Islas paradisíacas

    Por Marcos Caruso

    Mosquitos y otros microscópicos insectos se aplastan contra la piel empalagosa debido a la humedad y al esfuerzo del caminante que se abre paso, en ascenso, entre la fronda. El calzado se hunde en el barro y resbala, ineludiblemente, entre las piedras que se desprenden y caen por la pendiente. El sendero desdibujado es muy escarpado, sólo se escucha jadear y la estridencia del canto de diversas aves. Más que canto es un chillido con visos de locura. Tanta naturaleza abruma.
    Es la búsqueda de las cumbres en la pequeña isla de Wayag. Llegar, es concretar el deseo de enfrentarse a una de las panorámicas más deseadas por el viajero: sobre el intenso azul del mar calmo y profundo, en medio de aureolas verduzcas y blanquecinas surgen islas e islotes con una vegetación inexpugnable; motas verdes de formas caprichosas, irreverentes, de las que afloran bandadas multicolores de extraños papagayos llamados loros picogordo.
    Más que archipiélago parecería ser un delta en medio del océano Pacífico, donde el agua hace cabriolas buscando su curso, pero se está frente al espectáculo deslumbrante, muy poco conocido y explorado, que ofrece el archipiélago de Raja Ampat.
    Las cuatro islas principales: Waigeo, Batanta, Salawati y Misool, llevan el nombre de los cuatro sultanes o rajás que, en el siglo 15, el sultán de Tindore designó para que las gobernaran.
    Hasta no hace mucho sólo algunos conocían esta mínima área de Indonesia, el archipiélago más grande del mundo que se extiende a lo largo de 5.120 kilómetros, pero un artículo editado en la revista científica Nature disparó inicialmente el interés de los amantes del buceo y de la naturaleza; luego, de los escrutadores de destinos exóticos, y finalmente de los grupos inversores que construyeron pequeños y lujosos resorts en los que se desperdigan menos de 1.000 turistas occidentales al año.
    Pero la mayoría de las 1.500 islas, islotes y pequeños cayos está deshabitada, por lo que perderse en alguna porción de estas tierras es una aventura que fascina tanto por el paisaje como por la biodiversidad que puede hallarse.
    Las aguas de Raja Ampat son la clave: en la transparente y azulina profundidad está la mayor biodiversidad marina del planeta con más de 1.065 especies de peces catalogados y más de 500 tipos de corales. Igualmente, es un número caprichoso, dado que continuamente se siguen descubriendo especies, o aparecen otras que se creían extinguidas o desaparecidas. Es un universo multicolor, donde abundan los corales blandos de diversos tonos, desdibujados por cardúmenes de peces unicornio, cirujanos, fusileros, y de extrañas formas y colores brillantes que se mueven o bien con parsimoniosa elegancia o en una nerviosa y arrebatada pincelada.
    Los rayos solares alumbran varios metros de profundidad y van generando naturales pliegues azulinos. Alrededor se confunde el universo multicolor de esponjas, ascidias doradas y distintos corales. El fondo tiene una espesa capa de gorgonias con ramas rojas, ocres, amarillas o naranjas que se destacan contra el azul intenso y luminoso del telón marino.
    Es abandonarse a una serenidad inigualable que sólo se altera cuando enormes peces jorobados mordisquean los corales duros haciéndolos crujir.

    Testimonios bélicos
    áreas de buceo, en las inmediaciones de la isla Sorong; lo que altera es la evidencia de que en esas aguas se combatió en forma cruenta durante la Segunda Guerra Mundial, teatro del Frente del Pacífico entre japoneses y estadounidenses. En el lecho del mar yacen entremezclados los restos de una treintena de aviones P47 estadounidenses y Zero A6M3 japoneses, y más de 50 estructuras de barcos bombardeados que ahora sirven de cobijo a los peces.
    Las islas de mayor superficie están rodeadas de playas de arena clara, coralina, o bien por arena blanca y suave como la harina, producto de la metamorfosis de un tipo de algas que el batir de las mareas ha convertido en polvo y el sol ha consumido su color. Desde cualquiera de estas playas el paisaje no varía demasiado: alguna canoa que no es más que un tronco ahuecado a fuerza de golpes y fuego; palmeras que se recuestan sobre la arena, y el mar, primero incoloro, luego tonalizado con trazos alocados que varían entre el verde y el azul.
    Lo único difícil de hallar es algún vestigio humano, pero vale la pena buscarlo entre los nativos de distintas etnias que ocupan ciertas islas.
    Bien vale la pena subirse a bordo de cualquier barco con aspecto de goleta que realiza el trayecto entre las islas y traslada a los buceadores a lugares privilegiados. Es probable que ponga proa hacia la isla Waigeo, donde está el poblado de Swingkrai. Al mismo tiempo que desde a bordo el viajero comienza a individualizar los perfiles de las chozas levantadas sobre la arena blanca, se escucha el acompasado golpeteo contra un tambor.
    Son las primeras horas del día y las nubes ecuatoriales parecen más rojas; el verde de la jungla más verde; el mar es un eterno salpicado de tonos reflejados y allá, en la costa, sobre la arena blanca, se distingue el movimiento de los nativos, subiéndose a las canoas rudimentarias de troncos labrados.
    Un amanecer distinto para los nativos: es día de mercado para ellos, de ofrecerles sus telas multicolores, sus pequeñas artesanías a esos visitantes que rara vez llegan hasta allí.
    Un amanecer distinto para los visitantes también, asombrados de ver gente sencilla, humilde, con visos de pertenecer no a otro siglo, sino a la Prehistoria. Y serán ellos quienes guiarán al viajero por la selva a través de senderos casi imperceptibles, donde el canto de las aves dista de ser una sinfonía, hasta encontrar la fascinante orquídea Raflessia Arnoldii, o sorprenderse tanto con el plumaje como con el cortejo nupcial que realizan las aves del paraíso.
    Raja Ampat es una bisagra en la vida del viajero: panorámicas irrepetibles, playas desconocidas, una biodiversidad sorprendente tanto en tierra como bajo el agua y una aproximación a culturas ancestrales cuyo contacto con cualquier otro tipo de cultura ha sido casi inexistente, como el mencionado poblado de Swingkrai, o como otros grupos nativos convertidos en una impresionante muestra etnográfica de Indonesia: danis, yalis o los korowais, habitantes de tierras pantanosas y últimos arborícolas del planeta, cuyas casas son construidas a más de 30 metros, en el dosel de la selva.

    Sulawesi, la isla de los infames

    Conservando ese triángulo imaginario con ángulos en Nueva Guinea, Borneo y Filipinas, y al abandonar el archipiélago de Raja Ampat hacia Borneo, se llega a la isla de Sulawesi, denominada por los portugueses como Ponto dos Celebes, Lugar de los Infames, porque sus más de cinco mil kilómetros de costa eran el refugio de piratas macasares y bugineses.

    Estos depredadores dominaban el Mar de la China y el Pacífico inclusive, apareciendo y desapareciendo entre el complicado laberinto de islas con sus bugis schooners de dos mástiles y proa afilada que hoy, amarrados en los muelles, siguen imponiendo un silencioso respeto aunque ahora sean la fuente del comercio marítimo entre Java y Sulawesi, la isla con forma de orquídea, cuyas largas penínsulas, como tentáculos, son bañadas por el Mar de Flores al sur, el Mar de Molucas al este, y el Mar de Célebes al norte.
    Sula quiere decir isla y wesi, hierro. El nombre le viene dado por la abundancia de árboles de caoba, una madera cuyo peso y color la asemejan a este metal.
    Las características de las playas y de su biodiversidad van de la mano de las otras islas, islotes o cayos de Indonesia, pero la parte norte se destaca por sobre el resto de la superficie por la calidad de sus aguas y de los servicios hoteleros y por eso es el sector más buscado por el turismo europeo, que a estos días llegan a ser sólo unos pocos miles al año, fundamentalmente fanáticos del buceo.
    Al noreste de la isla, frente a la ciudad de Bitung, se encuentra un pequeño islote de forma alargada. Entre ambas costas se forma un estrecho canal, con fondo fangoso y arenas negras volcánicas, conocido como el Estrecho de Lembeh, uno de los hábitats más increíbles del planeta, un lugar en el que se han descubierto más de 180 nuevas especies en los últimos años y que ha atraído a buceadores experimentados, científicos de diferentes universidades y a los fotógrafos y periodistas más famosos de las revistas más prestigiosas.
    En este lugar no hay vistas ni corales exuberantes, pero, camuflada, la vida adopta miles de formas en este insólito mundo submarino. Muchas de las criaturas que por aquí deambulan han conseguido adaptarse al entorno, hasta el punto que han modificado su apariencia y comportamiento, mimetizándose para pasar inadvertidos o arrastrándose en lugar de nadar libremente. Rocas, cortezas de cocos, o cualquier cosa que haya en el fondo del estrecho puede servir como refugio a la fauna marina. Caballitos pigmeos, pulpos miméticos, sepias, peces rana peludos, peces pipa fantasma, peces escorpión de Merlet, peces rata, peces diablo o serpientes marinas. Asimismo, la variedad de nudibranquios y crustáceos es asombrosa, e igual de sorprendente el número de especies de cefalópodos y de extrañas anguilas y de peces venenosos.
    Atardece. El sol, como en las primeras horas del día, vuelve a ser piadoso. Selva, piedras, arena y mar adquieren un brillo distinto. Y el espectáculo vuelve a darse bajo las aguas: es cuando entre las gorgonias del fondo se distinguen mejor los caballitos de mar pigmeos y el momento en el que los peces dragones mandarines, justo al caer el sol, se aparean tras realizar un singular ritual.
    Pero lo esencial de Suwalesi está en tierra firme, encofrado en la espesa vegetación.

    Pueblos primitivos
    Acaso la piratería, que se extendió hasta entrado el siglo 20, funcionó como escudo conservacionista de varias etnias y pueblos primitivos que habitan las Célebes y que hoy mantienen sus costumbres, ajenos al paso del tiempo. Los toalas, por ejemplo, cazadores y recolectores nómadas que vivían en la Edad de Piedra, apenas comienzan a asentarse con dificultad. O la etnia bayau, llamados gitanos del mar, que aún viven en sus barcos. Son nómadas flotantes que rara vez ponen el pie en tierra e ignoran incluso su edad. Buscan para asentarse las costas más inhóspitas y solitarias, donde esperan pacientemente el mejor momento para pescar. Consideran que la carne de los animales es impura y sólo comen pescado y vegetales que truecan con los agricultores a cambio del excedente de su pesca.
    Siempre pendientes del mar, cuando avistan o presumen que se acerca un banco de peces largan velas de inmediato y levantan el poblado sin más preámbulos.
    En lugares más inaccesibles aún, en las montañas del centro de la isla, un pueblo llegado desde Indochina hace cinco mil años conserva vivas su cultura y sus costumbres ancestrales: los torayas, industriosos y pacíficos montañeses dedicados al cultivo del arroz y del maíz, que desde hace milenios llegan al éxtasis contemplando las más hermosas puestas de sol de la tierra.
    Como no sabían construir casas, se dedicaron a elaborar barcos de juncos, que una vez terminados se convertirían en despensas flotantes para guardar el grano y, a su vez, en un acogedor espacio para vivir. Y así han llegado hasta hoy, con un legado de espléndidos villorrios, en los que las casas se aprietan en fila como barcos atracados en un muelle.
    Para llegar desde la capital, Ujung Pandang, a la remota región donde habitan, se precisa un viaje de al menos siete horas de duración.
    La ruta corre hacia las tierras altas, entre verdes arrozales flanqueados por el mar y las montañas. Al llegar a esa zona perdida el paisaje cambia bruscamente. Ante la vista se extienden espesos bosques selváticos, empinadas laderas y todos los verdes imaginables. Las aldeas muestran la extraña y labrada belleza de sus casas idénticas, perfectamente alineadas. Las casas, asentadas sobre pilotes, permiten utilizar la parte baja como establo para los búfalos, presentes en todo momento y representados a través de tallas, en los frentes de estas casas de arquitectura sorprendente.
    Una angosta y empinada escalera de madera lleva a la parte superior, a la que se entra por una especie de portezuela muy baja. El interior es el colmo de la sencillez. No hay muebles, apenas una alfombra de esparto. En un cuarto contiguo, con ventanas a ras de suelo, un colchón sirve de cama.
    Los toraya viven obsesionados con la muerte, que celebran en largas ceremonias funerarias. No entierran los cadáveres. Los introducen en elaborados sarcófagos con forma de animal y los cuelgan de las paredes rocosas. Los más pudientes hacen excavar profundos nichos en roca viva y allí depositan a sus deudos. Hoy día, se construyen panteones familiares que recuerdan sus casas. Según la importancia social del finado, así son los fastos. Para los principales del poblado, se tallan réplicas de madera de tamaño natural que guardarán su tumba por toda la eternidad. La familia sacrifica numerosos búfalos y celebra durante días el acontecimiento con vino de palma.
    La aldea de Kete Kusu es el conjunto de más pureza y mejor conservación de las construcciones torayas, con sus imponentes tejados de bambú. Las sedes funerarias de Lemo y Londa tienen espectaculares tumbas excavadas en paredes verticales y protegidas por balconadas de tau tau, tallas de madera de tamaño natural que guardan el eterno descanso de los finados.
    Se impone la ley de los opuestos: rodeados de tanta vida, de tanta naturaleza, ajenos o acostumbrados a ello, esta cultura primitiva rinde culto a sus muertos con toda su parsimonia.
    M.C.

    Reunión, el volcán que huele a vainilla

    En el océano Indico, relativamente cerca de la isla Mauricio y del conglomerado de 115 porciones de tierra conocido como Seychelles, está la francesa Reunión, conocida como la isla intensa.

    Todavía nada ni nadie ha sido capaz de controlar por completo esta descomunal roca de basalto que surgió de pronto en medio del océano, muy cerca del Trópico de Capricornio, hace apenas dos millones de años.
    Eruptiva, volcánica, con playas semidesiertas como St-Gilles-les-Bains o Saline-les-Bains, ideales para relajarse o para practicar la pesca, el buceo o el surf; con exuberantes bosques tropicales, con huellas multicolores de la actividad volcánica labrada a cada paso, es una de las nuevas maravillas del turismo refinado.
    Quizás la mejor oferta de Reunión sea los magníficos y variados paisajes que pueden disfrutarse desde los balcones particulares del hotel, mientras se deleita, obligatoriamente, un rhum arrangé, el cóctel especialidad de la isla.
    El ambiente tiene un seductor aroma de vainilla que emana de las extensas plantaciones de esta curiosa orquídea, pero que difícilmente hacen desaparecer la vulnerabilidad en la que se vive.
    Y todo el escenario es dominado por el Pitón de las Nieves, que con sus más de 3.000 metros es el lugar más alto de la isla. Bajo su mirada protectora surgen tres inmensos circos a los que sólo se puede acceder por vertiginosos desfiladeros: los anfiteatros de Cilaos, Salazie y Mafate. Son el paraíso del senderista, del aventurero empedernido por encontrar la última frontera, un espacio virgen sólo accesible para los más osados.
    A los de Cilaos y Salazie se puede acceder en coche, pero al de Mafate, el más salvaje, sólo se llega a pie o en helicóptero y eso a pesar de que allí viven varias comunidades que mantienen un tipo de vida muy alejado del resto del mundo. Son los descendientes de esclavos huidos de las plantaciones de azúcar. Viven en casas de madera, pintadas de colores chillones, que contrastan con el verde del bosque.
    El circo de Salazie no es el más grande, pero quizás sea el más hermoso, con las cataratas Voile de la Mariée precipitándose desde más de 1.000 metros hacia los torrentes que bajan hacia el mar.
    En Cilaos, con aguas termales, se concatenan lujuriosos jardines tropicales donde se puede descansar después de practicar alguno de los numerosos deportes de riesgo que se ofrecen en la zona.
    Y tras las jornadas de intensa actividad, sólo queda el refugio de las vistas incomparables, en silencio, con la luz cambiante, los colores indescifrables, el sonido de la lluvia, la lluvia en sí misma, el resplandor del amanecer, la puesta de sol… Todo influye en aquel que llega a un destino con playas de inmensos cocoteros a tierras de colores, a cráteres en reposo, a riscos accesibles que parecen dibujados, a pequeñas poblaciones semiocultas y termina convencido de que en lugar de estar en una pequeña isla está en un continente rico en culturas, costumbres y gentes. M
    M.C.