Siempre hemos puesto muchas esperanzas en la tecnología.
Según Karl Marx, la tecnología volvería obsoletos
muchos trabajos y así la humanidad iba a quedar en libertad
para perseguir objetivos más humanizantes y más
nobles. La revolución en la tecnología hogareña
iba a introducir al ama de casa a una vida de espléndido
ocio. El televisor iba a ser mucho más que una niñera
electrónica. Iba a educarnos, entretenernos, y traernos
las glorias del mundo exterior a la sala de nuestros hogares.
Newton Minow, director de The Annenberg Washington Program in
Communications Policy Studies, se pregunta en su artículo
Television (Vital Speeches, Julio 1º, 1991) hasta qué
punto ha cumplido la televisión con esa profecía
inicial. En 1961 había poco más de 47 millones de
televisores en Estados Unidos; en 1990, el número se había
triplicado. En el mismo período, se duplicó el número
de canales comerciales en todo el país, y el tiempo promedio
de permanencia frente al televisor saltó de dos a siete
horas diarias. Esto demuestra que la televisión es un factor
importante en la vida de Estados Unidos.
Sin embargo, ¿es un factor positivo? Un estudio reciente
indica que al llegar a los 18 años un joven ha visto 25.000
asesinatos en la pantalla del televisor. Pocos consideran esto
una influencia beneficiosa, y menos son los que estarían
dispuestos a declarar públicamente que creen que la televisión
ha desarrollado su potencial.
Dejando de lado excepciones como Plaza Sésamo, no hemos
sabido usar la televisión para educar o ayudar en el desarrollo
infantil. Hemos usado mal el medio en lo que se refiere a las
campañas políticas. ¿Puede alterarse esta situación?
¿Puede ser recreada la televisión como fuerza para
el bien?
La respuesta es un sonoro sí. La televisión educa,
pero es nuestra responsabilidad preguntarnos qué es lo
que enseña, y si el conocimiento resultante vale las horas
que le dedicamos. Gran cantidad de la programación televisiva
está dirigida a los niños, pero casi siempre los
programas se diseñan según la percepción
que se tiene de sus deseos, más que en respuesta a sus
necesidades. Resta, entonces, que nos preguntemos con qué
se está alimentando a nuestros niños, y si esa alimentación
vale las horas de calorías vacías.
La televisión es esencialmente un medio comercial que debe,
por fuerza, responder a las demandas del mercado.
¿Qué ocurre con la televisión pública,
no comercial, con los canales que transmiten gran parte de lo
que hace valioso al medio? Los canales estatales sufren de ahogo
financiero, y esto, también, conforma una situación
que debe rectificarse. Hay muchos sistemas disponibles para establecer
una sólida base económica para la televisión
estatal o pública. Podríamos, por ejemplo, gravar
con 2% anual los ingresos de los canales comerciales, que suman
US$ 50.000 millones al año. Incluso así estaríamos
muy por detrás de Japón, que en la transmisión
estatal invierte por persona 20 veces más que Estados Unidos.
¿Qué lleva a los japoneses a gravar de ese modo a
los canales comerciales? Y
más importante, ¿qué beneficios derivan los
japoneses de este nivel de subsidio, y qué estamos perdiendo
nosotros al no imitarlos?
Finalmente, televisión y política. Una campaña
senatorial típica requiere hasta US$ 16.000 por semana
para comprar espacio televisivo. Esta situación torna casi
inevitable que nuestros círculos políticos vayan
en pos de los candidatos con más recursos, dejándonos
un gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos, lo que
significa una corrupción tanto de nuestro objetivo como
nación
como del potencial de la televisión. Si queremos preservar
el proceso democrático de la corrupción, debemos
encontrar una manera de dar espacio televisivo gratis a los candidatos
políticos.
Esto, también, es un problema con soluciones accesibles.
Hay muchos obstáculos en el camino, pero todos son superables.
Los elementos que hacen falta son: preguntar y exigir. Sólo
si preguntamos incansablemente si la televisión satisface
nuestras necesidades y si exigimos que lo haga, pondremos
en marcha un proceso que producirá un cambio.