La economía de la conducta versus teorías tradicionales

    “La teoría neoclásica conceptualizaba el ámbito del
    homo oeconomicus como anticonductista. En verdad –señalaba Thaler–,
    esa escuela ha venido ignorando a los sociólogos y los psicólogos
    sociales”. A su criterio, la economía neoconductista resulta de
    evidencias empíricas contrarias a la racionalidad absoluta y sus escenarios.
    Por consiguiente, la nueva disciplina intenta detectar diferencias entre conductas
    y modelos convencionales, para demostrar cómo afectan a los contextos
    económicos.
    “Muchos académicos postulan –apuntaba Mullainathan– que
    las fuerzas del mercado (competencia, arbitraje), combinadas con la evolución,
    debieran generar el marco descripto en los textos. Donde, por ende, sólo
    sobrevivan los agentes racionales”. Como ejemplo, el teórico apela
    a una actitud humana: “El agente A decide hacerse neoconductista, porque
    espera ganar dinero o encuentra esta escuela más interesante o no quiere
    molestarse en estudiar matemáticas”.
    Su decisión será, pues, “un error en cualquier contexto racional.
    Entonces ¿cómo operarán las fuerzas del mercado? Haciéndole
    perder dinero, pero sin reducirlo a la indigencia, de modo que –si es obstinado–
    insistirá en el conductismo… contra su propio interés. Ello
    demuestra que los mercados, de por sí, no resuelven ciertos problemas.
    Crean incentivos para un cambio de conducta, pero no lo fuerzan”.
    En lo atinente al arbitraje, Thaler apunta que, en el caso presentado, “ni
    siquiera tiene oportunidad. Suponiendo que un árbitro inteligente esté
    observando las decisiones de A, ¿cuál será su apuesta?
    Ninguna. Igual situación se daría si A optase por ahorrar poco
    para la jubilación o comprar una computadora inadecuada”. Lógicamente,
    los actos espontáneos o irracionales no dan lugar al arbitraje.
    En este punto, los propios neoclásicos admiten que, en la actualidad,
    también los mercados financieros les imponen límites al arbitraje.
    Primero, porque –en presencia de inversores irracionales– el operador
    puede ganar yendo en dirección equivocada y no en la correcta. Segundo,
    porque el arbitraje lleva inherentes riesgos (eso explica las coberturas derivativas,
    por ejemplo) y límites. A ello debe añadirse que, en la práctica,
    la mayoría de árbitros maneja fondos ajenos y debe rendir cuentas
    periódicamente. “En un mundo aparentemente racional –reflexionaba
    Thaler–, el arbitraje también sufre severos constreñimientos”.
    En verdad, desastres como Baring Securities en 1995 o Long-Term Capital Management
    Fund en 1998 demuestran que “los mercados por sí solos no pueden
    tornar racionales a todos los agentes económicos. Queda, pues, la evolución.
    Pero un viejo argumento darwinista –recuerda Mullainathan– dice que
    quienes fracasan quedan excluidos de la cadena evolutiva. Lo malo es que esto
    puede explicar tanto los excesos de confianza como lo contrario”. Hasta
    cierto punto, el caso Nicholas Leeson en el sudeste asiático y, en esa
    misma región, el pésimo manejo de la crisis sistémica 1997-8
    por parte del FMI les dan la razón a los neoconductistas.
    El arsenal neoclásico tiene un argumento final: quien cometa el mismo
    error continuamente acabará por escarmentar y se enmendará. Pero
    “tampoco eso resiste el escrutinio. Por un lado, nuestros experimentos
    indican que a menudo el escarmiento implica un horizonte de tiempo infinito.
    Por el otro, los juegos estratégicos, como medios de aprendizaje, convalidan
    aquel aserto de John Maynard Keynes: todos estaremos muertos en el largo plazo”.

    Límites del homo oeconomicus

    En opinión de los neoconductistas, “los modelos convencionales de
    comportamiento humano incluyen por lo menos tres rasgos irreales: racionalidad,
    fuerza de voluntad y egoísmo absolutos. Ninguno lo es”. Un precursor,
    Herbert Simon (1955) criticaba modelos basados en “agentes económicos
    perfectamente informados y capaces”. En otras palabras, los que luego postularía
    Robert Lucas, campeón de las expectativas racionales.
    Simon propuso el término “racionalidad restringida” (bounded
    rationality) y, 15 años después, John Conlisk afirmaba: “Negarse
    a extrapolarla es cosa de malos economistas. Dado que la capacidad mental y
    el tiempo tienen límites, no es posible que la gente resuelva siempre
    bien los problemas complejos. Pero los modelos convencionales ignoran esas restricciones”.

     

    Dos preguntas
    claves

    Según neoclásicos
    y estructuralistas, las decisiones se adoptan en función de alternativas,
    resultados presumibles y expectativas de ganancia. Pero neoconductistas
    extrapolan la “racionalidad restringida”, que presupone modelos
    donde se tienen en cuenta limitaciones de conocimiento y capacidad cognitiva.
    Eso es clave en la nueva economía conductista y se trasunta en
    dos preguntas fundamentales. Ambas hacen al comportamiento racional:
    A – ¿Los postulados sobre máximo rédito
    reflejan cabalmente la conducta real?

    B – ¿Las personas siempre buscan, subjetivamente,
    el mayor provecho posible?

    A partir de las investigaciones de Herbert Simon (1987), las respuestas
    neoconductistas son negativas, pero ello no significa adoptar la postura
    opuesta. En buena medida, porque se han adoptado planteos metodológicos
    que no excluyen, sino que complementan, los modelos convencionales de
    tipo estadístico o econométrico.
    Por ejemplo, los experimentos encarados por el neoconductismo económico
    aportan datos concretos y permiten saber más acerca de los verdaderos
    procesos de decisión personales (subjetivos).


    Juicio y racionalidad suelen divergir de muchas maneras: exceso de confianza,
    optimismo o pesimismo exagerados o, como apunta Thaler, “evaluaciones basadas
    en elementos superficiales u obvios. Al respecto, la prospectiva es un buen
    ejemplo, pues abarca tres componentes: 1) adaptación a cambios en la
    riqueza, no a su cuantía en sí; 2) noción de que se siente
    más una pérdida que una ganancia; y 3) ambas se sienten menos
    al pasar el tiempo”.
    Los neoclásicos postulan que el homo oeconomicus acaba seleccionando
    un equilibrio óptimo entre pérdidas y ganancias. Los neoconductistas
    creen, por el contrario, que una persona real tal vez sepa qué opción
    es mejor, pero a veces no la ejercerá por razones de autocontrol o porque
    los hombres (aun los economistas) suelen dilatar decisiones. En último
    término, la gente es egoísta y, por ende, los economistas resaltan
    al egoísmo como móvil primario.

    ¿Mercados versus racionalidad?

    Unos 20 años atrás, los economistas no hubiesen vacilado: los
    mercados de valores eran dominio de la racionalidad neoclásica. Conceptos
    e instrumentos conductistas no tenían espacio en ese universo. “Por
    supuesto, los límites al arbitraje en los mercados de riesgo no se percibían
    o entendían bien”, puntualizaba Thaler en los debates de Cape Cod.
    Aludiendo a Lucas (Nobel 95), Henry Markowitz, Merton Miller, William Sharpe,
    Robert Merton y Myron Scholes (matemáticos que compartieron los Nobel
    90 y 97), el expositor dijo que “durante mucho tiempo ha reinado la hipótesis
    de los mercados perfectos. Pero, ya en el siglo XXI, los mejores aportes a la
    comprensión de los mercados provienen de la economía neoconductista”.
    Según esta escuela, mediaron dos factores claves. Primero, la economía
    financiera y las hipótesis del mercado perfecto generaban proyecciones
    sobre fenómenos y variables observables. Segundo, ahora hay más
    datos disponibles para verificar esas predicciones y se dan situaciones peculiares.
    En el plano bursátil, por ejemplo, el modelo del mercado eficiente presupone
    que los precios son “correctos”, en cuanto reflejan la capitalizacion
    (valor) racional de un título. En algunos casos, esto es una petición
    de principios, porque no hay valores intrínsecos observables. No obstante,
    en otros casos las hipótesis pueden probarse comparando dos activos cuyos
    valores intrínsecos se conocen. Especialmente si se trata de “siameses”,
    o dos acciones del mismo grupo, cotizadas en bolsas diferentes.
    Existe un caso típico: Royal Dutch Shell, cuando el ala petrolera (Dutch)
    cotizaba en Amsterdam/Nueva York y la transportista (Shell) en Londres. En cualquier
    modelo racional y descontando diferenciales cambiarios, las acciones debían
    reflejar la composición misma del grupo (60% Dutch, 40% Shell). Pero
    no sucedió así y, a fines de 1997, la relación se desviaba
    más de 35% respecto de lo “normal”. Costos transaccionales
    e impuestos no alcanzaban para explicar la disparidad.
    “El ejemplo demuestra que los precios divergen de sus valores intrínsecos
    porque el arbitraje tiene límites”, subrayaba Thaler. “Algunos
    inversores tratan de explotar este desajuste, comprando el papel más
    barato y vendiendo el más caro. Pero esto no era seguro, como lo descubrieron
    tantos fondos de cobertura a mediados de 1998, pues la anomalía Dutch-Shell
    violaba un principio básico: la ley del precio único. El principio
    opuesto, en el modelo racional, es el de impredictibilidad: en un mercado eficiente,
    no es posible pronosticar futuras oscilaciones basándose en datos conocidos
    por todos. El acceso a datos privilegiados no es un factor racional, sino aleatorio.
    ¿Dónde deja lo anterior al inversor físico? Un estudio
    conductista de 1985 trata de explicarlo apoyándose en evidencias empíricas,
    según las cuales la gente tiende a subestimar datos previos cada vez
    que evalúa datos nuevos. Esto lleva a una hipótesis: si los inversores
    se comportan de esa manera, las acciones firmes durante años alcanzarán
    eventualmente precios demasiado altos. ¿Por qué? Porque, a cada
    suba, la gente sobrerreaccionará al nuevo dato comprando y, por tanto,
    inflando la cotización. Por iguales razones, los papeles flojos acabarán
    a precios insignificantes.
    Estas conclusiones llevan a un corolario: en el futuro, las ganadoras del pasado
    se apreciarán en demasía respecto del mercado y los perdedores
    quedarán muy por detrás del promedio. Pero, como se subrayó
    en los debates de Cap Cod, series estadísticas que cubren 35 acciones
    cotizadas en el principal panel de Wall Street (Nyse) durante el quinquenio
    1993-7 contradicen a los conductistas. En efecto, indican que los papeles de
    peor comportamiento (perdedores) superan la media del mercado en el quinquenio
    siguiente (1998-2002). A su vez, los ganadores del primer lapso se convierten
    en perdedores del segundo.
    Naturalmente, otros estudios han detectado “violaciones a la impredictibilidad”
    de patrón opuesto, pues muestran subreacción en lugar de sobrerreacción.
    Por tanto, pueden esgrimirse para cuestionar tanto la teoría de los mercados
    eficientes como los esquemas neoconductistas. Al respecto, Thaler recordó
    que “por sus características, nos centramos aquí en los mercados
    de riesgo [el expositor insiste en llamarlos “financieros”], pero
    eso no significa que el conductismo no se aplique a otros dominios”.
    En el campo jurídico “hemos comprobado la influencia de factores
    en apariencia irrelevantes sobre las decisiones de un jurado”. También
    en el área de las finanzas empresariales, “a menudo los managers
    compran un activo o diversifican su línea de productos porque confían
    demasiado en la firma o en sí mismos. Ambas formas de conducta poco racional
    explican la desordenada ola de fusiones y adquisiciones en el sector telecomunicaciones,
    en 1999-2001, que ha puesto en crisis a vastos conglomerados”. M

     

    ¿Quiere
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    En la sección “Los grandes debates económicos” del
    sitio de MERCADO, podrá acceder a documentos vinculados con el tema.
    http://mercado.com.ar/grandesdebates/