La vuelta de la palabra

    En un artículo clásico, Umberto Eco denominaba las posiciones que los intelectuales sostenían en la década del ´60 a propósito de los medios masivos de comunicación como “apocalípticas” o “integradas”. Los apocalípticos eran pesimistas sobre el papel de los medios en la cultura. Los integrados los veían como nuevas armas para la democratización de la sociedad. Hoy, por supuesto, ninguna de las dos posiciones podría sostenerse, pero algún vestigio de esa contradicción subsiste respecto de las nuevas tecnologías y de su influencia sobre la cultura en general y la literatura en particular.


    Y es que independientemente de los juicios de valor que sobre Internet puedan formularse, lo cierto es que durante la década del ´90 se produjo un salto cualitativo o una mutación social en relación con las tecnologías de la comunicación. Sería aventurado formular predicciones acerca de la dirección de esa mutación, pero lo cierto es que toda la cultura ha cambiado, o cambiará en los próximos años. Lo que resulta paradójico es que, desde el punto de los consumos culturales, Internet interviene sobre todo como una tecnología en la industria del ocio y viene a competir, por lo tanto, con los tradicionales medios de comunicación de masas: hace ya varios años que las mediciones de audiencias notan ­sobre todo en los países tecnológicamente más avanzados­ una pérdida global de espectadores, que coincide con el crecimiento de la Red y, por lo tanto, de la cantidad de usuarios conectados.


    Un examen de los indicadores económicos de Internet, sin embargo, permite formarse una clara idea de cuál será la marcha de esa competencia entre la Red y los medios masivos de comunicación por reinar en el tiempo libre de las sociedades. La estrepitosa caída del índice Nasdaq y el desencanto que produjo, tanto en operadores como en inversores de esa bolsa de nuevos valores, hace augurar un futuro no muy promisorio para los cibernegocios. Internet, tal como es ahora, no parece poder ofrecer demasiado ni al público ni a los empresarios.


    La imposibilidad con la que se topa la Red, por sus mismas características, para volverse una herramienta útil para todos, como el sistema de correo, los teléfonos, las radios y los televisores, clausuró la década pasada con una sensación de pesadumbre. Los grandes operadores ­Yahoo!, por ejemplo­ descubrieron que no tenía sentido instalar mecanismos de venta electrónica en sus portales europeos, porque el viejo continente no respondía a las promesas de Internet del mismo modo que Estados Unidos, acostumbrado desde siempre a la compra por catálogo y por vía postal.


    Lo mismo, y más agudamente, podría señalarse en relación con esa romántica parcela de la cultura que es el mundo del libro. Si portales como Amazon.com ­y las demás empresas dedicadas a la venta electrónica de libros y discos­ fueron, en su momento, uno de los grandes sucesos de la Red, la repetición de sus servicios en Europa y América latina no arrojó los mismos resultados que en Estados Unidos, y las ciberlibrerías del mundo siguen esperando el momento en que la demanda alcance las expectativas de sus operadores. Fuera de Estados Unidos, los consumidores siguen eludiendo la compra virtual, aun tratándose de productos tan estandarizados como los libros o los discos. Esto no desmiente el potencial literalmente revolucionario de Internet en relación con la cultura tal como la conocemos hasta hoy (en el mismo sentido en que fue revolucionaria la invención de la imprenta de tipos móviles), pero pone un techo bastante módico a las fantasías de enriquecimiento continuado que se tenían hasta hace unos años.


    La compra de libros a través de la Red ha afectado, sin dudas, el universo del libro y sus instituciones asociadas (la crítica, antes que nada). Pero ese efecto sólo es sensible en un mercado, por decirlo de algún modo, despreciable: el mercado de los profesionales del libro (profesores, escritores, críticos, periodistas, editores). El gran público sigue comprando ­como antes­ sus libros en los grandes puntos de venta y en las cadenas de librerías, que fueron también uno de los fenómenos de la década del ´90.


    Incluso si así no fuere y si el público se volcara masivamente a leer lo que Internet ­con sus particulares criterios de estadística automática­ le recomienda, se crearía una nueva paradoja. En su libro Intervenciones (traducido recientemente por Anagrama como El mundo como supermercado), Michel Houellebecq señala que a mediados de la década del ´90, “inesperadamente, el libro se convirtió en un vivo foco de resistencia. Hubo tentativas de almacenamiento de obras en servidores de Internet; el éxito sigue siendo confidencial y limitado a las enciclopedias y las obras de referencia. Al cabo de unos años, la industria tuvo que reconocer que el objeto libro, más práctico, atractivo y manejable, conservaba el favor del público. Ahora bien, cada libro, una vez comprado, se convertía en un temible instrumento de desconexión. En la química íntima del cerebro, la literatura había sido capaz, en el pasado, de ganarle a menudo la carrera al universo real; no tenía nada que temer de los universos virtuales. Así empezó un período paradójico, que todavía dura, en el que la globalización del entretenimiento y de los intercambios ­en los que el lenguaje articulado ocupa un reducido espacio­ iba a la par con un resurgimiento de las lenguas vernáculas y de las culturas locales”.


    Más allá (o más acá) de los aspectos institucionales y mercantiles ­que, sin duda, afectan al desenvolvimiento de la literatura­ las cosas son mucho más complejas, como el mismo Houellebecq reconoce. Porque si es cierto que el libro sigue siendo un objeto (una herramienta) más dúctil y duradera que los soportes electrónicos que pretenden competir con él, podría pensarse que ese equilibrio no será eterno y que alguna vez se podrá leer en una pantalla con la misma eficacia que en una página.


    Mientras tanto, lo que resulta a todas luces evidente es que Internet trae de regreso algo que podía creerse perdido para siempre: la letra. Si la cultura de masas había expulsado la escritura como vehículo privilegiado de su funcionamiento, Internet vuelve a la palabra escrita con una fuerza hasta hoy desconocida. Ni la implantación de los sistemas nacionales de correo en el siglo XVIII tuvo un impacto tan fuerte en relación con la multiplicación de la escritura. De modo que Internet ­cómo podía ser de otra manera­ no hace sino llevar la literatura más lejos, en una suerte de epidemia literaria que convierte a cada usuario que escribe e-mails o que chatea en un escritor experimental.


    La utopía distributiva de Internet (mal que mal) se cumple o se cumpliría a través de las librerías virtuales que llevan a todas partes el libro que salió ayer. Más importante es la utopía estética que pone la escritura de ficción o poética (por primera vez en la historia) literalmente al alcance de todos. Y eso, tal vez, sea lo más estimulante de una relación marcada hasta hoy por la mutua desconfianza y la competencia en el mercado del ocio. En ese mercado, viene a decirnos Internet, la experimentación literaria no es sólo posible, sino necesaria. Y la literatura, así, seguirá su marcha triunfal.