El mercado financiero mundial
ha vuelto a sacudirse con una nueva e inesperada turbulencia: el derrumbe del
superdólar frente a un debilitado yen. Con respecto al pico que
alcanzó en junio (y que requirió entonces una intervención
conjunta de la Reserva Federal y del Banco del Japón) el dólar
se devaluó no menos de 20% en los primeros días de octubre.
Ganadores y perdedores
Es poco relevante indagar en las razones de la caída puesto que, en
tiempos turbulentos, las explicaciones suelen perder vigencia con una facilidad
sorprendente. (¿Habrán sido las decisiones de venta de poderosos
fondos especulativos que tenían que cancelar posiciones en yenes? ¿Será
que renació el optimismo acerca del saneamiento del sistema bancario
japonés?)
En todo caso, resulta más importante examinar las posibles consecuencias.
En cuanto a Japón, probablemente verá caer sus exportaciones,
junto con un aumento de las importaciones, lo que podría derivar, en
ausencia de una recuperación del consumo y la inversión bruta
interna, en una profundización de la actual recesión. Y esto,
a la vez, sumaría un factor agravante de la crisis financiera internacional.
Para Europa el impacto es similar, pero se produce en una diferente etapa del
ciclo económico: los exportadores de la zona del euro se verían
perjudicados por un dólar depreciado, lo que podría restar dinamismo
a la incipiente recuperación de la economía comunitaria.
En el resto de Asia, en cambio, podría alejarse el peligro de que tanto
China como Hong-Kong se vean en la necesidad de devaluar.
Para América latina, cuyas monedas se hallan atadas de una u otra manera
a la divisa norteamericana, el menor valor del dólar les devuelve parte
de la competitividad perdida durante los últimos tiempos. Es cierto que
se harán más pesados los servicios de la deuda nominada en monedas
europeas y en yenes, pero la mayor parte de los créditos fue contratada
en dólares, de modo que habría un beneficio neto por el cambio
en las paridades.
Estados Unidos se vería favorecido por un aumento en sus exportaciones
y una reducción en las importaciones. De este modo, la incipiente desaceleración
o reducción que, según algunos analistas, se estaría comenzando
a gestar en el consumo y la inversión, podría ser parcialmente
compensada.
Recetas en danza
Desde una perspectiva menos inmediata, la cuestión más importante
que asoma con este fenómeno es la necesidad de reformar el funcionamiento
de los mercados de divisas. Resulta evidente la inconveniencia de carecer de
mecanismos que eviten las enormes fluctuaciones que se han producido en las
paridades de las monedas; en particular, entre las de los países más
poderosos de la economía mundial.
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Frente a esta situación, las propuestas más recientes para estabilizar
los tipos de cambio pasan, por un lado, por alcanzar acuerdos regionales, formales
o no. Se trata, básicamente, de establecer zonas para las diferentes
monedas; pero la constitución del euro introduce algunas complicaciones.
Por el otro lado, se ha planteado también la formación de un fondo
internacional de estabilización de los mercados cambiarios.
También han vuelto a florecer las propuestas para imponer diversos tipos
de controles. Aunque parece haber consenso acerca de que el sentido de estos
controles sería generar una instancia de negociación que haga
posible frenar el pánico mientras, al mismo tiempo, se sanean los
sistemas financieros y se ponen en marcha “políticas apropiadas”
se plantean diversas modalidades.
La más moderada (o quizás ingenua) consiste en “hacer un llamado”
a los acreedores para alcanzar un acuerdo voluntario que permita al país
en problemas mantenerse dentro de las reglas del sistema financiero mundial.
La idea es que, a través de esa concertación, se podrían
mantener las líneas de crédito hacia aquellos países que
han encarado las políticas adecuadas.
Una propuesta intermedia es replicar, para los países en virtual estado
de default, una suerte de código para las quiebras como
existe en el caso de las empresas. La intención sería proteger
a los países de las súbitas corridas de los prestamistas externos.
Por último, la posición más extrema es aquella que sostiene
que la reprogramación voluntaria de la deuda es insuficiente para frenar
la fuga de capitales y, por tanto, es necesario introducir amplios controles
a la salida de fondos, ya sea de manera directa o mediante el establecimiento
de tipos de cambio múltiples.
La Fed y el FMI
Aunque con ello no se agotan los numerosos interrogantes que genera la actual
situación internacional, las dificultades financieras que durante más
de un año han venido sacudiendo a los países emergentes reavivaron
la polémica acerca de si debería existir un prestamista mundial
de última instancia, algo así como un banco central del mundo.
A pesar de que algunos consideran que, en los hechos, la Reserva Federal de
Estados Unidos y el FMI cumplen de manera ad hoc con esa función,
otros estiman que la analogía no es del todo correcta. Destacan, en ese
sentido, que un prestamista de última instancia, como un banco central
de cualquier país, presta libremente a bancos que están en peligro
pero que son solventes, contra una garantía o collateral.
Más allá de los consabidos problemas de moral hazard que
se podrían suscitar alrededor de una institución de estas características,
hay que considerar los vinculados a las diferencias que podrían presentarse
en cuestiones de índole política.
Más aún, no es del todo claro que las reglas de solvencia, garantía
y penalización que se aplican a los bancos sean fácilmente asimilables
para los países. Esto hace que la propuesta parezca políticamente
inviable, pero no constituye un obstáculo para que un FMI reformado y
con mayores recursos financieros pueda llegar a cumplir un importante papel
estabilizador en los mercados financieros mundiales.