Por Agustín Salvia
Estamos hablando de familias en situación de pobreza estructural que aunque han ganado “derechos”, no pueden acceder a un empleo de calidad ni a un hábitat digno, tampoco a servicios de salud ni de educación satisfactorios. Son sectores que sólo logran contar con la asistencia social del Estado a través de programas de transferencia de ingresos, los cuales no permiten salir de la condición de exclusión estructural.
A pesar de los conocidos avances alcanzados en materia de derechos económicos y sociales, así como de las mejoras logradas durante la última década en el nivel de empleo y los ingresos de las familias –sobre todo en los asalariados formales y las clases medias–, es evidente que todavía no existen condiciones de inclusión social para todos. Por este motivo, la persistente desigualdad social no solo se hace ostensible sino también una barrera al desarrollo. A esto se suma la evidente ausencia de políticas estratégicas en función de proyectar una efectiva inclusión social de los sectores que se encuentran marginados.
Si bien nuestro país constituye uno de los principales productores mundiales de alimentos, todavía uno de cada diez hogares urbanos (más de tres millones de personas) experimentan una extendida malnutrición. Los programas de transferencia de ingresos –tal como la Asignación Universal por Hijo– logran cubrir las necesidades económicas más urgentes pero no constituyen una plataforma efectiva para erradicar la marginalidad estructural en materia nutricional, salud, educación, vivienda, empleo, seguridad social y ciudadana.
Cabe destacar que, a pesar de la “década ganada”, todavía hoy, además de persistir un 8% de desempleo, casi la mitad de los trabajadores ocupados tiene un empleo precario o realiza trabajos de indigencia. Asimismo, más de la mitad de las nuevas generaciones de adultos están excluidas del sistema de la seguridad social. En este marco, no debe sorprender que la pobreza urbana medida por los ingresos, afecte todavía a no menos de 25% de la población urbana (10 millones de personas), que una de cada 10 viviendas no cuente con agua corriente y que tres de cada 10 no dispongan de servicio de cloacas. Al mismo tiempo que 37% de los jóvenes nunca logra terminar la secundaria, 20% no estudia ni trabaja y 12% de los niños de entre 5 y 17 años debe realizar alguna actividad laboral para cubrir necesidades económicas del hogar.
Pero la principal complejidad es que la profundidad del déficit social no sólo no es poca sino que el problema tampoco parece ser transitorio. Una vez pasada la recuperación económica post-crisis conseguida durante la primera parte de la década pasada, expandido el mercado interno y multiplicado el empleo, las desigualdades estructurales se mantienen casi sin cambios.
Las desigualdades estructurales que emergen en este contexto dan forma a una matriz social fragmentada, conflictiva, violenta, débil en reglas de convivencia democrática. En este marco, a pesar de que este país y parte de su sociedad son hoy más ricos que hace diez años –tanto en recursos económicos como en derechos sociales–, otra parte de la sociedad continúa privada de condiciones básicas para el desarrollo humano y la integración ciudadana. Es sobre estas bases que se reproducen determinados patrones de marginalidad social, a la vez que se potencian sus efectos en materia de ilegalidad, inseguridad y violencia.
Ante este cuadro de realidad, cabe preguntarse ¿qué hacer? ¿Cómo salir de las trampas que impone un modelo de crecimiento que reproduce condiciones de exclusión? ¿Cuáles son los cambios necesarios que debe afrontar esta sociedad en función de comenzar a superar las barreras que frenan el desarrollo, la convergencia y la integración social?
Una parte de la respuesta está en la economía. En perspectiva a los desafíos que impone la década en curso, es momento de reconocer que el actual modelo económico y la inflación asociada no han sido capaces de generar los empleos productivos necesarios ni suficientes para nuestro país; es decir, para dar cabida, aprovechar y hacer posible la inclusión económica de toda la población.
Ahora bien, la otra parte de la respuesta no es menos compleja, en tanto que cabe poner en el centro de la escena el papel de la política. ¿Qué responsabilidad les cabe en esta historia a las clases dirigentes de este país, a las instituciones democráticas y a la propia opinión pública? En su conjunto, estos factores han mostrado ser incapaces de establecer proyectos estratégicos y acuerdos patrióticos en función de un horizonte democrático con seguridad jurídica, inclusión social y equidad distributiva.
(*) Agustín Salvia es investigador del, CONICET / IIGG-UBA y del Observatorio de la Deuda Social Argentina (UCA).