Orgullo y desencanto

    La apoteosis que rodeó la celebración del centenario del nacimiento de Jorge Luis Borges lo instaló en la mente de muchos argentinos como el “más grande escritor” del siglo y opacó un tanto, sin hacerlas desaparecer, a otras tres figuras memorables de la literatura nacional: Roberto Arlt y Leopoldo Marechal, muertos hace tiempo, y Juan Filloy, que todavía, a sus prodigiosos 105 años, vivía en 1999. Otros más deben haberse esfumado entre los humos de estas celebraciones cuya virtud principal consistió en levantar el orgullo nacional: poseer una literatura de esos tamaños no era poca cosa, la ostentábamos mediante estos indudables méritos y podía, la literatura argentina, ser objeto de interés y curiosidad internacional, y competir incluso con textos y escritores de otros países. No era poco, y durante 1999 lo experimentamos.


    Pero esa satisfacción, cuya base real es indiscutible, puede ser un mero efecto de superficie, como todo orgullo nacionalista; más interesante puede ser considerar que esos nombres son emergentes, que son puntos altos de un proceso constante, recorrido por tensiones y opciones. En suma, que en el aparato literario, de manera notoria pero también secreta, ocurren muchas cosas, desde batallas hasta opciones, desde un mar de tentativas hasta una ponderable cantidad de logros, desde equívocos fatales hasta aciertos bastante impresionantes. Sobre todo en los últimos 30 años, durante los cuales la literatura pasó de un protagonismo evidente en la relación con el proceso político y cultural hasta casi el desencanto en los años que corren.


    Hacia 1970, muchos escritores, como coletazo de la teoría del compromiso ­que había dominado las discusiones literarias desde la caída de Juan Perón en 1955­ concebían su tarea en estrecha relación con el confuso juego de fuerzas políticas. Es evidente que la dictadura, llamada eufemísticamente Proceso, fue una clausura. Pero previamente a ella, escritores muy consistentes, como Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, David Viñas, Francisco Urondo y muchos más, apostaban a modos de acción literaria muy vinculados con el conflicto político característico del momento. No ocurrió así con otro sector ­que permaneció al margen de esos dilemas­ integrado por el propio Borges, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sabato, Manuel Mujica Láinez, Victoria Ocampo y tantos otros, que encarnaban cierta tradición igualmente consolidada. Todos ellos ­o casi todos­ se atenían más a una continuidad que no parecía muy garantizada en ese momento de gran turbulencia, con el apuntar de la guerrilla, el regreso del peronismo al poder, la vigilancia militar. De este modo, lo menos que puede registrarse es un enfrentamiento, a veces explícito, como el que expresa, por ejemplo, la obra de Julio Cortázar que, originariamente situado en el campo de los escritores del último grupo, empieza a manifestarse según los códigos de los del primero: su discutido Libro de Manuel sería un lugar privilegiado de expresión de ese desplazamiento.


    Todos, sin embargo, con un público atrapado todavía por el embrujo del boom, irradiaban certeza acerca del lugar que ocupaba la literatura en el espacio social, y le insuflaban energías a una industria editorial que confiaba en lo simbólico argentino pese a que la consigna “compre nacional” no había implicado grandes consecuencias en el restablecimiento de la salud industrial. Proliferaron las editoriales pequeñas y aun las grandes publicaban a todo escritor argentino que lo quisiera. No obstante, hay que advertir que ese auge, respaldado por la gran oleada de prestigio que desencadenó el boom, surgió de una editorial universitaria, la famosa Eudeba, que había logrado hacer de una edición ya histórica del Martín Fierro, con ilustraciones del pintor Juan Carlos Castagnino, un insólito éxito de ventas: los miles de ejemplares que rodaban por librerías y quioscos crearon una necesidad doble: por un lado la de leer textos nuestros y, por otra, la de tener objetos valiosos. Debe ser por eso que luego del cierre de Eudeba por la dictadura de Juan Carlos Onganía, el Centro Editor de América Latina, que fue su continuación, publicó Capítulo, fascículos de historia de la literatura argentina, en la confianza de que subsistía la relación única que se había dado entre la literatura nacional y el público, el cual, en apariencia, la admitía, la comprendía, la apreciaba y la compraba, dato no menor para reconocer lo que ocurría en ese campo.


    Ambas líneas, leer y tener, reanimaron a las editoriales y dieron a los escritores de todas las tendencias una esperanza de llegada a un público que el precedente desarrollismo había contribuido a crear: público culto y a la vez nacional, apreciador y orgulloso de sus escritores así como fervoroso creyente en el capitalismo nacional. No es extraño que escritores y poetas proliferaran a pesar de las condiciones políticas y sociales, cada vez más conflictivas.


    A partir de 1974, y sobre todo después de 1976, se produce un corte de graves consecuencias para la literatura en su conjunto. Por un lado, un grupo considerable de escritores sale al exilio, lo que casi de inmediato genera dos universos, un adentro que en general sospecha del afuera, un afuera que debe reanudar una labor en condiciones difíciles y, como es obvio, una especie de antagonismo, a veces declarado, a veces solapado, entre ambas zonas. Algunos de los que emigran son escritores de obra, conocidos y respetados: Osvaldo Soriano, Tomás Eloy Martínez, Héctor Tizón, Daniel Moyano, David Viñas, Juan Gelman, Antonio Di Benedetto, Osvaldo Bayer y Pedro Orgambide, entre otros; a ellos se unen, sin que eso sea formar un grupo, Julio Cortázar, Luisa Valenzuela, Juan José Saer y Manuel Puig. Entre los que se quedan están, como decía Manuel Mujica Láinez, los mayores: se refería, sin duda, a Borges, Bioy, Silvina Bullrich, Sabato; no seguramente a Conti ni a Walsh, que también se quedaron y corrieron la conocida suerte de la desaparición y la muerte. En el exilio, por otro lado, empezaron a manifestarse nuevos escritores que luego continuarían su obra al regresar a la Argentina: Juan Martini, Mempo Giardinelli, Mario Goloboff, Marcelo Cohen, Tununa Mercado, Miguel Bonasso.


    Entre los que se fueron hubo, ante todo, un modo de escribir que continuó las tendencias en la que se habían destacado precedentemente pero también cierta experimentación, tanto en lo temático como en lo formal. La experiencia del exilio no podía no manifestarse en la escritura concreta: eso se ve con claridad en la evolución que sigue Cortázar. Entre los que se quedaron, hubo ante todo una baja de tensión no sólo por la atonía que produjo en lo cultural y artístico la dictadura, sino también por una necesidad de repliegue que hizo que algunos optaran por repetir sus opciones, sobre todo los mayores, visto que no podían o no querían llamarse a silencio: es dramática, en ese sentido, la evolución de una escritora como Marta Lynch. Por esa razón ­sin duda hay otras­ autores extranjeros, desconocidos y a veces muy malos pero contenidos por un recipiente denominado best seller, recuperan fuerza y arrinconan a la literatura nacional, que no tiene muchas energías para repeler la ofensiva: en estado de hibernación, suspendido el aliento de los que habían sido sus receptores, no es improbable que en ese preciso instante empezara a cobrar fuerza la idea del mercado por oposición a la de la literatura. Tampoco es improbable que se produjera una lucha de modelos en el imaginario de muchos escritores: si la literatura argentina más prestigiosa, que había alimentado a las editoriales siendo al mismo tiempo de interés universitario y de respeto cultural, se había configurado a la manera francesa ­como culto por la precisión y gusto por la palabra y la inteligencia artística­ ahora empezaba a tentar el modelo norteamericano, que hacía un culto de la frase corta, la eficacia escénica y el predominio de la historia interesante. Sin duda, ese conflicto fue determinante y su resolución describe todo lo que ocurrió después, cuando las circunstancias cambiaron.


    Pero volviendo atrás, y al clima que se creó durante la dictadura, corresponde señalar que ese estado de hibernación se hizo insoportable y que hay dos registros que indican la voluntad de salir de esa tremenda parálisis. Uno, mediante la fundación de la Feria del Libro, el otro en escritores mismos que salieron del marasmo al menos de tres maneras encarnadas en sendos libros: la de Jorge Asís, que de algún modo, al poner en sus personajes, pero de una manera ácida, las opciones guerrilleras y sus disparates ­desde su punto de vista y el de una opinión emanada de la filosofía, por llamarla de algún modo, de la dictadura­ logró una repercusión que había sido esquiva con toda su obra anterior. La de Ricardo Piglia fue más compleja: su novela Respiración artificial fue, casi replicando su título, un respiro de alivio en un panorama que parecía reducido a la repetición o a la complicidad; la tercera fue la de César Aira que, alusivo, ensimismado, expresaba con sus primeras obras una especie de gestación, un lento madurar en la sombra de formas que podían interpretar de algún modo un tiempo difícil de entender y de aceptar.


    Que ese proceso de secreta elaboración existió lo prueba lo que produjo el episodio de las Malvinas. Muchos escribieron sobre el tema casi de inmediato, pero eso importa menos, en un recuento, que el hecho de que a partir de ahí se empieza a advertir la presencia de nuevos escritores, más dramáticos en cierto sentido, más reconcentrados y difíciles pero de ninguna manera ocasionales, como Rodolfo Fogwill, por un lado, Alberto Laiseca, por el otro, Eduardo Belgrano Rawson, Juan Pablo Feinmann, Antonio Dal Masetto, Héctor Libertella, en diferentes registros. En ese momento de cambio la imaginación se pone muy en juego y las resoluciones no son para nada desdeñables. Es un cambio, sin duda, respecto de casi una década de incertidumbre e inseguridad, que se hace más evidente después de 1984, cuando todo confluye, quienes estaban afuera regresan, quienes estaban adentro empiezan a mostrarse y, más allá de logros singulares, que los hay, la literatura argentina como cuerpo empieza a reordenarse en tendencias y opciones.


    Lo primero que se puede observar en esos momentos es la proliferación de ensayos de interpretación política e histórica. No es difícil inferir la razón: después de años confusos parece indispensable un esfuerzo de esclarecimiento acerca de las desdichas recientes, pero no en el orden de la información sino de la interpretación, mediante método y sin él, como modo de fijar posición y de atribuir responsabilidades. Y si bien la tendencia es fuerte y compromete gran parte del esfuerzo editorial atrayendo también mucho al público, se diría que el fenómeno no es nuevo: cada vez que el país se saca de encima una dictadura prospera el ensayo. Metafóricamente se diría que es un gesto que sirve para salir de un sopor.


    Tal vez en correlación con esa opción, puede decirse que hubo un rebrote de la novela política que había tenido un considerable auge en los años ´60. La saga de Osvaldo Soriano, la conversión de Perón y Evita en personajes de Tomás Eloy Martínez, el memorialismo crítico de Miguel Bonasso son algunos indicadores de la voluntad de análisis que en un momento pareció cubrir toda la literatura argentina; lo es también el culto a la obra ficcional y no ficcional de Rodolfo Walsh. En esos años de tanta ansiedad, de tanta producción, la literatura de alcance político explícito es una veta más, novedosa sin duda, pero de destino incierto. En todo caso, lo que se puede esperar es el trabajo literario sobre una politicidad indirecta, como la que circula por detrás de la novela negra y la policial, caso Feinmann, Elvio Gandolfo y Juan Sasturain.


    Pero no es lo único que sucede; es de gran interés la emergencia de escritura femenina, o de mujeres que escriben y publican más que antes y ocupan un espacio por derecho propio. No es que antes no hubiera existido esta dimensión: lo prueba la obra de Victoria y Silvina Ocampo, María Rosa Oliver, Estela Canto, Beatriz Guido, María Elena Walsh y muchas más, notables escritoras. Pero en los tiempos que corren hay una diversificación y un empuje que tiene un significado diferente, específico; aquellas formaban parte del grupo de gente que escribía, éstas se establecen en el género e intentan darle una identidad: Angélica Gorodischer, Ana María Shua, Clara Obligado, Alicia Steimberg, Vlady Kociancich, Liliana Heker, Sylvia Molloy, Griselda Gambaro.


    En los últimos años, y como prolongación de una práctica literaria de larga data, empieza a tomar cuerpo la narración de la historia, ficcionalizada, desde luego, en poco tiempo convertida en un fenómeno de mercado; quizás un punto de partida fue la inquietante pero ya remota novela de Antonio Di Benedetto, Zama, o la no menos perturbadora de Augusto Roa Bastos, Yo el Supremo (1974) o la original El entenado, de Juan José Saer (1983), que tuvieron la virtud de remozar un modo de novelar que estaba pasando por un momento triste, sobre todo a partir del triunfo de la narración de lo político inmediato o del auge de la ciencia ficción. Junto a esos textos, los de Libertad Demitrópulos, Andrés Rivera, Enrique Molina, David Viñas, Martín Caparrós, Ricardo Piglia muestran ese renovado vigor que, como se señaló, sigue alimentando las prensas argentinas. Varios escritores han hecho de este género una suerte de especialización, cuyo primer momento es de búsqueda de algún personaje secundario de la historia nacional, ligado, desde luego, a uno principal; y el segundo, la ficcionalización de sus desdichas y amores. Martha Mercader, María Esther de Miguel, María Rosa Lojo, Elsa Drucaroff entre las mujeres, y Abel Posse, Martín Kohan, Pedro Orgambide, Antonio Brailowsky entre los hombres, sostienen esta línea que es tanto una poética como la certeza de haber acertado con una necesidad editorial y de público lector.


    Cierto destape se produjo a partir de 1984: aparecieron en la escena literaria nuevos escritores, en general más apegados a la manera norteamericana de narrar y escribir que a tradiciones europeas. El fenómeno, que tuvo sus exponentes iniciales en Rodrigo Fresán, Juan Forn, Carlos Chernov, Carlos E. Feiling, Roberto Fontanarrosa, Guillermo Martínez y Matilde Sánchez, entre otros, se prolonga en Paula Pérez Alonso, Eduardo Berti, Pablo de Santis, Alejandro Manara, Eduardo Blaustein, Raúl Vieytes, por no citar sino a quienes el autor de esta nota ha podido conocer un poco más. No comparten una poética, no conforman grupos ni generaciones, en ocasiones son afortunados, ganan premios ­que por cierto no faltan y definen también el estado de la literatura y las estrategias espectaculares para atraer público­, algunos prefieren el costumbrismo urbano a la manera norteamericana, otros la veta policial, otros la fantasía de terror o científica. Para ciertos observadores, toda esta literatura merece una etiqueta, la de posmoderna, que si bien no describe mucho, en cambio, permite aplicar una categoría que parece vincular nuestro proceso con otros que, aunque tampoco merezcan tal aplicación, pueden reivindicarla con argumentos más creíbles.


    Un fenómeno más reciente, que cubre en cierto modo la sensación de crisis por la que pasa la literatura es la tendencia a incitar a personajes de cierta fama, en la televisión o en el deporte, a escribir (o hacerse escribir) sus interesantes memorias. Algunas editoriales, que descreen cada vez más de la literatura en sus formas más refinadas, esas que hicieron la gloria de Borges o la sutileza de Bioy Casares, promueven esta línea de publicaciones, cuyos productos, a veces ni siquiera demasiado legítimos en su propio universo referencial, escasamente enriquecen lo que podría ser el proceso literario nacional. Lo cual sería un aspecto a considerar ­y una catástrofe­ siempre que se siga creyendo que la literatura es una actividad decisiva o al menos importante para una cultura. Si no lo es y sólo importa el entretenimiento sin consecuencias, si la literatura no cambia nada en la vida de la gente ni en el lenguaje de una nación, se podría concluir al cabo de estos últimos treinta años que la literatura está a punto de desaparecer pero que, no obstante, todo está muy bien.