lunes, 8 de diciembre de 2025

Soft power: la gran ventaja que EE.UU. está dejando escapar

Hollywood, Silicon Valley y las universidades fueron durante décadas el motor del poder blando norteamericano. Hoy, la polarización interna y el aislacionismo presidencial amenazan con desdibujar ese activo estratégico.

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En política internacional, el poder no siempre se mide en tanques ni en reservas de oro. La capacidad de un país para atraer y persuadir —lo que Joseph Nye bautizó en los años noventa como soft power— ha sido, durante décadas, el activo más duradero de Estados Unidos. La victoria en la Guerra Fría no se explicó solo por la carrera armamentista, sino también por Hollywood, la música, las universidades y el prestigio de una democracia que servía de modelo.

Hoy, ese poder blando atraviesa su momento de mayor fragilidad. El segundo mandato de Donald Trump, con su impronta nacionalista y su desprecio por el multilateralismo, acelera una tendencia que ya venía erosionando la influencia norteamericana: la percepción de que Estados Unidos ya no es una nación confiable, sino un socio imprevisible.

El concepto y su historia

Nye introdujo el término soft power en 1990 para describir la capacidad de un país de lograr sus objetivos mediante la atracción cultural, la diplomacia y los valores compartidos, en contraste con el hard power de la coerción militar y económica. Era, en definitiva, el poder de convencer más que de imponer.

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La historia del siglo XX mostró la eficacia de este enfoque. Mientras la Unión Soviética invertía en arsenales, Estados Unidos expandía universidades, fomentaba becas para estudiantes extranjeros, creaba narrativas culturales globales y mostraba al mundo una democracia abierta. Esa combinación —fuerza militar y poder de atracción— fue decisiva en el desenlace de la Guerra Fría.

Trump y la desconfianza global

La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, primero en 2017 y ahora con su regreso en 2025, supuso una ruptura con esa tradición. La consigna de America First se tradujo en la retirada de tratados internacionales, cuestionamiento de alianzas históricas como la OTAN, ataques a la prensa y un estilo personal que combina desdén por las instituciones y exaltación de la fuerza unilateral.

Esa actitud debilitó el atractivo cultural y político de Estados Unidos. El país que alguna vez fue faro de estabilidad comenzó a proyectar una imagen de división interna y erraticidad externa. El mundo observó atónito cómo el Congreso era asaltado en enero de 2021, cómo los jueces y periodistas eran señalados como enemigos y cómo las decisiones de política exterior dependían más de cálculos electorales que de estrategias de Estado.

El segundo mandato no ha revertido esa dinámica. Por el contrario, la ha profundizado. Trump desconfía de los organismos multilaterales y privilegia acuerdos bilaterales donde pueda exhibir ventajas inmediatas. Esa lógica erosiona la credibilidad norteamericana como garante de un orden global basado en reglas.

La competencia con China

El deterioro del poder blando estadounidense coincide con la expansión del de China. Pekín invierte en universidades, medios de comunicación y proyectos culturales para proyectar una imagen de potencia moderna. Su Iniciativa de la Franja y la Ruta no solo construye infraestructura: también construye lealtades.

Mientras Washington se concentra en sanciones y restricciones tecnológicas, China ofrece financiamiento sin condiciones políticas explícitas. Países de África, Asia y América Latina perciben a Pekín como un socio pragmático, aunque sea autoritario. El contraste es notorio: Estados Unidos aparece cada vez más como una potencia imprevisible; China, como un actor calculador y consistente.

La paradoja de la democracia estadounidense

Lo paradójico es que el mayor obstáculo para el poder blando norteamericano no proviene del exterior, sino del interior. La polarización política, las dudas sobre la legitimidad de los procesos electorales y la persistente violencia doméstica han deteriorado la imagen de Estados Unidos como modelo de democracia estable.

Durante décadas, estudiantes de todo el mundo aspiraban a formarse en Harvard o Stanford porque representaban excelencia y libertad de pensamiento. Hoy, si bien esas universidades mantienen prestigio, el entorno político del país transmite incertidumbre. El debate sobre el aborto, la migración, los derechos de las minorías y la violencia armada proyecta al mundo una sociedad fracturada.

Nye advierte que un país no puede sostener poder blando si no inspira respeto. Y el respeto se construye no solo con cultura pop y universidades, sino con instituciones sólidas y coherencia internacional.

Las consecuencias para América Latina

En este escenario, América Latina enfrenta una doble paradoja. Por un lado, el debilitamiento del poder blando estadounidense abre espacio para que otras potencias —China y, en menor medida, Rusia— incrementen su influencia cultural, mediática y diplomática en la región. Por otro lado, la persistente relación económica con Estados Unidos y la diáspora latina en el norte mantienen una interdependencia difícil de reemplazar.

Argentina, por ejemplo, mira hacia China para colocar soja y litio, pero sigue dependiendo de Estados Unidos para el acceso al crédito internacional y la relación con organismos multilaterales. En este delicado equilibrio, la erosión del poder blando estadounidense obliga a la región a negociar con mayor pragmatismo, pero también con más incertidumbre.

La pérdida de la “autoridad moral”

Una de las grandes fortalezas históricas de Estados Unidos fue su autoridad moral: la idea de que, más allá de sus intereses, representaba valores universales como la libertad y los derechos humanos. Esa narrativa permitió a Washington liderar coaliciones internacionales y ganar legitimidad en conflictos globales.

Hoy, esa autoridad se encuentra debilitada. Cuando Trump cuestiona elecciones, ataca a la prensa o persigue opositores internos, resulta difícil para su gobierno presentarse como defensor de la democracia en otros continentes. El poder blando se basa en la coherencia: si un país no predica con el ejemplo, pierde capacidad de atracción.

La oportunidad perdida

El poder blando no es un recurso que se gasta con el uso; se gasta con el abuso. Estados Unidos podría haber fortalecido su influencia global mediante la cooperación en vacunas durante la pandemia, el liderazgo en la transición energética o la defensa del multilateralismo. En cambio, el giro hacia el aislacionismo y la confrontación ha debilitado esa posición.

La oportunidad perdida es también estratégica: sin poder blando, incluso el poder militar pierde eficacia. Un país que inspira confianza necesita menos armas para lograr sus objetivos. Un país que despierta recelo debe compensar con más coerción.

¿Un recurso recuperable?

Nye sostiene que el poder blando es recuperable si Estados Unidos reencuentra su vocación democrática y multilateral. La cultura, la innovación tecnológica, las universidades y la apertura de su sociedad siguen siendo activos formidables. El desafío es que la política los acompañe.

La pregunta es si, en la era Trump, esa recuperación es posible. La tendencia actual apunta a lo contrario: más nacionalismo, menos cooperación, más uso del poder duro en detrimento de la persuasión.

El futuro del poder blando americano está en entredicho. La atracción cultural y diplomática que alguna vez le permitió liderar al mundo se erosiona por divisiones internas, inconsistencias internacionales y un liderazgo presidencial que privilegia la confrontación sobre la cooperación.

La lección es clara: un país no puede sostener su influencia global solo con armas o sanciones. La legitimidad se construye con instituciones, valores y coherencia. Estados Unidos aún posee los recursos para recuperar ese prestigio, pero cada día de desgaste lo aleja un poco más de aquel faro que iluminó la segunda mitad del siglo XX.

 

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