A la espera de la gran crisis global

    Fue un susto que duró una semana, a principios de marzo. El derrumbe
    bursátil ocurrido en todo el mundo hizo temer que estábamos frente
    a la catástrofe global tantas veces pronosticada. Por esta vez, zafamos.
    Cuando las cosas se tranquilizaron, aparecieron las explicaciones de los ajustes
    correctivos y otras de la misma índole. Pero el fantasma de una crisis
    sistémica mundial no ha desaparecido.
    Por eso es más oportuno que nunca este texto. Kenneth Rogoff, fue consejero
    económico y director del Departamento de Investigación del FMI
    entre 2001 y 2003. Volvió a su cátedra en la Universidad de Harvard,
    y se ha convertido en un prolífico y polémico ensayista. Aquí
    expone –en versión condensada– los peligros de creer que
    ya no existe riesgo de una futura crisis financiera que sacuda al planeta.
    Hace apenas unos años los principales economistas del mundo se desvivían
    por diseñar planes grandiosos para cambiar la arquitectura financiera
    del mundo. Hablaban de nuevas instituciones financieras, de una ley internacional
    de quiebra soberana, de un organismo internacional para asegurar los depósitos
    y hasta de un banco central global.
    Otros planes algo más modestos (el mío entre ellos) reclamaban
    simplemente la reestructuración total de las dos grandes instituciones
    financieras multinacionales existentes, el Fondo Monetario Internacional y el
    Banco Mundial.
    Sin embargo, en los dos últimos años todo eso desapareció.
    La comunidad internacional parece plácidamente convencida de que la estabilidad
    macroeconómica combinada con innovación financiera a escala nacional
    ha obviado la necesidad de hacer modificaciones al sistema. No importa que la
    tenencia de activos haya trepado a US$ 60.000 billones (casi 120% del producto
    bruto del globo). No hay nada que no puedan resolver los mercados.
    ¿Podrán los mercados manejar una repentina recesión en
    India o China? ¿Qué pasaría si una bomba atómica
    arrojada sobre una ciudad de Estados Unidos provocara una estampida de los activos
    depositados en ese país? ¿O si de pronto los inversores internacionales
    se cansaran de seguir financiando el déficit de cuenta corriente estadounidense?
    ¿O si se desatara una pandemia de gripe aviar?
    La cooperación de los bancos centrales del mundo ha mejorado mucho en
    los últimos años, especialmente la que se da en el seno del Banco
    de Pagos Internacionales de Basilea. Pero los bancos centrales tienen instrumentos
    muy limitados para contener una suba de la volatilidad, especialmente cuando
    ésta es inducida por problemas geopolíticos.
    Es cierto que tampoco se sabe si alguno de aquellos grandes planes prepararía
    mejor a la economía mundial para superar catástrofes. El gran
    plan casi siempre es demasiado simplista, sobre todo cuando sólo existe
    en el papel.


    Kenneth Rogoff.

    Coordinación e innovación
    En términos generales, al mundo le va mejor cuando opta por métodos
    más orgánicos que coordinan la competencia entre instituciones
    nacionales, legales y de regulación. Si se confiere demasiado poder a
    una sola institución de regulación global, se corre un serio peligro
    de sofocar la innovación.
    Pero que los planes grandiosos sean a veces demasiado simplistas no quiere decir
    que debamos pasar por alto los problemas que se proponían remediar. Los
    capitales internacionales una vez más están fluyendo hacia los
    mercados emergentes. ¿Qué va a pasar la próxima vez que
    se produzca una crisis de deuda soberana? ¿Serán suficientes las
    tímidas modificaciones introducidas, por ejemplo, en los contratos de
    deuda?
    El problema actual es que los organismos multilaterales de crédito son
    cada día más irrelevantes en un mundo donde la creciente deuda
    privada eclipsa el financiamiento oficial.
    El FMI está reconsiderando su papel y su función. En principio,
    debe decidir cómo va a financiar sus actividades de vigilancia y asistencia
    técnica en un período en que sus ingresos por préstamos
    se han reducido.
    Aunque la comparación parezca algo injusta, la actividad del Fondo en
    los últimos años trae a la memoria un viejo chiste que solía
    hacerse sobre las Naciones Unidas: “Cuando hay una disputa entre dos naciones
    pequeñas, interviene la ONU y la disputa desaparece. Cuando hay una disputa
    entre una nación pequeña y una grande, interviene la ONU y la
    nación pequeña desaparece. Cuando hay una disputa entre dos grandes
    naciones, desaparece la ONU”.
    Afortunadamente el FMI todavía no se esconde, aunque a algunos de los
    grandes jugadores no les guste lo que dice. El director gerente de la entidad,
    el español Rodrigo Rato, insiste en que China, Estados Unidos, Japón,
    Europa y los principales exportadores de petróleo (hoy la mayor fuente
    de capital nuevo) adopten todos medidas concretas para aliviar el riesgo de
    una crisis. Tales medidas podrían incluir más flexibilidad de
    la tasa de cambio en China y tal vez el compromiso de Estados Unidos de restringir
    su gasto fiscal. Los exportadores de petróleo podrían prometer
    aumentar el consumo, lo cual elevaría sus importaciones. Japón
    podría prometer no recurrir más a la intervención para
    impedir que se aprecie su moneda.

    Problemas comerciales y económicos
    Por lo pronto, la última ronda de negociaciones de la Organización
    Mundial del Comercio fue catastrófica. Europa, Japón y Estados
    Unidos no aceptaron desarticular los poderosos grupos que presionan por mantener
    los subsidios al campo. La consecuencia, trágica, es que algunos de los
    países más pobres del mundo no pueden exportar sus productos agrícolas,
    una de las pocas áreas donde podrían competir con pesos pesados
    como China o India. Pero la propuesta de Rato –corregir los desequilibrios
    globales– puede ser un método pensado para que todos ganen. Las
    mismas políticas para corregir los desequilibrios comerciales contribuirían
    a solucionar problemas económicos nacionales.
    Por ejemplo, China necesita una tasa de cambio más fuerte para detener
    la maniática inversión en el sector exportador; así reduciría
    el riesgo de un colapso estilo década del 90. En Estados Unidos, elevar
    el impuesto a la gasolina u otros combustibles fósiles no sólo
    mejoraría las finanzas del Gobierno sino que además sería
    una buena manera de comenzar a hacer algo para detener el calentamiento global.

    En Japón, los tecnócratas del Banco Central podrían manejar
    mucho mejor su economía si abandonaran las técnicas intervencionistas
    para controlar la tasa de cambio y adoptaran los métodos más modernos
    que usan la Reserva Federal de Estados Unidos y el Banco Central Europeo.
    En Europa, la recaudación impositiva debería comenzar a subir
    aun sin recurrir a mayores impuestos, así no se estrangularía
    la naciente recuperación del continente. Arabia Saudita, con sus abundantes
    ingresos petroleros, podría aprovechar la oportunidad para reforzar la
    imagen del país como ancla de la estabilidad financiera del globo.
    El año pasado, Estados Unidos tomó US$ 800.000 millones en préstamos
    para financiar su déficit comercial. Por increíble que parezca,
    Estados Unidos absorbe actualmente casi dos tercios de todos los ahorros netos
    del mundo, una situación sin precedentes en la historia.

    ¿Aterrizaje suave?
    Si bien esta orgía podría tener un final tranquilo como cree el
    presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, muchos de
    los líderes financieros del mundo temen un desenlace más violento
    que podría provocar una fuerte depreciación del dólar y
    posiblemente cosas mucho peores. Por cierto, si los políticos no hacen
    algo, no es difícil imaginar una profunda recesión global o incluso
    una devastadora crisis financiera. Aunque es probable que Bernanke tenga razón
    cuando habla de un aterrizaje suave como el desenlace más probable, el
    sentido común sugeriría aceptar algunas medidas profilácticas,
    aunque esto signifique que Estados Unidos, China y otros grandes responsables
    de los desequilibrios globales deban digerir una amarga medicina. Lamentablemente,
    lograr que los políticos en los grandes países piensen en otra
    cosa que no sea sus propios imperativos nacionales es una tarea harto difícil.
    Pero si el actual endeudamiento épico de Estados Unidos finalmente termina
    en desastre, y si los líderes del mundo no ayudan al FMI a hacer su trabajo
    como corresponde, la historia no los perdonará. Los culpará de
    no ver una catástrofe que tenían frente a sus propias narices.

    ¿Es necesario el FMI?
    El mundo financiero se ha puesto de cabeza. La tradición era que el Fondo
    ayudaba a los gobiernos de mercados emergentes usando dinero que reunía
    principalmente entre las naciones occidentales. Pero ahora al Fondo se le pide
    que juegue un papel mucho más amplio en el mantenimiento de la estabilidad
    financiera en un mundo donde prestamistas y acreedores intercambiaron sus roles.

    Estados Unidos ha tomado préstamos que equivalen a dos tercios del ahorro
    neto global y países de la Eurozona como Italia, Grecia y Portugal hacen
    denodados esfuerzos por controlar sus finanzas. Por su parte, los mercados emergentes
    se sientan sobre montañas de reservas de divisas. Con este panorama,
    es muy probable que la próxima crisis financiera global tenga como epicentro
    alguno de los países “ricos” de Occidente.
    Si Asia representa ahora casi 40% del ingreso mundial y una proporción
    mayor de sus excedentes, no se entiende que en el seno del FMI los derechos
    de voto y los puestos de liderazgo sigan estando dominados por Estados Unidos
    y Europa. En la reunión en Singapur del año pasado, Rodrigo Rato
    presentó una moción relativamente modesta de dar un poco más
    de poder de votación a China, Surcorea, Turquía y México.
    Pero eso es simplemente para comenzar a pensar en un gran cambio que reconozca
    las fenomenales transformaciones que se han operado en las finanzas del mundo
    desde que nació el FMI al terminar la Segunda Guerra Mundial. Si es cierto
    que la institución pretende reflejar la relativa influencia económica
    de los países, es insostenible que China, con 15% del ingreso global,
    tenga sólo 2,9% de los votos de Fondo.
    Pero cualquier intento por alterar la distribución del poder en el manejo
    de las finanzas globales se topa con una feroz resistencia. Hay que admitir
    que Estados Unidos se planta del lado del cambio, tal vez esperando que, con
    mayor poder, Asia se va a sentir obligada a adoptar una postura menos nacionalista
    en su política económica.
    Pero Europa se resiste con uñas y dientes, especialmente naciones pequeñas
    y ricas como Bélgica, Países Bajos y los nórdicos. Cada
    uno de ellos tiene más votos que China en el Fondo y los defienden para
    mantener su relevancia en el mundo.
    Lo curioso es que Asia, que debería dar mucha importancia al tema de
    conseguir más poder dentro del Fondo, se muestra profundamente ambivalente.

    Muchos asiáticos, enfervorizados por aquellos que intentan culpar al
    Fondo por la última crisis financiera de la región, se muestran
    hostiles a la institución. En lugar de buscar mayor poder dentro de su
    seno, prefieren crear una alternativa regional que reúna las montañas
    de dólares que sus economías acumularon en los últimos
    diez años en sus excedentes comerciales con el resto del mundo.

    Los que ven innecesaria la reforma
    Tal vez el mayor obstáculo con que tropieza la reforma sean aquellos
    que no ven la importancia o la urgencia de remozar el FMI. Cuatro años
    de crecimiento mundial han llevado a muchos a pensar que el Fondo es un anacronismo,
    que ya nada va a salir mal.
    En especial los mercados que tuvieron deuda soberana parecieran haber olvidado
    la sarta de espectaculares crisis de deuda que arrasó al mundo en desarrollo
    hace muy pocos años. México en 1994, Surcorea, Indonesia y Tailandia
    en 1997, Rusia en 1998, y Brasil, la Argentina y Turquía a principios
    del nuevo siglo. En cada ocasión, la estabilidad financiera mundial estuvo
    a punto de colapsar, y cada vez el Fondo ayudó a instrumentar una respuesta
    global, casi siempre facilitando millones de dólares en forma de préstamos
    puente sacados de sus propios recursos.
    Por ejemplo, un crédito a Brasil en agosto de 2002, cuando el mundo temblaba
    con la llegada a la presidencia del izquierdista Luiz Inácio Lula da
    Silva. Con el acceso cerrado a los mercados de capitales, Brasil estaba al borde
    de la cesación de pagos. El organismo aportó US$ 30.000 millones
    y así, supuestamente, ayudó a impedir un desastre que habría
    sacudido a todos los mercados del mundo.
    No todos los programas del mundo resultaron tan exitosos. El fracaso más
    notable fue la Argentina en 2001, cuando el Fondo tardó demasiado en
    cortar la ayuda, incluso cuando ya era evidente que el país no aceptaba
    reformar sus finanzas como era necesario para evitar el default.
    Entre esos dos casos opuestos está la crisis asiática, donde la
    intervención del Fondo contribuyó a evitar la cesación
    de pagos pero no una profunda recesión.
    La causa de la crisis fue en ese caso los intentos de los gobiernos de pegar
    rígidamente sus monedas al dólar, hasta cuando abrieron sus mercados
    a los enormes flujos de capitales especulativos. Esa fue una fórmula
    perfecta para la catástrofe que muchos otros economistas y yo habíamos
    advertido varios años antes.
    Pero el Fondo era demasiado débil e inconsistente en sus esfuerzos por
    convencer a las autoridades nacionales en Asia de la urgente necesidad de adoptar
    políticas más sostenibles.

    Veinte años de tranquilidad
    Para los panglosianos (optimistas utópicos) que parecen dominar ahora
    en los mercados de deuda soberana donde los márgenes son hoy más
    bajos que nunca, todo esto es historia antigua. Muchos de los grandes inversores
    han llegado a creer que los gobiernos de hoy, mucho más prudentes y con
    el apoyo de mejores políticas monetarias, podrán garantizarle
    al mundo por lo menos veinte años de tranquilidad financiera. Tal vez
    estén en lo cierto. Tal vez el mundo un día va a recordar las
    crisis de los 80 y 90 como simples problemas de crecimiento en el camino hacia
    el nirvana financiero. Tal vez hasta el increíble déficit de cuenta
    corriente de Estados Unidos –de más de US$ 800.000 millones al
    año– resulte no ser un tema de importancia sino una simple redistribución
    de los activos del mundo que pronto será eclipsada por los mercados de
    capitales globales en perpetua expansión.
    Si ése fuera el caso, muchos de nosotros podríamos estar perdiendo
    inútilmente el sueño por temor a nuevas crisis financieras. Pero
    sólo por si acaso, tal vez sería una buena idea seguir tratando
    de mejorar el FMI en lugar de destriparlo. Tal vez el tema más importante
    que deba resolver hoy el Fondo es cómo ejercer mayor influencia sobre
    los grandes jugadores –como Estados Unidos y China– que toman y
    dan préstamos en tales cantidades que originan riesgos difíciles
    de mensurar.
    Es cierto que el Fondo ha cuestionado con elocuencia el rígido régimen
    chino de tasa de cambio y el déficit de presupuesto en Estados Unidos.
    Pero lo que los ministros veedores deberán decidir es si van a seguir
    asignándole ese gran papel de vigilante de esas economías, y también
    de las de Europa.
    Una reforma muy necesaria, por cierto, es terminar con la prerrogativa europea
    de elegir al director gerente del Fondo. La práctica es un anacronismo.
    El próximo director gerente debería ser el candidato mejor calificado,
    cualquiera sea su nacionalidad.
    En un mundo donde los mercados de capitales son ahora diez veces más
    grandes que la economía de Estados Unidos, hace falta una institución
    financiera multilateral con total poder para mitigar el riesgo de futuras crisis
    financieras, aunque no sea posible evitarlas completamente. M