lunes, 15 de diciembre de 2025

Trumpismo en tensión: ¿hacia un presidente acorralado antes de 2026?

Las derrotas republicanas en las elecciones de 2025, las fracturas internas del partido y el desgaste del estilo Trump alimentan un escenario de lame duck prematuro, con efectos que exceden a Washington y alcanzan al tablero global y a América Latina.

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La segunda presidencia de Donald Trump comenzó con una combinación poco habitual: control republicano de la Casa Blanca, del Senado y de la Cámara de Representantes, pero con una cohesión interna frágil. La reelección de Mike Johnson como presidente de la Cámara por un margen mínimo exhibió desde el primer día una bancada oficialista atravesada por desconfianzas y vetos cruzados. Al mismo tiempo, las encuestas muestran que dos tercios de los votantes republicanos se definen como simpatizantes del movimiento Make America Great Again (MAGA), mientras una minoría significativa se mantiene distante de ese sello. Esa dualidad estructura la política interna del partido y condiciona la capacidad de gobierno del presidente.

Las elecciones estatales y locales de noviembre de 2025, con triunfos demócratas en las gobernaciones de Virginia y Nueva Jersey y en varias alcaldías relevantes, reforzaron la percepción de desgaste. Para muchos analistas en Washington, el resultado funcionó como un referéndum temprano sobre Trump 2.0 y como anticipo de unas elecciones de medio término de 2026 potencialmente adversas.

Un partido oficialista con mayoría, pero dividido

El Partido Republicano aparece hoy estructurado alrededor de dos grandes corrientes. Por un lado, el núcleo MAGA alineado de forma personalista con Trump, con fuerte presencia en redes sociales y medios conservadores. Por otro, un sector más tradicional, inquieto por el costo electoral de las posiciones más radicales en temas como aborto, política migratoria o apoyo irrestricto a Israel. Estudios recientes describen a una fuerza “partida en dos”: trumpistas leales y republicanos que aún se reconocen en la ortodoxia conservadora previa a 2016.

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Esta fisura no es teórica. Las discusiones sobre la política hacia Israel y Gaza, con el enfrentamiento entre la Heritage Foundation y sectores MAGA más nacionalistas, exteriorizaron un conflicto ideológico y moral dentro del campo trumpista. A ello se suman tensiones por la publicación de nuevos documentos vinculados al caso Jeffrey Epstein, asunto que algunos influyentes comentaristas de derecha exigen esclarecer incluso si implica incomodar a figuras cercanas al presidente.

El resultado es un oficialismo que controla el aparato institucional, pero que discute en público buena parte de su agenda. La amenaza de bloqueos legislativos o de rebeldías puntuales en la Cámara y el Senado limita la capacidad de la Casa Blanca para imponer reformas de mediano plazo.

Elecciones de 2025: primeras señales de fatiga electoral

Las votaciones de 2025 ofrecieron la primera fotografía electoral de la era Trump 2.0. Los demócratas retuvieron Nueva Jersey, recuperaron Virginia y avanzaron en ciudades clave como Nueva York, donde emergieron candidatos con plataformas críticas de la política exterior de la Casa Blanca.

Más allá del mapa puntual, el mensaje central se relaciona con el voto suburbano y urbano, decisivo en los comicios de 2020 y 2024. En esos segmentos, las encuestas muestran una fatiga creciente frente al estilo confrontativo de Trump y preocupación por la inestabilidad generada por conflictos como el cierre parcial del gobierno federal y las batallas en la Corte Suprema sobre la legalidad de los aranceles globales.

Si se proyecta esa tendencia hacia 2026, el riesgo para los republicanos es claro: una economía que no logra consolidar una desaceleración de la inflación sin deteriorar el empleo, sumada a conflictos internos en el partido y a escándalos colaterales, podría facilitar una ola de voto castigo en distritos competitivos. El rediseño agresivo de los mapas electorales, en el marco de la guerra de redistribución de distritos entre Texas y California, puede atenuar el impacto, pero no neutralizarlo por completo.

El escenario de una derrota en 2026

Un revés significativo en las elecciones de medio término —por ejemplo, la pérdida de uno de los dos cuerpos del Congreso— transformaría a Trump en un presidente debilitado durante la segunda mitad de su mandato. En la tradición política estadounidense, ese estado se conoce como lame duck: un mandatario que conserva el cargo, pero ve recortada su capacidad de fijar agenda y negociar paquetes legislativos de envergadura.

Incluso sin una derrota total, una reducción importante de la mayoría republicana, combinada con una oposición demócrata envalentonada y un bloque republicano moderado dispuesto a negociar, podría bloquear iniciativas clave de la Casa Blanca. Entre ellas, la renovación de los recortes impositivos de la era Trump, la consolidación de la agenda regulatoria diseñada por asesores como Russell Vought para reestructurar la burocracia federal y una política comercial basada en aranceles unilaterales.

Un Congreso fragmentado, con incentivos para investigar al Ejecutivo y para limitar su margen de maniobra, también podría recalibrar la política exterior. Los debates sobre el financiamiento de la ayuda militar a aliados, el peso del Congreso en la aprobación de acuerdos comerciales y el control sobre las sanciones económicas ganarían centralidad.

Un Trump lame duck y la política mundial

La política exterior estadounidense se ha visto cada vez más condicionada por la polarización interna. Diversos centros de estudio anticipan que la crisis del multilateralismo podría llegar a un punto crítico si los liderazgos personalistas profundizan el desgaste de los mecanismos de cooperación internacional.

En un escenario de Trump debilitado, podrían observarse dos movimientos simultáneos. Por un lado, la Casa Blanca tendría incentivos para recurrir a gestos unilaterales —en comercio, seguridad o clima— que permitan recuperar apoyo entre su base sin necesidad de pasar por el Congreso. Por otro, aliados y competidores interpretarían esa debilidad como una razón para ganar autonomía estratégica, diversificar alianzas y postergar compromisos que dependen de la continuidad de la agenda trumpista.

Europa probablemente reforzaría la búsqueda de capacidades de defensa propias, más allá del paraguas de la OTAN, ante la posibilidad de cambios abruptos en el soporte estadounidense. En Asia, las potencias regionales acelerarían sus planes de reconfigurar cadenas de suministro y acuerdos tecnológicos, conscientes de que Washington podría alternar fases de repliegue y de presión arancelaria sin demasiada previsibilidad.

Lo que podría significar para América Latina

Para América Latina, un Trump lame duck implica un escenario de menor atención estratégica, pero de alta sensibilidad económica. La región ya se encuentra atravesada por la competencia entre Estados Unidos y China en áreas como energía, minerales críticos y tecnologías digitales. Un presidente debilitado, con margen reducido en el Congreso, podría concentrarse en decisiones de corto plazo: aranceles selectivos, sanciones puntuales o presiones migratorias, más que en acuerdos de largo aliento.

En materia comercial, no resulta descartable una mayor utilización de medidas unilaterales sobre acero, aluminio o productos agroindustriales, en función de necesidades políticas internas. Al mismo tiempo, la falta de una agenda hemisférica articulada abriría espacio para que Pekín y, en menor medida, Moscú intensifiquen su presencia financiera, tecnológica y militar en la región.

En el terreno político, los liderazgos populistas de derecha que tomaron a Trump como referencia enfrentarían un dilema. Un primer grupo podría radicalizar su discurso contra las élites globales, presentando al presidente estadounidense como víctima de un sistema hostil, lo que reforzaría narrativas de confrontación con los medios, la justicia y los organismos internacionales. Otro sector, más pragmático, podría tomar distancia y buscar equilibrios con administraciones demócratas en el Congreso o con la Unión Europea, en busca de financiamiento y acuerdos comerciales.

Para los gobiernos latinoamericanos de orientación progresista, un Trump debilitado abriría ventanas de oportunidad en clima, energía y migración, siempre que logren articular posiciones comunes y negociar con un Congreso estadounidense más receptivo a agendas multilaterales. Sin embargo, la volatilidad seguirá elevada: un Ejecutivo en modo permanente de campaña, sumado a una oposición que también piensa en la elección presidencial siguiente, convierte cada decisión de Washington en un factor de incertidumbre.

En síntesis, la combinación de un Partido Republicano dividido, señales de fatiga electoral en 2025 y la posibilidad de una derrota parcial en 2026 configura un escenario en el que el segundo mandato de Trump podría quedar condicionado antes de tiempo. Para el resto del mundo —y para América Latina en particular— el desafío será gestionar esa inestabilidad sin perder de vista que, aun con un presidente lame duck, el trumpismo y su agenda seguirán presentes en la política estadounidense más allá del actual mandato.

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