Dos visiones en pugna

    No es el fin de la globalización. Pero sí de su singular poder para moldear el futuro de la economía global. La globalización depende del acceso a los mercados de consumo, a los de capitales y a los laborales. Esta nueva visión del capitalismo compromete esas tres dimensiones. Las miradas se concentran ahora en China para estimar la próxima expansión.

    Por Miguel Ángel Diez

    Lo nuevo del debate no es su existencia. En verdad, esta confrontación de ideas lleva décadas. Pero su sustancia ha cambiado dramáticamente en los últimos años. Para algunos, al ponerse en tela de juicio el modelo de capitalismo vigente durante la segunda mitad del siglo 20, se está cuestionando a fondo a la democracia liberal que se suponía lo acompañaba.
    No hay duda de que la crisis financiera global de 2007 a 2009 (“La gran recesión”, como se le dio en llamar) tuvo mucho que ver. Pero la perspectiva de reingresar a una nueva crisis de mucha mayor intensidad (el endeudamiento europeo, y el estancamiento estadounidense y japonés) ha reavivado la discusión.
    ¿Es el final del capitalismo como se lo solía conocer en Occidente? ¿Hay un nuevo modelo capitalista, con cánones propios y que viene del sudeste asiático? En todo caso, nadie puede ignorar la presencia creciente de lo que se llama el capitalismo de Estado. Hay certezas sobre sus avances, pero también las hay sobre su futuro. En todo caso, su lógica interna es distinta a la versión del capitalismo que conocíamos.
    Como telón de fondo, el gran combate es entre la democracia liberal y regímenes más autoritarios. La globalidad ha demostrado tener grandes virtudes, pero encierra también grandes desafíos.
    A todo lo largo y lo ancho de Asia, Rusia y Medio Oriente, los Gobiernos están usando su creciente poder económico de formas novedosas.
    Los fondos de riqueza soberana del Golfo, Asia y otras partes están comprando acciones en los debilitados bancos de inversión de Wall Street; los recursos naturales están pasando a control del Estado, y en Rusia y China hay un gran énfasis en el nacionalismo económico. Para algunos, estos acontecimientos son señal de que la era de los mercados libres, de la privatización y la desregulación desencadenada en los años 80 está dando paso a un mundo en el cual los Gobiernos usan su poderío económico para comprar activos estratégicos o ejercer influencia en el mundo.

    Gravitación creciente
    El fenómeno nuevo, el que ahora se percibe con claridad –después del sueño del pensamiento único y del “triunfo irreversible” del capitalismo occidental y su asociada, la democracia liberal– es la creciente gravitación de un capitalismo de Estado. Es que para alimentar la creciente prosperidad de la que dependerá su supervivencia a largo plazo, los líderes políticos en China, Rusia, las monarquías árabes y otros estados autoritarios han aceptado que tienen que adoptar un capitalismo basado en el mercado.
    Pero surge un costado perverso. El problema es que si lo dejan totalmente librado a las fuerzas del mercado para ver quién gana y quién pierde, corren el riesgo de enriquecer a aquellos que van a usar su nueva riqueza para desafiar el poder del Estado. Algo inadmisible para un régimen autoritario.
    Dentro de esos países, las élites políticas usan empresas estatales –es justo reconocer que incluso también a las privadas leales al poder político– para dominar sectores económicos enteros, como petróleo, gas natural, aviación, navegación marina, generación de energía, producción de armamento, telecomunicaciones, metales, minerales, petroquímicos y otras industrias. Todas estas organizaciones obtienen financiamiento gracias a gran cantidad de divisa extranjera excedente, proceso muy conocido en algunos casos, como fondos de riqueza soberana.
    En definitiva, el Estado utiliza los mercados para crear riqueza que puede ser orientada y utilizada como le plazca a los funcionarios políticos. Es decir que el motivo último no es económico (maximizar el crecimiento) sino político (maximizar el poder del Estado y las posibilidades de supervivencia del liderazgo). La finalidad no es entonces ideológica, sino utilitaria. Aunque es justo reconocer que, en muchos casos, se permite que estas unidades económicas estatales se manejen con eficiencia y, en gran medida, con los mismos estándares que se aplican a la empresa privada en otras latitudes.
    Si se repara en la profundidad de la crisis de Europa, en la frágil estabilidad de Estados Unidos, en la larga parálisis de Japón, no hay duda de que el ejemplo de China, India y otras naciones emergentes torna muy atractiva la experiencia de este capitalismo de Estado y puede despertar su emulación.


    Ian Bremmer

    Supervivencia política
    Buena parte de esta tesis, que ha suscitado controversias, se encuentra en el último libro del ensayista Ian Bremmer (The End of the Free Market: Who Wins the War between States and Corporations). Allí sostiene que este tipo de desafío novedoso aparece solo en estados que nunca sostuvieron la democracia. Un elemento atractivo de su argumento es que este capitalismo de Estado siempre elige la supervivencia política del régimen por sobre la eficiencia económica y la innovación.
    Bremmer cree que las últimas décadas hemos vivido, en general, en un mundo de libre mercado. Las empresas multinacionales con base en economías de libre mercado se convirtieron en actores económicos dominantes en el escenario global beneficiándose de creciente acceso al capital, consumidores y trabajadores tanto en el mundo desarrollado como en los países en desarrollo de todo el mundo. Los Gobiernos parecían menos relevantes mientras las ideas, la información, la gente, el dinero, los bienes y servicios cruzaban las fronteras internacionales a velocidad nunca vista, y a una escala que convierte a esos procesos en algo cualitativamente diferente de cualquier cosa que hayamos visto antes.
    Ahora se da un momento crítico con el ascenso del capitalismo de Estado, especialmente pero no exclusivamente en China, una tendencia combinada con el daño perdurable que la crisis financiera ha infligido al modelo de libre mercado y la crisis de confianza que se registra en Estados Unidos, Europa y Japón.
    De cualquier manera, Bremmer no cree que se pueda vislumbrar el fin del mercado libre. Más aún, cree que después de un periodo de auge, es el capitalismo de Estado el que declinará. Con lo cual deja planteado el interrogante sobre lo que vendrá luego.
    Es que lo evidente parece ser que la situación se va a poner mucho peor para los mercados libres porque el anémico crecimiento y alto desempleo en el mundo desarrollado alimentarán una reacción en contra del sentimiento de libre mercado. Claramente hay más apoyo al proteccionismo y una posición más dura frente a la inmigración tanto en Europa como en Estados Unidos.
    Pero, “el capitalismo de Estado no es una ideología”. Como bien dice Bremmer: “Es, más bien, un conjunto de principios de gestión. No podrá nunca igualar el atractivo que tuvo el comunismo para el imaginario colectivo porque no nació como respuesta a la injusticia. Fue creado para maximizar la influencia política y las ganancias del Estado, no para enmendar entuertos históricos. El sistema no es igual en un país que en otro porque las élites gobernantes en Beijing, Moscú y Riyadh lo usan para satisfacer necesidades diferentes. Y no hay dos Gobiernos que puedan alinear totalmente sus intereses. Por su naturaleza misma es exclusivista; como el mercantilismo, promueve un Estado a expensa de otros. Por eso es que no puede haber ningún capitalismo de Estado donde haya consenso”.
    En suma, el capitalismo de Estado no es un camino alternativo hacia el capitalismo occidental. Es percibido, por quienes lo practican, como un modelo nuevo y autosostenible. En muchos países emergentes se piensa que esta versión es superadora de la anterior y que incluso puede funcionar mejor. Lo que plantea dos interrogantes; ¿cuán exitoso es el modelo? y ¿qué consecuencias tendrá en especial para las economías emergentes?


    Niall Ferguson

    Del G7 al G20
    Según dice Bremmer en respuesta a una pregunta de Nouriel Roubini (intercambio que figura en el blog de este economista), en el último año y medio, la crisis financiera occidental y la recesión global aceleraron la inevitable transición de un mundo con un G7 a otro con un G20.
    “El mundo del G7 –dice– era uno en el que todos los que importaban para el crecimiento de la economía global aceptaban el supuesto de que la prosperidad dependía del imperio de la ley, de las cortes independientes, de la transparencia y de los medios libres. Creían también en el valor del capitalismo de libre mercado. En ese mundo, las corporaciones multinacionales son los peso-pesados económicos. Este consenso aportó el motor que llevó adelante la globalización durante los últimos 40 años”.
    “Ese mundo se acabó. El país que surge como el más fuerte y rápido de la desaceleración global es uno que no acepta la idea de que una economía de libre mercado sea crucial para el crecimiento económico sostenible. El éxito de China convenció a los autoritarios del mundo de que pueden tener un crecimiento explosivo sin debilitar su control monopólico sobre el poder político doméstico. China tuvo crecimiento de dos dígitos durante 30 años sin libertad de expresión, sin reglas económicas bien establecidas, sin jueces que puedan ignorar la presión política, sin derechos de propiedad creíbles, sin democracia. Y los acontecimientos de los últimos 18 años hicieron a China más importante que nunca para el futuro del crecimiento económico global. Eso es un gran cambio con enormes implicancias que se deben comenzar a evaluar”.
    Cuando Roubini inquiere si el término capitalismo de Estado significa diferentes cosas para diferentes personas, Bremmer lo explica de esta manera.
    “Es un sistema en el cual el Estado usa el poder de los mercados primeramente para provecho político. Los líderes políticos de un país saben que las economías que mandan hoy alguna vez van a caer, pero temen que si hacen lugar a los mercados que son realmente libres, perderán control sobre la forma en que se genera riqueza. Podrían terminar dando poder a otros que usarán los mercados para generar ingresos que pueden usar para desafiar la autoridad del Gobierno, para dominar la vida política del país. Entonces usan las petroleras nacionales y otras empresas estatales o privadas pero políticamente leales y los fondos de riqueza nacional para ejercer todo el control posible sobre la creación de riqueza dentro de las fronteras nacionales. Y envían a esas empresas y fondos de inversión al extranjero para asegurar acuerdos que aumenten la influencia política y geopolítica en una serie de formas. Este sistema es fundamentalmente incompatible con el sistema de libre mercado.”

    Objetivos diferentes
    La diferencia central entre ambos sistemas, argumenta Bremmer, pasa por esto.
    “En un sistema de libre mercado, las empresas multinacionales buscan maximizar ganancias. En mercados que no son regulados con inteligencia –y hemos visto esto en Estados Unidos– buscan maximizar las ganancias de corto plazo a expensas del crecimiento sostenible en el largo plazo para sus accionistas o para su propia remuneración. Los dos últimos años nos recordaron los excesos que a veces se cometen en el capitalismo de libre mercado”.
    “En un sistema de capitalismo de Estado –los principales actores económicos buscan primero lograr metas políticas. Las ganancias se subordinan a esa meta. O sea, si las ganancias sirven a los intereses del Estado, ellos persiguen ganancias. Pero si el Estado necesita una petrolera estatal para pagar lo indecible para asegurar provisión de largo plazo de petróleo, gas, metales y minerales necesarios para asegurar crecimiento de largo plazo que mantenga a los trabajadores en sus puestos, fuera de las calles y a los líderes políticos en el poder, ganancias y eficiencia pueden convertirse en pasivos políticos y esas compañías pagarán lo que sea con tal de hacer lo que quieren los patrones”.
    “Pero las compañías estatales están compitiendo con multinacionales que no van a pagar de más, que no pueden pagar de más. Aquí, la inyección de política a la actividad del mercado distorsiona el resultado, en este caso elevando el precio de lo que pagamos todos por la energía y otros commodities”.
    Roubini no se priva de hacer la pregunta del millón: ¿los capitalistas de Estado serán los ganadores y los que apoyen el libre mercado perderán?
    Pero Bremmer no hace vaticinios de largo plazo. Pero sí insiste en lo que vendrá. “Vamos a ver Gobiernos en todo el mundo que ya no se sientan obligados a seguir los lineamientos occidentales de las últimas décadas. Veremos corporaciones multinacionales luchando por adaptarse, porque la inversión extranjera se volverá mucho menos predecible y mucho más complicada. Y el apoyo que obtengan de sus propios Gobiernos no tendrá demasiado peso”.
    “Sin embargo, algunos tendrán más éxito que otros en aprender a competir en un campo de juego que no es plano. Hay muy buenas razones para dudar que los capitalistas de Estado tengan poder duradero. Pero por ahora, tienen mucho peso y muchas ventajas. En los próximos cinco, 10, 20 años, los Gobiernos capitalistas de Estado y las compañías e instituciones que ensalzan serán una fuerza global muy seria que habrá que tener en cuenta”.

    Algunos antecedentes
    Durante los años 90, cuando según los críticos campeaba el liberalismo económico y nadie discutía los postulados del Consenso de Washington, se presenció en casi todas las latitudes del mundo occidental un notorio giro a la privatización. Centenares –o millares– de empresas estatales pasaron a la órbita privada. Las que quedaron en manos del Estado, las que no hubo tiempo de privatizar entonces, perdieron gravitación y quedaron a la espera de su turno para correr la misma suerte que las otras.
    Pero los vientos giraron, las corrientes principales de pensamiento cambiaron y no hubo más privatizaciones. Por el contrario, en algunos campos como el energético, gas y petróleo, hubo un fortalecimiento de los entes estatales que se consolidaron y crecieron (los 10 más grandes del planeta, por volumen de reservas, son todos estatales).
    Según el último ranking de las 500 de Fortune, entre las 10 primeras empresas del planeta, por facturación, hay tres chinas, estatales naturalmente. La primera empresa mundial por nivel de ganancias es una estatal rusa, Gazprom (antes que Exxon o Shell).
    Es que el nuevo modelo no tiene mucho parecido con la ola de nacionalizaciones de hace poco más de medio siglo. Este capitalismo de Estado se empeña en desarrollar campeones globales en distintas ramas de la actividad industrial y de los servicios, que pueden ganar contratos en todos los mercados.
    Como bien señala el historiador Niall Ferguson, la escala importa (todavía Estados Unidos es la primera economía aunque los vaticinios del FMI señalan que China la desplazará al menos según la purchasing power parity), y también el ritmo de crecimiento de las economías. Pero para cualquier socio potencial del mundo emergente que deba hacer hoy la elección, no hay vacilaciones. China antes que Estados Unidos, porque el comercio con la potencia asiática crece más que con el antiguo poder hegemónico.
    Su conclusión: esta es una confrontación entre dos modelos económicos, capitalismo de libre mercado versus capitalismo de Estado.
    Al paso que van las cosas, en lugar de aquel Consenso de Washington, ese listado de políticas económicas que todo el mundo debía seguir (disciplina fiscal, eliminar déficit, ampliar la base impositiva, dejar que los mercados fijaran la tasa de cambio y el nivel de los intereses, y liberalización del comercio y de los flujos de capital) puede aparecer como respuesta un Consenso de Beijing, focalizado en planeamiento central y el control estatal de las fuerzas del mercado.
    No son dos campos irreductibles y totalmente separados. Pero en todos los países, en mayor o menor grado se da esta contienda donde varía la extensión y el grado de la intervención estatal en la economía. Tal vez esta sea la continua batalla que le toca presenciar al siglo 21.