lunes, 8 de diciembre de 2025

El trumpismo: claves de un fenómeno geopolítico disruptivo

Desde su retorno a la Casa Blanca en 2025, Donald Trump ha sacudido los cimientos de la política estadounidense e internacional. El editorialista Alain Frachon (Le Monde) describe el trumpismo a través de varios ejes analíticos que explican su esencia y alcance . A continuación, examinamos esos ejes con mayor profundidad, articulando un análisis geopolítico y económico de este fenómeno.

spot_img

Doble renunciamiento: liderazgo global y democracia interna

Donald Trump encarna un “doble renunciamiento” sin precedentes en la historia presidencial de EE. UU. . Por un lado, renuncia al papel tradicional de Estados Unidos como líder del orden liberal internacional, ese “mundo libre” forjado tras 1945. Bajo la consigna “America First”, Trump desmontó compromisos multilaterales (como el Acuerdo de París sobre el clima) y trató a antiguos aliados con desdén, debilitando alianzas claves como la OTAN y despreciando el multilateralismo de la ONU . Por otro lado, en el plano interno, Trump ha mostrado un abierto desdén por las normas de la democracia liberal estadounidense: socavó la confianza en los procesos electorales con acusaciones infundadas de fraude, atacó la independencia judicial y arremetió contra los medios de comunicación críticos tachándolos de “enemigos del pueblo”. Lejos de desempeñar el rol de guía democrático, ha debilitado los contrapesos institucionales y la cultura cívica en EE. UU., alimentando la polarización doméstica. Esta combinación –abdicación del liderazgo global liberal y erosión democrática interna– es el sello distintivo inicial del trumpismo .

La trascendencia de este doble giro no puede subestimarse. Por primera vez, la potencia que edificó el orden liberal vigente tras la Segunda Guerra Mundial deja ese puesto vacante, mientras sus propios estándares democráticos se resienten. Observadores como Alain Frachon han calificado a Trump como “el último sepulturero” de ese orden internacional liberal , a la vez que advierten de un retroceso democrático en casa. En efecto, los años Trump exhibieron un deterioro de indicadores democráticos en EE. UU. (según Freedom House y otras entidades), reflejo de instituciones bajo presión, narrativa conspirativa sobre elecciones “robadas” y una legitimación de la violencia política (el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 fue muestra extrema de ello). En suma, Trump abdica de la responsabilidad de líder global y debilita los valores democráticos internos, sentando un preocupante precedente histórico.

Confrontación y desinstitucionalización: redefiniendo el poder político

El trumpismo opera bajo una lógica de confrontación permanente y desinstitucionalización de la política, reconfigurando la naturaleza misma del poder en Washington. Como populista autoritario, Trump se considera a sí mismo el único portavoz legítimo del “pueblo” . Esta convicción lo llevó a chocar frontalmente con las instituciones democráticas tradicionales: cada vez que tribunales, agencias federales o incluso congresistas intentaron frenar sus designios, Trump los desacreditó o ignoró, negando su autoridad. “Cuando alguien –un juez, un burócrata, un miembro del Congreso– le decía qué hacer, se rebelaba; en su mente, solo él tenía derecho a hablar por el país”, explica el analista Yascha Mounk para ilustrar por qué Trump entró en conflicto constante con los límites constitucionales . De este modo, el trumpismo redefine el poder político no como un ejercicio sujeto a normas e instituciones, sino como una proyección personalista de la voluntad del líder, siempre listo para saltarse intermediarios.

Publicidad

La desinstitucionalización se manifiesta en la erosión de prácticas y reglas que antes canalizaban el poder. Trump gobernó a golpe de decreto, reemplazó expertos por leales, y purgó o marginó a funcionarios considerados “desleales”. En su segundo mandato, esta tendencia se ha acentuado: ha promovido despidos masivos de empleados públicos de carrera y buscado someter al Departamento de Justicia y otras agencias a sus objetivos personales . Se está materializando así una visión de la presidencia casi cesarista, en la que las instituciones cuentan menos que la lealtad al líder. Los contrapesos tradicionales –como la prensa, el poder judicial independiente o la burocracia profesional– son blanco constante de ataques y reducciones presupuestarias. Todo aquello que no se pliega a la agenda trumpista es tachado de parte del “Estado profundo” o de la “casta”, y por tanto pasible de eliminación. Con esta estrategia de confrontación total (contra opositores, contra la élite burocrática, contra tratados internacionales, etc.), el trumpismo reconfigura el poder: lo concentra en la figura del presidente y debilita los mecanismos institucionales que tradicionalmente moderaban el ejercicio presidencial. En palabras de un crítico, Trump practica la democracia “como un autócrata contrariado” – es decir, socavando desde dentro el sistema cuando este no se alinea con sus deseos .

Un movimiento consolidado más allá del individuo

Aunque el liderazgo de Trump es central, el trumpismo se ha consolidado como un movimiento político autónomo que trasciende al hombre y ha transformado estructuralmente al Partido Republicano. Tras la elección de 2020 y los turbulentos meses que siguieron, lejos de desaparecer, la influencia de Trump se afianzó sobre la base republicana y los cuadros del partido . Hoy, el Partido Republicano “ha experimentado un cambio dramático bajo la influencia de Trump” : ideas antes marginales –proteccionismo arancelario, nativismo anti-inmigrante, aislacionismo en política exterior– se han vuelto ortodoxia republicana . Ser “trumpista” ya no es una lealtad personal solamente, sino una identidad ideológica dentro de la derecha estadounidense, con principios definidos (nacionalismo económico, mano dura migratoria, rechazo a lo “políticamente correcto”, entre otros) y una base electoral propia, mayoritaria dentro del partido.

La emprise –o dominio– de Trump sobre el Partido Republicano se evidencia en varios frentes. Electoralmente, dos tercios de los votantes republicanos se consideran parte de la base MAGA, y Trump obtuvo millones de votos adicionales en 2020 respecto a 2016, consolidando un bloque leal . A nivel dirigencial, casi la totalidad de los cargos electos republicanos se han adherido a la línea trumpista, mientras los disidentes fueron apartados o silenciados. De hecho, Trump y su círculo “tienen la mano sobre las finanzas del partido, los aparatos locales y una mayoría de las instituciones estatales, y por ende sobre el control de las elecciones” . Figuras que se opusieron –como la congresista Liz Cheney, que desafió las mentiras electorales– fueron purgadas de puestos de liderazgo, enviando un mensaje claro: el futuro del GOP es inseparable de Trump . Incluso aquellos políticos jóvenes que podrían aspirar a liderar el partido entienden que deben incorporar la agenda y el estilo trumpista si quieren contar con el favor de la base. En palabras de un asesor, el movimiento America First ya planea cómo perpetuar el trumpismo incluso sin Trump, institucionalizando sus políticas para cualquier futuro candidato republicano .

La transformación estructural es profunda. El Partido Republicano de 2025 poco se parece al de hace una década: la vieja guardia conservadora (liberal en comercio, favorable a inmigración o defensora del multilateralismo) ha cedido completamente ante la nueva ortodoxia MAGA . En adelante, cualquier liderazgo republicano deberá contar con este movimiento y sus postulados fundamentales. Así, el trumpismo se erige más que como un líder individual, como un fenómeno político consolidado, con bases sociales, narrativas y aparatos propios que le garantizan perdurabilidad más allá del destino personal de Trump.

Estilo populista: impacto en medios, discurso y opinión pública

Una de las facetas más visibles del trumpismo es su estilo populista de comunicación, que ha tenido un impacto profundo en el ecosistema mediático, el lenguaje político y la percepción pública. El populismo de Trump se nutre de una retórica anti-elitista y emotiva: articula una identidad nacional homogénea que se presenta como víctima de una “traición” perpetrada por las élites progresistas, los acuerdos globales, la inmigración masiva y la burocracia federal . Esta narrativa de agravio –el “pueblo honesto” contra un establishment corrupto– provee la base emocional del movimiento. Trump la despliega con un lenguaje sencillo, combativo y a menudo incendiario, rompiendo deliberadamente con los códigos tradicionales de la presidencia. Insultos a adversarios, teorías conspirativas, exaltación nacionalista y promesas hiperbólicas definen su discurso político, en un estilo más cercano al del entretenimiento televisivo (realidad show) que al de la oratoria institucional.

El efecto sobre los medios de comunicación ha sido sísmico. Trump convirtió a la prensa en su antagonista predilecto: la demonizó sistemáticamente –acuñando el término “fake news” para desacreditar cualquier cobertura desfavorable– al mismo tiempo que supo manipularla para sus fines . Siguiendo el libreto de otros populismos, ha minado la credibilidad de los medios independientes resaltando sus supuestos sesgos y errores, con el claro objetivo de deslegitimar a la prensa como árbitro imparcial ante la opinión pública . Paralelamente, Trump privilegió canales directos de comunicación con su base: Twitter (hoy X) fue su arma política central, permitiéndole fijar la agenda pública diariamente sin filtro institucional . Sus mítines multitudinarios, transmitidos en vivo, y sus constantes apariciones televisivas con mensajes provocadores le otorgaron un dominio casi absoluto del ciclo informativo. La consecuencia ha sido doble: por un lado, una polarización mediática extrema –los seguidores trumpistas desconfían de la prensa convencional y se informan a través de medios alineados ideológicamente (Fox News, Newsmax, foros online), mientras los críticos se atrincheran en medios opuestos–; por otro lado, una normalización de la agresividad discursiva en la arena pública. Temas antes tabú (insultar a rivales por su físico, cuestionar la legitimidad de jueces, difundir falsedades flagrantes) se han vuelto cotidianos en el debate, degradando la calidad del diálogo democrático.

Donald Trump junto a otras figuras del populismo de derecha: Javier Milei (centro-izquierda), Nayib Bukele (centro-derecha) y Marine Le Pen (derecha). Estas liderazgos, en distintos países, comparten elementos discursivos y estratégicos propios de la ola populista contemporánea.

El impacto de este estilo populista en la opinión pública ha sido notable. Trump logró galvanizar a un amplio sector del electorado desencantado, haciéndole creer que sus problemas eran ignorados por las élites tradicionales. Al mismo tiempo, sus constantes aseveraciones falsas o exageradas han creado una atmósfera de “posverdad”, en la cual hechos comprobables importan menos que la lealtad emocional al líder. Encuestas muestran que una porción mayoritaria de votantes republicanos llegó a creer en la gran mentira del “fraude electoral” de 2020, pese a la falta de pruebas, reflejando el poder de la repetición mediática y la erosión del consenso factual . La estrategia trumpista de generar escándalos cotidianos –la “polémica del día”– también saturó al público y dificultó la rendición de cuentas, pues cada controversia nueva desplazaba a la anterior antes de que se asimilara plenamente . En suma, el estilo populista del trumpismo ha reconfigurado el espacio mediático y discursivo: la confrontación constante, la emocionalidad y la simplificación han desplazado en buena medida al debate racional y al respeto por la verdad factual, con consecuencias duraderas para la cultura política estadounidense.

Proyección exterior: liberalismo en retirada e inspiración para otros líderes

El fenómeno trumpista no se limita a EE. UU., sino que tiene profundas implicancias para el orden internacional liberal vigente y sirve de inspiración a otros liderazgos populistas en Occidente. En la arena global, la “América Primero” de Trump supuso un repliegue de EE. UU. del rol de garante del sistema liberal. Al cuestionar alianzas históricas, imponer aranceles proteccionistas y desdeñar valores democráticos universales, Washington dejó de ser el ancla predecible de la estabilidad occidental. Esta retirada abrió una brecha en la cohesión de Occidente: los aliados europeos y asiáticos, atónitos ante un presidente estadounidense que los trataba más como rivales económicos que como socios estratégicos, comenzaron a actuar con creciente autonomía e incluso a acercarse a otros actores. Como señala la analista Sylvie Kauffmann, Trump llegó a tratar a los aliados europeos y asiáticos mediante “intimidación y chantaje, con el resultado de que la confianza se ha roto”, al punto que un primer ministro aliado (el australiano) optó por visitar antes a Xi Jinping en Pekín que a Trump en Washington . Ejemplos así muestran un Occidente fragmentado, donde la tradicional solidaridad liderada por EE. UU. se agrieta.

En paralelo, el efecto demostración del trumpismo ha galvanizado a líderes afines en diversas democracias. Populistas de derecha en Occidente –desde Javier Milei en Argentina hasta Viktor Orbán en Hungría, pasando por Marine Le Pen en Francia o Giorgia Meloni en Italia– encuentran en Trump un referente y una validación internacional. Todos ellos comparten, en diversa medida, el nacionalismo anti-globalización, el discurso antiinmigración, la apelación al pueblo contra las élites y el euroescepticismo (en el caso europeo) o el rechazo al “comunismo” (en América Latina) que Trump elevó al poder en la primera potencia mundial. El triunfo de Trump en 2016 dio alas a estas fuerzas, rompiendo el tabú de lo “imposible”: demostró que un discurso radical podía ganar en una democracia consolidada, animando a otros a seguir su senda. De hecho, tras algunos años de aparente retroceso, el populismo de derechas vive un nuevo impulso: “el regreso del populismo… se consolida con viejas caras como Trump y nuevas como Milei”, resumía un análisis de fines de 2024 . La influencia es tanto ideológica como estratégica. Por ejemplo, Orbán ha adoptado abiertamente la retórica de la “iliberalidad” y encontró en Trump un aliado que no lo reprende por sus tendencias autoritarias. Le Pen moderó ciertos aspectos de su imagen, pero abrazó el nacionalismo económico y anti-inmigración reforzado en la era Trump. Meloni, aunque gobierna en coalición moderada, forma parte de esa internacional nacional-populista que comparte objetivos: defensa de la “soberanía” nacional a cualquier costo, rechazo a las élites cosmopolitas, y reivindicación de una identidad tradicionalista. El trumpismo, en suma, ha servido de catalizador para una constelación de líderes populistas occidentales, que ven confirmada su agenda en el éxito de Trump y a la vez alimentan, con sus propios triunfos locales, la legitimidad global de esta corriente. Como señala un observador, se trata de “tendencias hermanas” que, con distintos estilos, buscan subvertir el orden liberal vigente desde dentro de las democracias .

No puede obviarse, además, la conexión directa entre el entorno de Trump y estos movimientos: ideólogos como Steve Bannon intentaron tejer redes internacionales entre la derecha populista; think tanks y medios afines intercambian narrativas y estrategias en una suerte de internacional nacionalista. La administración Trump, en su momento, apoyó abiertamente a gobiernos o partidos de extrema derecha en Europa (simpatizando con el Brexit, respaldando a euroescépticos, estrechando lazos con Orbán y similares), rompiendo la tradición diplomática estadounidense de promover la democracia liberal en el mundo. Esta convergencia trasatlántica de los populismos refuerza a cada uno de sus exponentes: se retroalimentan en discurso y se legitiman mutuamente ante sus bases, presentándose como parte de un mismo movimiento global contra el “globalismo” liberal.

China: la gran ganadora geopolítica del trumpismo

El repliegue estadounidense impulsado por Trump ha creado oportunidades estratégicas y geopolíticas inmensas para China, principal potencia rival de EE. UU. Al abandonar Washington posiciones de liderazgo en comercio, clima y gobernanza global, Beijing se ha apresurado a llenar esos vacíos. La presidencia Trump “ha dejado la mesa vacía” en muchos foros internacionales, y China –con su proyecto de superpotencia ascendente– se sienta ahora en lugares antes reservados a Estados Unidos . Analistas del Center for American Progress señalan que la retirada de Trump “amenaza la fortaleza y prosperidad estadounidenses, dejando un vacío que China llenará”, y advierten: “un mundo donde China fija las reglas no será amigable a los intereses de EE. UU.” . De hecho, los estrategas chinos han llegado a apodar a Donald Trump como “Chuan Jianguo” (特朗普建国) que se traduce aproximadamente como “Trump, el Constructor de la Nación [china]” , con sorna y a la vez gratitud, al considerar que sus acciones debilitan la posición global estadounidense y facilitan las ambiciones de Beijing.

Las ventajas concretas para China se han manifestado en múltiples ámbitos. En el terreno económico-comercial, la guerra arancelaria errática de Trump y su abandono del Tratado Transpacífico (TPP) empujaron a aliados de EE. UU. en Asia a estrechar lazos con China, que promocionó su propia iniciativa de libre comercio (RCEP) y consolidó la Franja y la Ruta como alternativa de inversión. En el ámbito diplomático, el desdén de Trump por las instituciones multilaterales permitió a China proyectar una imagen –por contraste– de actor responsable: Beijing se erigió como defensor del Acuerdo de París tras la salida estadounidense, aumentó su influencia en organismos de la ONU (aprovechando que EE. UU. recortó fondos y liderazgo allí) e incluso medió en conflictos regionales presentándose como garante de estabilidad. Un ejemplo ilustrativo fue la elección de altos funcionarios chinos a puestos clave de la UNESCO justo después de que Trump retirase a EE. UU. de ese organismo, llenando el vacío de poder blando dejado por Washington .

Además, la falta de cohesión occidental ha sido capitalizada por Beijing en el frente geopolítico. Con EE. UU. enfrentado a sus aliados por cuestiones comerciales y dubitativo en compromisos de seguridad (Trump llegó a sugerir condicionalidad en la defensa automática a socios de la OTAN), China ha explotado esas grietas para debilitar la unidad occidental frente a sus avances. Países tradicionalmente alineados con Washington han adoptado posturas más autónomas: por ejemplo, algunas naciones europeas mostraron apertura a la tecnología 5G china o a inversiones de Huawei, decisiones impensables con un liderazgo estadounidense más persuasivo. En el Indo-Pacífico, socios como Filipinas o Tailandia diversifican relaciones ante la incertidumbre sobre el respaldo de EE. UU., lo que permite a China aumentar su influencia regional sin contrapeso unificado. Beijing ve en el trumpismo una oportunidad para redefinir el orden global a su favor: sin un “policía” occidental coherente, puede reescribir reglas en comercio digital, estándares tecnológicos o derechos humanos según sus intereses, formando coaliciones con países en desarrollo que aprovechan la ausencia de Washington.

En términos estratégicos, la administración Xi Jinping ha obtenido un respiro invaluable. Trump, al “atacar a sus aliados de larga data y destruir las bases de la diplomacia estadounidense”, en realidad alivió la presión internacional sobre China . Mientras Washington miraba hacia adentro, China reforzó su posición en Asia (militarizando el Mar del Sur de China con menos resistencia) y amplió su presencia en África y América Latina mediante créditos y proyectos de infraestructura, ganando influencia donde EE. UU. ha retrocedido. La debilidad de la postura occidental conjunta –por ejemplo, en foros de derechos humanos o ante violaciones al derecho internacional– permite a Beijing evitar condenas y continuar políticas autoritarias (como la represión en Hong Kong o la vigilancia masiva interna) sin gran costo diplomático. En definitiva, la era Trump ha sido vista por la élite china como una “ventana de oportunidad”: un periodo en el que la potencia rival se auto-absorbe y divide a sus amigos, facilitando a China la construcción de un orden alternativo más acorde a su modelo. Esto no significa que China esté lista para sustituir plenamente a EE. UU. como líder global –Beijing aún evita ciertas cargas del liderazgo internacional–, pero sí que avanza sus fichas (por ejemplo, encabezando iniciativas en la Organización Mundial de la Salud tras la salida estadounidense, o lanzando bancos multilaterales propios). Como advierte un informe de Chatham House, “China y otras potencias emergentes tienen una oportunidad dorada de tomar el control donde EE. UU. retrocede”, aunque el resultado más probable sea un mundo más fragmentado e incierto .

En conclusión, el trumpismo ha introducido una ruptura multidimensional: ha cambiado la forma de hacer política en EE. UU. mediante la confrontación y el personalismo, ha remodelado al Partido Republicano en torno a una nueva derecha populista, y ha alterado tanto la dinámica mediática interna como los equilibrios internacionales. Sus efectos trascienden fronteras, inspirando a otros líderes populistas occidentales y redefiniendo la rivalidad entre grandes potencias. Este fenómeno, lejos de ser un mero paréntesis, parece haberse arraigado estructuralmente. Como señala Alain Frachon, comprender el trumpismo es clave para entender cómo hemos entrado en una nueva era de incertidumbre, con un orden liberal tambaleante y una pugna abierta por el rumbo futuro de la democracia y la hegemonía global . Las consecuencias de este giro apenas comienzan a desplegarse, y marcarán sin duda el debate geopolítico y económico de los próximos años.

 

spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img

CONTENIDO RELACIONADO