. Esa es la fecha en que se hizo oficial.  Es raro que uno pueda indicar una fecha exacta de cuándo una teoría o idea comercial se convierte en práctica aceptada. Pero en el caso de los despidos masivos sí podemos. El 5 de agosto de 1981 fue el día en que el presidente Ronald Reagan echó a más de 11.000 controladores de tráfico aéreo.

Al exigir más sueldo y menos horas de trabajo la PATCO, o el sindicato de controladores aéreos del momento, se enfrascó en una salvaje disputa con la Federal Aviation Administration. Cuando las conversaciones colapsaron, PATCO amenazó con ir a la huelga, cerrando aeropuertos y causando la cancelación de miles de vuelos durante uno de los períodos de viajes más intensos del año.

Tal huelga es ilegal según la ley Taft-Hartley de 1947. La ley prohíbe cualquier huelga laboral que provoque daño a personas que no estén  involucradas en la disputa o a algún comercio que afecte negativamente el bienestar general. Esta es la razón por la cual la policía y las enfermeras de salas de emergencia tienen prohibido hacer huelga. El daño que provocaría una huelga en esas actividades  se considera más importante que cualquier reclamo sobre sueldos  u horarios.

Sin un acuerdo aceptable y, pero, sin la posibilidad de encontrar un terreno común, el 3 de agosto, los miembros de PATCO se negaron a ir a trabajar. Dado el impacto de la huelga sobre el país, el presidente Reagan se involucró personalmente ordenando que volvieran al trabajo. Mientras tanto, se pusieron en práctica planes de contingencia con los supervisores (que no pertenecían al sindicato), n pequeño grupo de controladores que habían elegido no ir a la huelga y controladores militares que se alistaron para cubrir las pérdidas. Aunque no era una solución perfecta, esos trabajadores temporarios lograron mantener en funcionamiento la mayoría de los vuelos. El efecto de las huelgas no era tan severo como se esperaba y así, el 5 de agosto de 1981, el Presidente Reagan echó a 11.359 controladores aéreos  casi todos los que trabajan para las Fuerzas Armadas en ese momento. Pero la cosa no paró ahí.

Reagan prohibió a todos los huelguistas volver a trabajar en las Fuerzas Armadas por el resto de sus vidas, una prohibición que se mantuvo en vigor hasta que el Presidente Clinton la levantó en 1993. Muchos de los echados eran veteranos de guerra (razón por la cual aprendieron el oficio) o funcionarios que habían trabajado duro para ganar sus ingresos de clase media. A raíz de esa prohibición y de que sus habilidades son difícilmente transferibles a otras industrias – no hay una gran demanda de controladores de tráfico aéreo fuera de las Fuerzas Armadas) muchos de ellos se encontraron en la pobreza.

Esta no es una historia de si Reagan debió o no debió haberlos echado. Tampoco sobre las disputas sindicales y el derechos de los sindicatos a hacer sus reclamos. Es una historia de algo bastante diabólico. Esta es una historia sobre las repercusiones de largo plazo de un líder que decido fijar un nuevo tono sobre lo que es conducta aceptable o inaceptable dentro de una organización.

En un intento de aliviar un problema de corto plazo en el país, Reagan creó sin darse cuenta un problema de largo alcance. Al echar a todos los controladores, envió un mensaje a los líderes empresariales de todo el país. Sin  advertirlo bendijo la decisión agresiva de usar despidos masivos para protegerse contra las disrupciones económicas de corto plazo. Muchos CEO interpretaron sus acciones como un permiso para que ellos hagan lo mismo.  No había antecedentes de proteger el comercio antes que a la gente. Y así, por primera vez en la historia del país, desaparecieron  las convenciones sociales que habían impedido a un CEO hacer algo que muchos habían deseado hacer en el pasado.

Con la aprobación tácita de arriba, la práctica de despedir gente en grandes cantidades para equilibrar la contabilidad comenzó a ocurrir con más frecuencia. Los despidos habían existido desde antes de los 80, pero generalmente como último recurso y nunca una opción  temprana. El país entraba ahora en una época en la cual hasta la meritocracia importaba menos.  Que un empleado trabajara mucho o que hubiera sacrificado mucho o contribuido mucho a la compañía ya no se trasladaba necesariamente a la estabilidad laboral.  Cualquiera podía ser despedido para nivelar los libros.

El concepto mismo de poner un número o un recurso antes que una persona es una cachetada a la protección que, según los antropólogos, los líderes deberían ofrecer. Es algo así como cuando los padres cuidan más al auto que a sus hijos.  Eso puede romper el entramado de la familia. Tal redefinición del líder moderno  hace los mismos estragos en las relaciones en las compañías (o en la sociedad) que en la familia.

A partir de los 80 las instituciones públicas y las industrias sucumbieron a esta nueva perspectiva económica. El sector de productos para el consumo, el negocio alimentario, los medios, la banca, Wall Street y hasta el Congreso de los Estados Unidos abandonaron, en diferentes grados,  a la gente a quienes deberían asistir, en favor de prioridades más egoístas. Los que están en posiciones de autoridad y responsabilidad permiten que personas de afuera influyan en sus decisiones y sus acciones.  Al aceptar brindar una oferta que satisfaga las demandas de outsiders, esos líderes  que actúan como seguidores pueden lograr las ganancias que esperan mientras dañan a la gente a quien dicen servir. El pensamiento de largo plazo da paso al pensamiento de corto plazo y el egoísmo reemplaza al altruismo, a veces en nombre del servicio.  Pero es servicio solo de nombre.

 

 

 

 

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