Fundada por Jaume Sanpera, empresario catalán con experiencia en telecomunicaciones, la compañía nació con una convicción estratégica: la conectividad masiva del Internet de las Cosas (IoT) requeriría una infraestructura que complementara, desde el espacio, las redes terrestres. Pero esa infraestructura debía cumplir dos requisitos exigentes: interoperabilidad con los estándares 3GPP y costos viables para aplicaciones industriales.
Barcelona como plataforma de despegue
El proyecto tomó forma en los primeros años de la década de 2020, cuando Sateliot articuló un equipo técnico con base en Barcelona. La apuesta era ambiciosa: desarrollar una constelación de más de 100 satélites con cobertura global, diseñados para comunicarse con dispositivos terrestres estándar, sin necesidad de adaptaciones propietarias.
Mientras grandes conglomerados avanzaban con modelos cerrados o satélites de alto costo, Sateliot eligió una vía distinta: dispositivos más pequeños, de órbita baja, lanzados en forma escalonada, con capacidad para integrarse con redes 5G sin alterar el ecosistema ya existente.
Esa decisión implicó desafíos técnicos y políticos. Por un lado, debía lograr que su tecnología fuera validada por los organismos de normalización global. Por otro, debía insertarse en un mercado altamente concentrado, donde el liderazgo estaba en manos de potencias no europeas.
La alianza con Alén Space y el primer hito orbital
En 2024, la empresa concretó el primer paso visible: lanzó sus cuatro satélites iniciales a bordo de un cohete de SpaceX. Lo hizo en colaboración con Alén Space, una firma gallega especializada en el diseño y ensamblaje de nanosatélites. El éxito del lanzamiento no solo validó la tecnología, sino que demostró la posibilidad de articular capacidades industriales dentro de España.
Esa operación tuvo un efecto simbólico. Mostró que era posible diseñar, fabricar y operar infraestructura crítica desde Europa, con componentes locales, sin depender de actores externos. En un contexto donde la Comisión Europea empezaba a hablar de “soberanía tecnológica”, Sateliot se convirtió en caso testigo.
Proyección, ingresos y política industrial
A mediados de 2025, la compañía anunció un nuevo contrato con Alén Space para la fabricación de cinco satélites adicionales. El plan proyecta ingresos por €1.000 millones hacia 2030, con acuerdos ya firmados con más de 400 clientes en 50 países. La cifra es significativa, pero aún más lo es el modelo de negocio que sustenta esa proyección: conectividad 5G desde el espacio, con infraestructura abierta, basada en estándares globales, adaptable a múltiples usos: agroindustria, logística, defensa, energía.
Pero Sateliot no es solo una firma tecnológica. Es también una expresión de política industrial. Reivindica la capacidad de generar valor desde una periferia que, en otros contextos, aparece subordinada a centros de decisión ajenos. Y en ese sentido, su recorrido no es apenas una narración empresarial, sino un experimento geopolítico.
Tecnología y soberanía: una tensión contemporánea
La historia de Sateliot remite a una tensión más amplia: la que existe entre innovación tecnológica y dependencia estructural. En un mundo donde las redes, los satélites y los protocolos de comunicación son cada vez más decisivos para la economía y la seguridad, la posibilidad de contar con proveedores propios no es un lujo, sino una necesidad estratégica.
Sateliot ha sabido ocupar ese espacio. No con discursos, sino con dispositivos. No con promesas, sino con satélites en funcionamiento. Su trayectoria demuestra que la soberanía tecnológica no es un eslogan, sino una construcción paciente, técnica, metódica.
Como en todo proyecto estructural, sus resultados serán evaluados con el tiempo. Pero su audacia inicial —apostar por una constelación europea, interoperable y abierta— ya ha alterado las coordenadas del sector. En ese movimiento, la pequeña firma catalana se ha convertido en protagonista de un cambio mayor: el intento de Europa por recuperar autonomía en el dominio orbital.












