El documento presentado por IDEA en su 61° Coloquio —bajo el lema “Juega Argentina”— es, sin duda, una de las expresiones más consistentes del pensamiento empresarial contemporáneo. En sus más de cien páginas, el texto diagnostica con precisión quirúrgica los problemas estructurales del país: presión tributaria excesiva, rigidez laboral, burocracia, debilidad institucional y atraso en innovación. El análisis es correcto. Lo que está en discusión no son los síntomas, sino la interpretación de sus causas y, sobre todo, el sentido político de las soluciones.
La primera premisa del informe es que la competitividad depende de una macroeconomía ordenada, instituciones previsibles y un Estado eficiente. Pero, ¿qué tipo de Estado se imagina el empresariado argentino? ¿Uno reducido al equilibrio fiscal o uno capaz de impulsar el desarrollo y la inclusión? En un país donde casi la mitad de los trabajadores es informal y más del 40% de los jóvenes no finaliza el secundario, reducir el debate a la simplificación tributaria y la modernización laboral parece insuficiente. La competitividad no es solo una cuestión de costos: es, sobre todo, una cuestión de capacidades.
El documento enfatiza la necesidad de “bajar el costo argentino”, eliminar impuestos distorsivos y flexibilizar el mercado laboral. Es cierto que la estructura impositiva desalienta la inversión y que la litigiosidad laboral se ha convertido en un laberinto costoso. Pero la pregunta central quizás es otra: ¿qué se hará con los recursos que hoy se asignan ineficientemente? ¿Cómo se reconstruirá un sistema educativo, científico y tecnológico que permita que las empresas sean innovadoras y los trabajadores productivos?
Se invoca el concepto de innovación como un valor cultural, apelando a la audacia empresarial. Pero el problema argentino no es la falta de talento, sino la falta de un ecosistema que lo retenga. Los países que lograron desarrollarse —desde Corea hasta Israel— no lo hicieron apelando a la “mentalidad innovadora” de sus empresarios, sino a partir de políticas públicas deliberadas que unieron inversión privada con estrategia estatal. ¿Puede existir innovación genuina en un país donde la inversión en ciencia apenas roza el 0,5% del PBI y donde las universidades sobreviven con presupuestos congelados?
La visión tributaria del documento también merece una reflexión. Se propone reducir la evasión y eliminar impuestos que “distorsionan la producción”. Pero evita plantear una cuestión clave: ¿cómo se logrará equilibrio fiscal sin afectar la provisión de bienes públicos esenciales? En otras palabras, ¿qué Estado quiere financiar el empresariado como parte de la sociedad en su conjunto? Un sistema impositivo eficiente no solo debe ser simple: debe ser justo. No se trata únicamente de cobrar menos, sino de cobrar mejor.
Tampoco alcanza con reclamar previsibilidad judicial para atraer inversiones. La falta de confianza no se debe únicamente a la lentitud de los tribunales, sino a la fragilidad del Estado de derecho en su conjunto. Cuando las normas cambian con cada gobierno, o cuando el poder político coloniza organismos de control, la incertidumbre se vuelve sistémica. ¿Qué mecanismos se deben establecer para blindar esas instituciones frente a la discrecionalidad del poder? La digitalización de la justicia o la selección meritocrática de jueces son avances necesarios, pero no suficientes si no se reconstruye la legitimidad de las reglas.
El capítulo laboral es uno de los más sensibles. El documento sostiene que los altos costos no salariales desalientan el empleo formal y propone modernizar los convenios colectivos. Es cierto que la legislación laboral argentina se ha vuelto obsoleta frente a las nuevas formas de trabajo. Pero reducir el problema a una cuestión de costos ignora una realidad más profunda: la informalidad es también consecuencia de la fragmentación productiva, del predominio de microempresas y de la ausencia de crédito y tecnología. ¿Puede resolverse la informalidad sin políticas industriales que integren a las pymes en cadenas de valor y sin una educación técnica acorde al siglo XXI?
El diagnóstico de IDEA acierta en lo económico, pero se detiene antes de entrar en el terreno político. Y es allí donde la competitividad se define. Los países que lograron transformar sus estructuras productivas —desde Chile hasta Irlanda— lo hicieron a partir de acuerdos amplios y sostenidos, no de recetas técnicas aisladas. La Argentina carece de ese contrato social. Mientras no exista un consenso básico sobre el tipo de desarrollo que se persigue, cada reforma quedará expuesta a la próxima alternancia electoral.
El Coloquio, fiel a su tradición, invita al empresariado a “salir a jugar”. Pero el desafío no consiste solo en jugar mejor, sino en redefinir las reglas del juego. La productividad no se recuperará solo con eficiencia contable, sino con legitimidad política. Sin un horizonte compartido entre Estado, empresas y trabajadores, la competitividad seguirá siendo un ideal estadístico.
Quizá la verdadera pregunta que deja el documento no sea cómo reducir el costo argentino, sino cómo construir valor argentino. Qué tipo de sociedad queremos que surja de esa eficiencia que se busca: una que compita bajando impuestos y salarios, o una que compita creando conocimiento y oportunidades.
Si el siglo XX argentino se perdió en la discusión sobre el reparto, el siglo XXI podría perderse en la discusión sobre los costos. Recuperar la competitividad exige algo más que disciplina fiscal: exige propósito. Y ese propósito no puede definirse sin un diálogo honesto entre el sector privado y la sociedad. Solo entonces la Argentina podrá, verdaderamente, “salir a jugar”.












