Viento en popa

    Luego de algunos años tormentosos en los que no escasearon
    los momentos de verdadera zozobra, los constructores de embarcaciones
    deportivas y de placer parecen salir a flote.

    Más de un centenar de astilleros que se concentran en la
    zona norte del Gran Buenos Aires navegan en un mercado que mueve
    más de US$ 100 millones anuales. Cuentan con una capacidad
    instalada de 700.000 metros cuadrados donde trabajan alrededor de
    5.000 personas y producen, en conjunto, algo más de 4.000
    embarcaciones por año.

    La industria náutica argentina tiene una larga
    tradición que nació con los inmigrantes que llegaron al
    Río de la Plata a principios de siglo. Por esos años se
    instalaron los primeros astilleros, cuyos propietarios aplicaban sus
    conocimientos de ultramar en la construcción de embarcaciones
    de madera, que luego se transformaron en elegantes cruceros y veleros
    amarrados en los clubes y marinas que se extendían desde el
    Tigre hasta la Capital Federal.

    Llegados los años ´60, y gracias a la introducción
    de las resinas plásticas reforzadas con fibra de vidrio, la
    industria se renovó y bajó sus costos, amplió su
    mercado y reservó las tareas artesanales sólo para los
    interiores de las embarcaciones.

    Sin embargo, las estructuras de los astilleros parecen no haber
    cambiado mucho con el tiempo. La mayoría de ellos son
    pequeñas y medianas empresas familiares que se gerencian como
    tales y que cambian su dirección con el paso de las
    generaciones. Como pudo advertirse en la elaboración de este
    informe, la mayoría de los propietarios de astilleros prefiere
    mantener su tradicional perfil bajo, y los gerentes de marketing son,
    aquí, una rara avis.

    En la cresta de la ola

    Actualmente, la industria náutica argentina fabrica de
    todo, desde kayaks de $ 200, veleros y lanchas que promedian los $
    18.000, hasta grandes cruceros cuyos valores superan el
    millón.

    “Con la estabilidad y la reforma fiscal de principios de los ´90,
    y con la suspensión de impuestos internos, revertimos la
    situación que se venía agravando en la década
    anterior”, explica Jorge Talkowski, gerente de la Cámara
    Argentina de Constructores de Embarcaciones Livianas (CACEL).

    La matriculación de embarcaciones parece revelar, por
    cierto, una tendencia alentadora. Durante el año pasado se
    registraron 3.963, una cifra inferior a las 4.781 de 1996, pero
    bastante más alta que las 1.473 de 1991 (el peor momento de
    las últimas dos décadas).

    “El mercado va bien; desde hace dos años se nota la
    reactivación”, reconoce Alejandro Yacopetti, titular de
    Astilleros Lef, que construía entre 10 y 15 veleros por
    año y que en la primera mitad de 1998 ya recibió 15
    pedidos para embarcaciones de 25 y 30 pies.

    Lo mismo opina Rodolfo Montmasson de Astilleros VIP, con una
    tradición de 25 años en la construcción naval y
    más de 700 veleros en el agua. La firma acaba de formalizar un
    joint venture con uno de los más importantes astilleros de
    Europa para producir en la Argentina sus embarcaciones bajo licencia
    directa y con la homologación de la Comunidad Europea.

    “Es un barco nuevo, con un diseño muy novedoso”, se
    enorgullece Montmasson, quien planea hacer lo mismo con un astillero
    en Brasil para fabricar y comercializar sus productos en esas costas,
    por las que navegan otras 18 embarcaciones exportadas por su firma.

     

    ¿Sólo ruido?

    “La industria local cubre alrededor de 90% del mercado interno”,
    asegura Talkowski, para quien los importados sólo juegan un
    papel importante en algunos nichos, no desarrollados por los
    astilleros nacionales.

    Es el caso de las motos de agua y la línea de jet ski.
    “Hacen mucho ruido y mucha ola, pero tienen una cuota muy baja del
    mercado: entre $ 4 y 5 millones en el último año. Eso
    sí, hay que reconocerles la virtud de incorporar a la
    náutica a mucha gente que no navegaba en embarcaciones
    tradicionales. Y, además, abrieron canales de
    comercialización anexos a las empresas de nuestro sector”,
    explica Talkowski.

    Claro que, a la hora de dibujar el cuadro del mercado interno, hay
    voces discordantes. Es el caso de Alberto Tarrab, de Astilleros
    Tarrab, una empresa que se fundó hace 30 años y que se
    convirtió en el astillero de fibra de vidrio más grande
    de Sudamérica con una planta de 50.000 metros cuadrados
    cubiertos donde trabajan 150 operarios.

    “El mercado interno sigue deprimido y la clase media ya no compra
    como antes”, se lamenta Tarrab, de cuyo astillero salen cruceros de
    28 a 130 pies (8,50 a 40 metros), cuyos valores no bajan de US$
    15.000 y pueden trepar hasta los 2 millones.

    Tarrab tiene oficinas de representación en Estados Unidos,
    donde cada año vende dos o tres grandes unidades (de
    más de US$ 1 millón). Esa es, en rigor, su principal
    fuente de ingresos.

    Jorge Regnicoli cree, en cambio, que hay buenas razones para el
    optimismo. Su astillero, una firma familiar fundada en 1924,
    construye unas 300 embarcaciones por año que le permiten
    facturar cerca de $ 4 millones. Diseña y fabrica lanchas de
    entre 3,50 y 8 metros de eslora en plástico reforzado y fibra
    de vidrio. También produce modelos especiales para trabajo,
    seguridad, turismo y pesca comercial.

    Con una planta de 5.000 metros cuadrados y 40 trabajadores
    especializados, Regnicoli padece las consecuencias de las
    inundaciones, que hicieron bajar sus ventas en el norte del
    país, donde está su principal mercado.

    Así y todo, no se queja: “vendí mucho en el ´94 y
    bajé en el ´95, pero en el ´96 nos comenzamos a recuperar y el
    mercado está estable desde entonces”.

     

    Río revuelto

    Los altos costos de los fletes en este sector y los precios
    competitivos que lograron los astilleros locales les brindan una
    sólida protección frente a las importaciones. “Ni
    Brasil ni los otros países limítrofes tienen una
    industria de este tipo, así que las embarcaciones importadas
    vienen, en general, de Europa o de Estados Unidos”, explica
    Montmasson.

    “La calidad y los precios logrados en la Argentina hacen que los
    barcos importados resulten muy caros. Además, experiencias
    recientes demuestran que las embarcaciones importadas no siempre se
    adaptan a las necesidades de nuestro público”, afirma
    Talkowski. “Y en esta industria, los costos de los fletes son tan
    altos, que los astilleros de todo el mundo se asientan cerca de los
    lugares de consumo.”

    Un dato llamativo acerca del mercado local es que, a pesar del
    extenso litoral marítimo argentino, la mayor parte de la
    actividad náutica se concentra en los ríos, como el de
    la Plata o el Paraná.

    “Es por eso que tenemos diseños especiales para nuestras
    necesidades de navegación, con calados para las escasas
    profundidades fluviales, que tienen también un buen
    rendimiento de velocidades y performance en aguas profundas”, afirma
    Montmasson.

    Lo mismo asegura Yacopetti, quien explica que hay “un
    diseño Río de la Plata que además resulta ser
    muy marinero”.

    A pesar de los precios y calidades competitivas, se importan cada
    año alrededor de cinco cruceros y veleros. “Se trata de
    algunas embarcaciones de alta competición. Y, por supuesto, no
    falta quien quiera pagar más para decir que tiene un barco
    importado”, señala Talkowski.

     

    Los otros rivales

    Así planteadas las cosas, los astilleros locales parecen
    tener ganada la carrera con los importados. Pero enfrentan otro tipo
    de competencia: la de otras opciones recreativas.

    “Cuando una persona de clase media piensa en una actividad de
    esparcimiento (sin contar a los deportistas fanáticos que
    primero se compran el velero y después el auto), encuentra
    ofertas que crecieron mucho en estas dos décadas. Un viaje al
    exterior, por ejemplo, representa una inversión comparable a
    la compra de una embarcación. Y si hace una cosa, no hace la
    otra”, reflexiona el gerente de CACEL.

    Además, los hombres del sector se quejan de que la
    industria náutica corre con desventajas en el terreno fiscal.
    “La provincia de Buenos Aires aplica ahora un impuesto a las
    embarcaciones que en la práctica representa una doble
    imposición, ya que por los servicios que prestan las
    guarderías, clubes y amarras, se debe pagar una tasa a los
    municipios, y la venta de embarcaciones está gravada con
    Ingresos Brutos”, dice el directivo de la cámara, quien
    subraya que el impuesto afecta a una alta proporción del
    mercado, ya que no menos de 40% de las embarcaciones del país
    amarra en las costas provinciales.

    Así y todo, los números de matriculación
    siguen creciendo. Y la industria se modernizó con la
    incorporación de nuevos diseños y materiales, como las
    fibras de última generación que refuerzan las
    estructuras y bajan los pesos de las embarcaciones, mejorando su
    performance.

    “En los últimos años trajimos a nuestra planta
    tecnologías y maquinarias que nos permiten inyectar las nuevas
    resinas”, explica Regnicoli. Tarrab, por su parte, comenta que en
    materia de cruceros, “las novedades en equipamiento
    electrónico están a la orden del día, no
    sólo para seguridad, sino también para el confort”.

    Pero las estrategias de comercialización en el mercado
    interno no parecen haber variado mucho. Los astilleros consultados
    por MERCADO coincidieron en que sólo publican avisos en las
    revistas especializadas y que su mejor carta para el juego es
    mantener la calidad y respetar los plazos de entrega.

     

    R. B.

     

    De la canoa al crucero

    La industria de construcción de embarcaciones deportivas y
    recreativas apunta a un mercado conformado por hombres y mujeres de
    clase media alta, especialmente profesionales. “Una de las cuestiones
    que nos diferencian de otras industrias es la gran disparidad de la
    demanda. Se construyen desde canoas de $ 200 hasta barcos de valores
    millonarios”, explica Talkowski.

    Según las estimaciones de la cámara del sector, de
    las 4.000 embarcaciones que se matriculan anualmente, 2.800 son
    veleros y cruceros medianos cuyos precios oscilan entre US$ 10.000 y
    20.000.

    Por otra parte, la industria tiene una producción seriada
    por lotes, que apunta a la variedad de modelos (principalmente por
    eslora) y cuya terminación, sobre todo de interiores, se
    ajusta a las necesidades de cada cliente.

    Lo mismo ocurre con el equipamiento de las embarcaciones. En el
    caso de los veleros, la variedad de oferta de las empresas
    especializadas de alistaje es muy amplia. Luego de que el astillero
    entrega el casco, los clientes deciden qué mástil les
    resulta más conveniente o cuáles son las mejores velas
    para sus incursiones náuticas.

     

    Universidad de navegantes

    Hace cuatro años, el departamento de Arquitectura Naval de
    la Universidad Nacional de Quilmes inició una novedosa
    experiencia: el diseño y construcción de un velero de
    26 pies de eslora de alta competición.

    El Quantum 26 se construye en un pequeño astillero que a su
    vez pertenece a la incubadora de empresas que la UNQUI mantiene junto
    a la Universidad Nacional de La Plata en las instalaciones de los que
    fueron los antiguos laboratorios de YPF en Florencio Varela.

    La primera unidad fue vendida en Europa, luego de que un equipo de
    regatistas de la universidad participara en la famosa Copa del Rey
    que se realiza en aguas españolas. Otra unidad fue colocada en
    el mercado interno antes de que se cumpliera un año de
    inaugurado el astillero. La UNQUI se provee así de fondos para
    desarrollar sus investigaciones.