Diez años de vertiginosa transformación

    Al revisar esta década, hay dos reflexiones inevitables.


    La primera es que el mundo pasó de una época peligrosa pero previsible ­la de la Guerra Fría­, a otra en apariencia más segura, pero absolutamente imprevisible. Esta ansiedad acerca de lo poco que se puede prever, genera tensiones y obliga a un esfuerzo adicional para entender la dirección general de los acontecimientos, de lo que depende el futuro, el éxito y la supervivencia.


    Ha sido una década en la que el acontecer histórico ­y la misma idea de cambio global­ tomó un ritmo vertiginoso: caída del Muro de Berlín, desintegración del imperio soviético, surgimiento de Japón como potencia comercial de primer orden (y luego estancamiento), aparición de China como actor económico de excepción, formación de grandes bloques comerciales, transformación del espacio económico europeo, genocidio en los Balcanes, todo en el curso de pocos años.


    En América latina ­y en la Argentina en particular­ presenciamos la reafirmación democrática, la apertura de las economías, la reconversión del Estado, la búsqueda de la estabilidad económica y la permanente ilusión del crecimiento.


    Se han visto fenómenos políticos impensados: avances de la integración regional, culpables de corrupción, el derrumbe de partidos políticos tradicionales y un ahondamiento de la brecha de la pobreza. El continente entero abrazó con alguna ingenuidad la teoría de las bondades del libre mercado a ultranza, y hoy ­vista la impotencia para resolver problemas agravados­ comienza a volver de esta ilusión.


    La mano invisible no basta para generar automáticamente democracia y evitar la excesiva concentración del poder. Más que al Estado Omnipotente debemos observar al Estado Débil de Alain Touraine, como uno de los males congénitos de la región. Y proceder a su refundación en términos de menor tamaño y mayor eficiencia para la vida cotidiana de los ciudadanos.

    Los grandes debates

    Sobre el cambio, visto desde la perspectiva de las empresas y de la microeconomía,
    existe un cúmulo de experiencias muy recientes al que hay que hacer obligada
    referencia, y una multitud de teorías ­a veces no más que
    modas efímeras­ que pretenden dar cuenta de estos complejos y singulares
    procesos.


    Los dos grandes debates instalados en nuestros días, en torno de las empresas y el ámbito de los negocios, plantean órbitas de problemas distintos. Uno está vinculado con la tecnología, con su absorción, con el potencial de posibilidades que ofrece. Qué significa este matrimonio informático entre la computación y la tecnología, que expande el conocimiento y la información, cambia los modos de producir y, por lo tanto, los ámbitos y hábitos de trabajo, y las relaciones sociales.

    El otro se conecta con los contenidos y los estilos de conducción,
    con el gobierno de las unidades productivas, con las excelencias y habilidades
    que hay que exhibir en esta hora, con los nuevos modelos de organización
    empresarial, con la dureza de la competencia en estabilidad, con las exigencias
    de clientes nada sumisos. Tiene que ver con las nuevas responsabilidades, habilidades
    y misiones del management. Se vincula con una dimensión ética
    del mundo de los negocios. Este es un debate extraordinariamente rico al que
    se ha prestado tal vez poca atención hasta hora.

    El papel de los
    intelectuales

    En una sociedad
    desculturalizada, nadie quiere leer. Por eso callan los intelectuales.
    No porque no tengan nada que decir. Saben que no hay ánimo para
    escucharlos. La demanda de inteligencia está muy restringida. En
    estos tiempos triunfa el eslogan. El individualismo, el pragmatismo, son
    hoy argumentos muy fuertes.

    La filosofía,
    las grandes ideas, la utopía, están desacreditadas. Hay
    una orientación muy fuerte hacia la acción, hacia los resultados
    cuantificables, hacia la relación costo-beneficio. Hay una impasse
    en todo el territorio filosófico. La metafísica y la ontología
    han caído en desuso. El indagar sobre el sentido de la vida, que
    ha sido una preocupación eterna del ser humano, no ocupa lugar.
    Es una especialización poco práctica.

    Hay una
    crisis de las cosmovisiones, de las ideologías, de las religiones.
    Esto ocurre a escala planetaria. Los intelectuales han quedado a la búsqueda
    de un papel. No es que los intelectuales no tengan opinión formada
    sobre todo lo que pasa en el medio en que actúan. Pueden emitir
    juicios sobre la frivolidad, sobre la corrupción, siempre que alguien
    los consulte. Pero nadie les pide opinión, porque en general un
    intelectual es mala onda. Y tampoco les interesa tomar un micrófono
    por la fuerza para decir lo que piensan. Saben que no hay interés
    en oír ciertas cosas.

    Para comenzar
    a entender, es preciso observar al mundo con otros ojos, dejar de mirarse
    el ombligo. Hay que debatir en serio sobre ideas, teorías y argumentos.
    No concentrarse en “quién lo dijo”, sino en “qué se dijo”.

    Por otra
    parte es evidente que la actual sociedad argentina presenta una serie
    de cambios significativos en el plano político, económico
    y social, producto de transformaciones sustanciales de los últimos
    años.

    Sería
    irresponsable dejar de considerar:

    • la difícil
      situación económica y social generada a partir de este
      proceso de ajuste continuo y sistemático que transcurre ahora
      en medio de un clima recesivo;
    • la posibilidad
      de que el modelo de la convertibilidad ­aun con todos los éxitos
      que se le reconocen­ implique, a partir de ahora, ausencia de crecimiento
      y comience a recibir embates desde frentes insospechados;
    • el debate
      sobre el elevado nivel de desempleo no será un ejercicio académico.
      Si con la economía en crecimiento el índice trepó
      a niveles desconocidos entre nosotros, ¿qué pasará
      con una recesión que puede ser prolongada?;
    • la importante
      concentración económica en un reducido número de
      grupos empresariales provoca expresiones de alarma;
    • se acentúa
      la crisis de credibilidad e identificación de la sociedad con
      la clase política;
    • no podrá
      soslayarse por más tiempo la crisis que la opinión pública
      percibe en el campo de la justicia y del orden jurídico. Se asistirá
      a una renovada discusión sobre la corrupción, y se reclamarán
      acciones concretas;
    • puede
      revertirse el exagerado nivel de transgresión a los valores éticos,
      que la sociedad en su conjunto parece haber aceptado durante estos años;
    • se pondrán
      sobre el tapete las consecuencias de la crisis en el sistema educativo
      y las derivadas de la ausencia de un sector intelectual o cultural
      que pueda debatir o allegar ideas nuevas sobre estos temas;
    • se comenzará
      a cuestionar el excesivo protagonismo de periodistas o líderes
      de opinión
      o comunicadores sociales que no siempre
      logran debatir o profundizar los temas y que generan simplificaciones
      exageradas o mayor confusión.

    El futuro del capitalismo

    Con el fin de la Guerra Fría y del mundo bipolar, apareció también
    en el escenario otro gran debate de fin del siglo que, por cierto, no es nuevo,
    pero que ahora aparece en primer plano: el de la crisis interna del capitalismo
    o, mejor aún, el del futuro del capitalismo.


    Esta no es una cuestión académica; especialmente hoy, en el caso de la Argentina. Casi sin excepción, los distintos sectores de la sociedad abrazaron súbitamente la causa del libre mercado a ultranza, la apertura económica, la privatización y la desregulación.


    Ocurrió como suele pasar entre nosotros, que el nuevo credo suscitó fervor de conversos y no dejó mayor espacio para la reflexión crítica o los matices diferenciadores. Pero después de los éxitos evidentes del Plan de Convertibilidad, también se comenzaron a percibir las limitaciones del programa.


    Aunque el futuro no es el tema favorito de ningún equipo económico, ya desde el segundo semestre de 1994 comenzó a ser evidente que había interrogantes sin respuesta. Sin poner en discusión los logros, la inquietud de los ciudadanos ­y de los empresarios en particular­ se canalizó hacia temas como éstos: cómo se asegura el crecimiento de la economía, cómo se combate el desempleo, cuál es el futuro perfil de la industria local.

    Todos estos tópicos apuntan a perfilar la gran discusión sobre
    el crecimiento en general. Pero antes, entronca con una tendencia universal
    a debatir acerca de cómo será el capitalismo del próximo
    siglo, y cuál será el papel del Estado en la economía.

    El consumo conspicuo

    Sin duda
    ha proliferado durante esta década un consumo ostentoso y en algunos
    casos dispendioso. Muchos de los que lo practican seguramente nunca habrán
    oído hablar de Thorstein Veblen. Y sin embargo, si Veblen estuviera
    vivo, tendría mucho que decirles. En 1899, Veblen, un economista
    y crítico social estadounidense, publicó el primer estudio
    serio sobre el consumo en un libro que tituló La teoría
    de la clase ociosa
    . Su concepto central, y su perdurable contribución,
    fue “el consumo conspicuo”.

    La teoría
    de Veblen era que, a medida que se esparce la riqueza, lo que impulsa
    la conducta de los consumidores no es ni la subsistencia ni el confort,
    sino obtener la estima y la envidia del prójimo. En aquel momento,
    los académicos opinaron que el concepto era poco convincente. Pero
    ­para la década de los ´80 en el mundo, y de los ´90 en nuestro
    país­ ese mismo concepto se había convertido ya en
    una trivialidad. A medida que florecían las economías, los
    nuevos ricos se sumaron a los viejos ricos en una fiesta
    consumista.

    La consultora
    McKinsey calculó que, al finalizar la década anterior, el
    gasto correspondiente a las 14 principales categorías de artículos
    suntuarios ­moda y accesorios, autos, artículos de cuero,
    perfumes, cosméticos, zapatos, relojes, joyas, champán,
    vino, licores, cristalería, platería y vajillas de porcelana
    china­ fue de US$ 46.000 millones en los siete mercados más
    grandes del mundo. Ese nivel de gastos, por lo menos, se ha duplicado
    durante los años ´90.

    Veblen
    creía que era ingenua la idea según la cual el propósito
    de la adquisición es el consumo. La riqueza, decía, confiere
    honor, sugiere habilidad y conquista. Pero la riqueza no tendría
    ningún sentido social si, simplemente, se la consumiera o poseyera.
    “Para ganar y mantener la estima de los hombres”, escribía, “la
    riqueza debe ser puesta en evidencia, porque la estima se otorga sólo
    mediante presentación de pruebas”.

    El menemismo

    El arribo del menemismo al poder en la Argentina coincidió con la consolidación
    internacional de las tesis que sostienen que la democracia liberal ­como
    se la conoce en Occidente­ y el libre mercado a ultranza, van de la mano
    y producen estabilidad y crecimiento. Las tasas de interés en Estados
    Unidos estaban en su punto más bajo en años. Los mercados financieros
    buscaban ­aun a mayor riesgo­ inversiones más rentables como
    las que pronto les ofrecerían los mercados emergentes.


    Además, la inauguración de Menem coincidió con un momento de agotamiento del humor de los argentinos, hartos de la esterilidad de cierto accionar político y ávidos por soluciones que cicatrizaran las heridas causadas por dos hiperinflaciones (la segunda, al inicio del período de Menem) que elevaron la estabilidad a la categoría de supremo valor demandado.

    Pero así como al principio del gobierno de Raúl Alfonsín
    la gente clamaba por más democracia, y cuando ésta pareció
    afirmarse pasó a reclamar estabilidad, ahora, tras el éxito en
    la lucha contra la inflación, la demanda es por crecimiento. Y muchos
    observadores comienzan a detectar que no está claro que el programa que
    sirvió para estabilizar garantice la segunda parte de la fórmula.