Los secretos del bon vivant

    Por Martín Cuccorese


    Ilustración: Agustín Gomila

    “Puedo resistir todo, excepto la tentación”.
    Oscar Wilde

    El bon vivant no nace, se hace. Chau, el secreto está al descubierto, el rey desnudo, esta nota no tiene sentido profundo ni oculto. Tampoco lo tiene el bon vivant, quien ha visto en la vida el camino para encontrarse con uno mismo.
    Desde esta óptica, el bon vivant practica un egoísmo solidario. Solidario consigo mismo en tanto no se niega a los placeres, es decir, los vive sin remordimientos ni recriminaciones. Es este acto de vida el que además le permite convivir y compartir con el otro. “Sin prejuicion ni concesiones”, el bon vivant hace de su carácter un pathos y reconoce que en el ciclo del tiempo cada vida es única por anónima que sea.
    Es por ello que el bon vivant no es un intelectual, no tiene nada que decir ni enseñar. Tampoco político ni líder religioso, no conduce pues no tienen sentido para él las palabras lobo y rebaño. Ni dandy pues no seduce. Para ser dandy hay que ser obsceno, en el propio sentido de esta palabra latina, o sea, estar “ob scenae” puesto en escena permanentemente. De ahí los arreglos teatrales obligados del dandy y la justa definición del maldito Baudelaire: “Hay que ser sublime sin interrupción. El dandy debe vivir y morir ante el espejo”. Oscar Wilde era un dandy.
    Más cercano en la geografía, Lucio V. Mansilla ataviado con la última moda francesa y protagonizando jornadas parlamentarias durante el gobierno de Juárez Celman. Y más cercano en el tiempo, el psicoanalista lacaniano Oscar Masotta con su estudiado desarreglo de corbata. El bon vivant no es un dandy.
    En el otro extremo, el compulsivo consumo de nuestra sociedad del espectáculo. El consumo que no es más que devorar. Es decir, perder la distancia ante el objeto. En el neocapitalismo esta falta de distancia renueva el ciclo histérico de un deseo siempre insatisfecho. Pues desde el vamos no hay necesidades naturales, sino simplemente culturales.
    Cada vino, cada comida, cada vestimenta, cada celular, cada pantalla, cada perfume, cada libro, vienen a sancionar quién es cada uno. La moda, sin dudas, es la matrix de nuestro actual mundo global y las imágenes su ausencia de realidad.
    El bon vivant frente a ello toma distancia. Distancia necesaria ante el bombardeo publicitario pero principalmente ante el hechizo del producto. No hay vértigo ni apuro. Tiene un espíritu slow podríamos decir. Una lentitud propia, mental o corporal, no importa. Sólo así puede abrir un hueco para la sensación. Sensaciones que devienen en pausada experimentación. Experimenta pero no hace colección, como Casanova o Don Juan que coleccionaban mujeres.
    El bon vivant toma lo apropiado para su temple. De allí su obligado “egoísmo solidario consigo mismo” que se ha traducido largamente como hedonismo. Y también lleva nombre filosófico: epicureísmo.
    El bon vivant no es un personaje sobresaliente, no alcanza la fama. Es un infame en tanto su comportamiento nos lleva a la pregunta fundamental: ¿qué es el buen vivir? El sistema, se sabe, responde continuamente a este interrogante; más, es su mayor argumento de ventas: mejorar la calidad de vida.
    El bon vivant no mejora su calidad de vida, hasta se podría decir que está satisfecho. No le sobra, tampoco le falta. Y es justamente bajo este ánimo que puede enfrentar con serenidad lo más ínfimo como lo más sublime. Pudiendo encontrar en cada caso, cada momento, la alegría del vivir. Los placeres sin distinción pues justamente en el bon vivant no hay contradicción. Un placer terrenal (comer, beber, hacer el amor) además nos conduce a pensar; un placer intelectual (libros, música, cine) deja huellas en el cuerpo. Los placeres, en fin, como celebración de la vida. He aquí lo que quizá podría afirmar un bon vivant si saliese de su anonimato.