Y ahora, ¿China?

    Dos años atrás, el régimen comunista chino aplastó, a sangre y fuego, las manifestaciones por la democracia en la plaza Tiananmen de Pekín. Pero tres acontecimientos externos sacudieron desde entonces la tranquilidad de los herederos de Mao: el fin de la guerra fría, el triunfo estadounidense en el conflicto del Golfo y, ahora, la disolución del imperio soviético.

    El acercamiento Este-Oeste puso fin a los privilegios que durante décadas ostentó Pekín como tercero en discordia frente a las disputas de las dos superpotencias. Endureciendo y flexibilizando alternativamente sus posiciones ante Washington y Moscú, los chinos lograron no pocas ventajas, particularmente en sus relaciones con Estados Unidos, que desde los tiempos de Richard Nixon emprendió una política de apaciguamiento del gigante asiático.

    Esta estrategia, que incluyó importantes beneficios comerciales para Pekín, fue férreamente mantenida por Washington, hasta el punto de que el actual presidente, George Bush, aceptó pagar un alto costo político interno por su renuencia a aplicar sanciones económicas al régimen chino tras la matanza de Tiananmen.

    Pero la importancia del factor chino ha decrecido enormemente en la era de la posguerra fría y, con ella, también tenderá a menguar la tradicional benevolencia occidental hacia Pekín, expresada tanto en las tibias respuestas a las violaciones de los derechos humanos, por parte del gobierno comunista, como en el tratamiento favorable a las exportaciones de su todavía ineficiente industria.

    La guerra del Golfo, por su parte, suscitó graves y justificadas preocupaciones en Pekín. El conflicto puso de manifiesto la incuestionable hegemonía militar norteamericana y demostró que las modernas batallas se definen en mayor grado por la supremacía tecnológica que por la presencia de multitudinarios ejércitos.

    Además, la crisis obligó a China a renunciar a sus últimas pretensiones como portaestandarte del Tercer Mundo. Desde su puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU, el régimen mantuvo un bajo perfil, netamente favorable a los planes de Washington, y desautorizó expresamente la aventura “antiimperialista” del iraquí Saddam Hussein.

    Malos Ejemplos.

    Pero ninguno de estos cambios en el escenario internacional puede haber afectado a Pekín tan profundamente como la caída del socialismo en Moscú y la más que probable disgregación de la URSS. La imagen triunfante de los manifestantes erigiendo barricadas para impedir el paso de los tanques en la capital soviética es nefasta para un régimen consciente de que el recurso a la represión sigue siendo un ingrediente esencial de su autoridad.

    Por otra parte, la independencia de las repúblicas soviéticas representa un ejemplo peligroso para el poder central chino en los territorios rebeldes de Xinjiang, Mongolia interior y el Tibet, cuyo líder espiritual, el Dalai Lama, goza de considerable influencia internacional.

    Pekín tiene sobradas razones para temer que el caos emergente de la desintegración en la vecina Unión Soviética atraviese la frontera centroasiática y ponga en marcha un levantamiento popular ya insinuado en varias ocasiones durante la última década (y controlado, en cada oportunidad, por el uso de la fuerza).

    Finalmente, tampoco resulta cómodo para los líderes del régimen ver a su país convertido en el último bastión importante del socialismo. El intento de persistir en la ortodoxia política comunista, mientras se promueve la economía de libre mercado, configura una experiencia difícil de asimilar para los chinos y virtualmente imposible de promover en el mundo exterior.

    Palos y Zanahorias.

    Tras las trágicas jornadas de 1989, el gobierno chino emprendió una doble política de pacificación social. Por un lado, juzgó e impuso penas de hasta 13 años de prisión a los líderes de la protesta, reforzó las medidas de control y vigilancia en los grandes centros urbanos y volvió a instituir los cursos de adoctrinamiento ideológico en universidades y fábricas.

    Sin embargo, el endurecimiento político ha estado acompañado por un repliegue de las posiciones gubernamentales en el área económica. El “bienestar del pueblo” ha desplazado a conceptos tales como la modernización y la eficiencia en la lista de prioridades, al menos dentro del discurso oficial. Lo que, a su vez, puede conducir a una nueva paradoja.

    Dos años de buenas cosechas y los incipientes resultados del programa de reforma económica han colocado a China en una situación de relativa prosperidad, que se reflejó el año pasado en un crecimiento de 5% de su Producto Bruto Interno. Pero el cuadro muestra grietas peligrosas bajo la superficie, denunciadas con insistencia por las facciones más liberales del régimen: una fuerte tendencia inflacionaria artificialmente frenada por la persistencia de los controles de precios; la generalizada crisis de la industria pesada en manos del Estado (casi la mitad de las empresas del sector registraron pérdidas el año pasado) y la ya insoportable carga de los subsidios oficiales, que devoran un tercio del presupuesto.

    Conservadores y liberales admiten que es imperativo un ajuste, pero coinciden también en que el momento no es propicio para poner en marcha medidas impopulares. Por lo tanto, los precios de la mayoría de los bienes de consumo siguen congelados, continúan otorgándose aumentos salariales (que sumaron 18% en el último año) y las industrias deficitarias e ineficientes permanecen en funcionamiento.

    El gobierno se encuentra así paralizado en medio del impetuoso curso de la reforma económica. Teme avanzar hacia la otra orilla, pero sabe que es imposible volver atrás. Y los ecos del sacudón histórico en la Unión Soviética tornan aún más difícil cualquier tipo de decisión.

    Cuestión de Tiempo.

    ¿Será China la próxima pieza que caiga en el juego de dominó socialista? Los observadores, atónitos ante el vértigo de los cambios en el panorama internacional, prefieren no arriesgar pronósticos y, por otra parte, los signos en uno u otro sentido son todavía poco claros.

    En principio, no se advierte en China el caos económico y político que arrasó con los planes de transformación gradual de la perestroika. A pesar de las dificultades y del estancamiento de la reforma, la economía muestra un aspecto floreciente en comparación con el desastre soviético.

    Tampoco pueden establecerse paralelos entre la situación china y el conflicto de las nacionalidades en la URSS. Las aspiraciones separatistas están concentradas en dos o tres focos de tensión, pero la unidad del inmenso país no depende de un poder central, sino que está arraigada en la conciencia de una identidad común.

    La dirigencia china encuentra, además, un amargo consuelo en el hecho de que el derrumbe soviético parece haber confirmado la tesis adoptada por Pekín: la liberalización económica debe preceder a la reforma política; el camino inverso desemboca fatalmente en el abismo.

    Claro que, en este aspecto, los comunistas chinos intentan convertir la necesidad en virtud.

    La apertura política no pudo ni puede ser encarada porque la crisis que desgarró al país durante los tramos finales del reinado de Mao Tse-tung y en el largo período de las luchas por la sucesión sólo pudo ser superada con un precario acuerdo entre un puñado de dirigentes que aún hoy gobiernan entre bambalinas, atrincherados en cerrados círculos de poder.

    Deng Xiaoping es el más prominente entre estos octogenarios líderes, pero su poder no es suficiente siquiera para garantizar el avance de la reforma económica que él mismo puso en marcha una década atrás.

    La muerte de los ancianos caciques políticos parecía ser, hasta ahora, la condición necesaria para que el régimen chino emprendiera un proceso de cambios profundos. La quiebra del comunismo en su propia cuna podría acelerar estos tiempos, pero resulta aún demasiado aventurado pronosticar si la transformación asumirá proporciones de cataclismo o se limitará a un nuevo reacomodamiento.