…el colapso de la economía mundial que generó, en 2008-2009 (“la Gran Recesión”); la crisis financiera en la eurozona que comenzó en 2010 y una recuperación lenta y con tropiezos. Fueron diez años de tumulto económico que dieron origen a una enorme cantidad de excelentes libros sobre economía escritos con intenciones de entender el desastre macroeconómico para tratar de evitar que cosas como esas vuelvan a ocurrir en el futuro.
Los libros escogidos como los mejores del año en este campo por Strategy & (la publicación de PwC), pintan un panorama del futuro empresarial, económico y político que es bastante más pesimista que el que se avizoraba diez años atrás. Las empresas, en una era de menos crecimiento y más vientos adversos, como proyecta Robert Gordon, deben proceder con más cautela que las que se zambullían de cabeza a la tercera revolución industrial liderada por la información y la biotecnología hace diez años.
Sin embargo, como argumenta Adair Turner, tratar de evitar el riesgo y meter los cuernos para adentro no es un camino que va a generar riqueza en una era en la que la deuda dejó de ser un medio para movilizar recursos y se convirtió en polución económica.
Finalmente, la economía política encadenada a las ideologías, como condenan Hacker y Pierson, no va a implementar las políticas adecuadas para atenuar los golpes y aprovechar las oportunidades que queden. Ninguno de los libros que se reseñan a continuación trae mensajes alentadores para superar la era de las crisis, solo describen el estado de la realidad.
En The Rise and Fall of American Growth, Robert J. Gordon, profesor de economía en la Northwestern University, dice que la era de crecimiento económico comenzó en 1870 con el advenimiento del motor de vapor, del cable telegráfico submarino y del laboratorio de investigación industrial. Fue en aquellos días que el crecimiento económico avanzaba a un ritmo sostenido de 2% anual. Aunque eso puede no parecer mucho, dice Gordon, significaba que en un año cualquiera, la proporción de recursos que una familia necesitaba para comprar lo que había comprado el año anterior se contraía un quinto. Con una tasa de crecimiento de 2% el bienestar aumenta rápido, porque los recursos que libera para otros fines se pueden gastar adquiriendo no solamente más de lo mismo, sino todos los nuevos bienes y servicios que son el fruto de nuevas innovaciones e invenciones. Con el paso del tiempo este crecimiento lleva a enormes aumentos en producción económica y nivel de vida.
Gordon, cuyo pesimismo está basado en datos duros, cree que esta era de crecimiento ha llegado a su fin. En las próximas décadas, el crecimiento en las principales economías será de apenas 1% anual. Esto es así porque entre 1850 y 1950, la humanidad asistió a la invención de tecnologías para cocinar y calefaccionar, heladeras eléctricas, tranvías, autos, radio, televisión, aviones, teléfonos, plomería hogareña, antibióticos y la construcción con acero y cemento armado. Entre 1950 y 2015, se vio la difusión de esas tecnologías y la llegada de computadoras, telefonía móvil e Internet.
Lo que viene ahora, dice Gordon, es menos. Una sociedad solo se industrializa una vez y por eso se desacelera la innovación. Además las economías enfrentan hoy importantes vientos de frente que no tenían en el pasado: envejecimiento de la población, educación que tocó un techo, creciente desigualdad de ingresos y de riqueza y crisis de los sistemas jubilatorios. Sumado todo eso da que por primera vez en la historia, una generación de estadounidenses enfrenta la posibilidad de no vivir mejor que sus padres.
Entre la deuda y la pared
En Between Debt and the Devil, Adair Turner rechaza la noción de que se necesita aumentar el crédito para alimentar el crecimiento económico o que el aumento de la deuda está bien siempre y cuando la inflación permanezca baja. En realidad, dice el libro, el crédito no es necesario para lograr crecimiento económico porque lo que suele producir es un auge seguido de una caída de la actividad inmobiliaria y conduce casi siempre a crisis financiera y depresión.
En los últimos años, dice Turner, el mundo financiero se puso patas arriba: tasas de interés negativas, rescates a los grandes bancos y giro del optimismo al pesimismo. Turner pretende con su libro cambiar totalmente las ideas que imperan sobre la deuda y dice, como John Maynard Keynes, que nos aproximamos a la era de la “eutanasia del rentista”.
En el pasado el crecimiento económico era rápido y los requisitos de capital que tenía la empresa eran tan altos que el mundo estaba escaso de ahorros.
En consecuencia, la sociedad sostenía que la promoción de la empresa necesitaba algo más que los que aportaban trabajo, habilidades, conocimiento, empuje, tecnología y voluntad de experimentar y correr riesgos. Necesitaba capital. Pero para conseguir el capital que convertiría esos ingredientes en crecimiento la sociedad debía invitar a aquellos que consumían sus recursos a demorar el consumo y usar su capital.
Así, si una persona cedía a una empresa su poder adquisitivo actual podía obtener más tarde un abultado retorno y podía vivir bien como rentista de los bonos y deuda colocados en almacenes de valor a buen recaudo. Lo bueno era que esta forma de organización económica inducía a la gente a movilizar sus ahorros y recursos para las enormes inversiones de capital necesarias para el crecimiento económico. Lo malo era que esta forma de organización económica inevitablemente conduciría a episodios en los cuales los títulos de la deuda, que se consideraban tan seguros, resultaron no serlo tanto. Luego vendría la crisis.
Pero ahora vivimos una era de “estancamiento secular” en la que se combinan poco crecimiento, bajas tasas de interés y escasas perspectivas de innovación para pintar un panorama poco atractivo para que la gente ponga su capital a trabajar. Hay también pocas perspectivas de que la simple voluntad de posponer el consumo genere un retorno en el futuro que auguran los mercados financieros. Para el mes de julio de 2016, unos US$ 13 billones (billón: millón de millones) en títulos en todo el mundo registraban tasas de interés negativas. Esta situación está, metafóricamente hablando, matando a los rentistas.
Turner explica que en un entorno de esa naturaleza, la deuda ya no tiene ningún rol productivo. Es más, trae peligros. Por eso es hora de tratarla como una forma de polución económica y gravarla. El trabajo, las habilidades y el conocimiento deberían ser recompensados con sueldos y salarios. La tecnología debería ser recompensada con regalías y licencias. El empuje y la disposición a experimentar deberían ser retribuidos con ganancias y opciones. Y la voluntad de correr riesgos debería ser recompensada con retornos de capital. Pero Turner es categórico cuando dice que la era en la cual la deuda era algo bueno se acabó.
Termina diciendo que debemos revisar la política económica en dos direcciones. Primero, debemos reconocer que nunca vamos a poder tener un sistema económico perfecto. Siempre habrá que optar entre imperfecciones. Por eso hacen falta mayores requisitos de capital y niveles más estrictos de préstamos y es necesario crear una política económica que resista la furia de los que quieran otra cosa. En segundo lugar, debemos abandonar la idea de que la política pública se puede mantener con reglas simples y estables. La idea de que pueda serlo es de una soberbia extrema.
Elogio del pragmatismo
Finalmente, J. Bradford DeLong, analiza el libro que acaba de publicar junto a Stephen S. Cohen Concrete Economics: The Hamilton Approach to Economic Growth and Policy y otro titulado American Amnesia, escrito por Jacob S. Hacker and Paul Pierson. La tesis de ambos es que hasta 1980 se daba por sentado en Estados Unidos que los sectores público y privado eran socios en un proyecto de crecimiento equitativo. Nunca se pensó que el gobierno debía tomar el control, pero tampoco se pensó jamás que el país tenía que hacer a un lado al gobierno y dejar que el laissez-faire actuara a su antojo.
La idea era que el gobierno tenía que hacer lo que le correspondía: despejar el terreno, abrir el espacio, instalar el campo de juego y mantenerlo nivelado, crear instituciones y brindar todo el apoyo que pudiera para agregar valor a la empresa privada. Así fue como el país dejó de ser un grupo de colonias agrarias, pobres y desconectadas para transformarse en una nación poderosa e industrializada.
Pero Hacker y Pierson, los autores de American Amnesia, dicen que Estados Unidos cayó presa de un ataque de amnesia. El sistema político se olvidó de cómo era que funcionaban las cosas y de cómo se suponía que debían funcionar. Culpan, en gran medida, a la derecha política. Dicen que en algún momento de la década de 1980, el conservadurismo estadounidense dejó de ver al gobierno como socio de la empresa privada y comenzó a verlo como enemigo.
La sabiduría convencional llegó a pensar que cuanto más pequeño era el gobierno, más bajos los impuestos y menos las regulaciones, más rápido sería el crecimiento económico. Según esa visión el mercado desregulado, con bajos impuestos y laissez?faire no podía fallar. Si fallaba era porque alguien así lo quería. Cuando las políticas fallaban y no daban los resultados esperados seguramente se debía a que no eran lo suficientemente extremas.
Volviendo a “Concrete Economics”, la idea central del libro es que la clave del crecimiento hay que ir a buscarla a la historia, no a la ideología. Cuando se habla del problema de crear más empleo o de mejorar la vida de la gente, los políticos dicen que la respuesta está la derecha o en la izquierda. Pero la solución no está ni en un lado ni en el otro. Para los autores la respuesta se debe buscar en el pasado de Estados Unidos. Alexander Hamilton fue el gran arquitecto de la más audaz, original e importante reestructuración de la economía del país, dicen. El suyo fue el gran rediseño fundacional.
Desde Hamilton en adelante el gobierno no solo fija las reglas para la actividad de las empresas sino que además direcciona los brotes de energía que marcan una economía vibrante. Y esto es tan válido para las actividades actuales del Silicon Valley como para la manufactura de Nueva Inglaterra a comienzos del siglo 19.
El argumento de los autores no está basado en ideas abstractas sino en hechos que alguna vez fueron bien conocidos pero que se fueron oscureciendo en lo que llaman “la niebla de la ideología”: la economía de Estados Unidos se benefició siempre con un gobierno pragmático. Lo plantean así: el debate estadounidense sobre política económica se descarrila cada vez que es gobernado por la ideología. Sea la ideología que sea. En cambio el debate va por buen camino cuando está gobernado por el pragmatismo.
Los éxitos vienen siempre que la pregunta que se hace y se contesta es: ¿cuáles son los pasos concretos que tomamos aquí y ahora para hacer este país próspero y para compartir los frutos del crecimiento en forma equitativa? Los fracasos, en cambio, vienen cada vez que se formula y se responde esta pregunta: ¿estas propuestas responden a las ideas de Adam Smith o Edmund Burke o William Beveridge o incluso John Maynard Keynes? Y ni qué decir si se habla de los Karl Marxes, o los Friedrich von Hayeks y los Ayn Rands.