Nueva grieta global y la fase superior de la globalización

    Por delante tenemos el desafío de abordar la problemática de la pobreza, y lograr que los bienes que hoy ya se pueden producir ilimitadamente lleguen a estar en disposición generalizada. Temas como los de cambio climático y la modificación de la matriz energética, así como una conectividad reticular adecuada a las necesidades productivas y de empleo, estarán en el tope de la agenda.

    La grieta es una imposición arbitraria. No son iguales las posibilidades del Occidente Democrático y el llamado Sur Global. La división funcionará como un sistema emulativo capaz de movilizar los problemas y las soluciones universales.

    Hoy por hoy la guerra en Ucrania es el principal factor reconfigurante en establecer los nuevos escenarios que van a regir la vida de la sociedad humana por los menos hasta 2050.

    Va tomando cuerpo la convicción de que el mundo se está fragmentando, por lo menos en lo inherente a la política y la diplomacia, como si la cortina de hierro que delimitó el escenario de la guerra fría se estuviera cerrando nuevamente.

    Ello no significa que la separación vaya a impedir el funcionamiento en su totalidad de la agenda internacional, debido a que hay ítems que están globalizados irreversiblemente. Por ejemplo, el comercio. Puede haber una guerra comercial pero solo comprenderá bienes y servicios, que son el 25% de las transacciones. El otro 75%, las cadenas de suministros, no se pueden tocar más que para acercar y racionalizar geográficamente su producción. De lo contrario se pararía la economía mundial.

    Los enfrentamientos (y las complementariedades subrepticias) se darán entre naciones cuya ubicación no responde a una rígida división geográfica a pesar de la forma en que su agrupamiento se suele denominar: el Occidente Democrático y el Sur Global. No pasará mucho tiempo sin que se terminen de perfilar nítidamente las dimensiones que definirán la nueva situación. A diferencia de antaño, hoy todo pasa dentro del capitalismo.

     

    Cuándo se instala la grieta

    Aunque había antecedentes que permitían anticipar el cambio, la grieta a escala mundial recién fue instalada, en forma inopinada, a partir de dos acontecimientos. Uno en Carbis Bay, entre las playas y acantilados de la punta sudoeste de Inglaterra, donde en junio del 2021 se reunió –con la presencia física de la Reina Isabel– el Grupo de los Siete (G7); el otro, pocos meses después, cuando el presidente Biden convocó a 110 países para realizar una Cumbre Virtual de la Democracia.

    En ambos eventos el Occidente Democrático jugó todas las fichas. En el primero, se redactó el acta de defunción del Grupo de los Veinte (G20) países cuyas cumbres de líderes habían venido funcionando desde 2008. En el segundo, los estrategas del Departamento de Estado diseñaron una actividad faccional que dejó afuera a 96 países, catalogados de hecho como autocráticos.

    La Cumbre Virtual de la Democracia fue, sin duda, la actividad insignia del año 2021. Sin embargo, los países participantes lo hicieron de acuerdo a una selección que generó preocupación en medios y fundaciones que se preguntaron –en algunos casos con sentido crítico, extrañeza y hasta sorna– si era conveniente para EEUU dejar afuera tantos países, algunos de los cuales deberían haber sido convocados, y tener adentro otros sin los suficientes merecimientos.

    Si bien la política no es una ciencia exacta, la división artificial entre ambas categorías de países –discutible en no pocos casos– es una aceptable base conceptual para analizar desde su propia dinámica las vicisitudes de la gobernanza global.

    A ambos lados de la grieta no existe la misma experiencia de acción conjunta. Mientras estadounidenses, europeos y japoneses pueden mostrar, desde la reconstrucción de posguerra, una larga historia de acuerdos, a la parte autocrática le espera un arduo trabajo de concertación en no pocos casos en contextos de intensa desconfianza.

    Además, si el Occidente Democrático carece de una problemática de litigios tan compleja o por lo menos de una escala inmanejable, el Sur Global es lo contrario: salvo situaciones excepcionales, todo está por resolverse. La lista de problemas a encarar, derivada en lo fundamental del subdesarrollo, es interminable.

    Desequilibrio territorial y demográfico, con sus secuelas asociados de la conurbación, migraciones, narcotráfico y pobreza extrema en vastas zonas, la conectividad deficiente, la corrupción endémica, la incapacidad del sistema económico o la falta de decisiones oportunas para mejorar las condiciones de vida de sus sociedades.

    Los esfuerzos para un funcionamiento ordenado de ese conjunto heterogéneo de países, no podrán desde el inicio disimular posiciones divergentes en conflictos irresueltos. Casos como los de Siria y el Medio Oriente en general, el fundamentalismo latente en Asia Central o la litigiosidad entre la India y China (entre los dos el 40% de la población mundial), son una muestra de ello.

     

    Ucrania, el acicate

    La guerra de Ucrania ha sido, sin duda, un acicate para la ruptura entre ambos conjuntos de países. De ellos, los dos actores principales han actuado en confrontación, pero, paradójicamente, también en complementariedad.

    Se dice que EE.UU. y Rusia ya se están enfrentando pero a través de una guerra proxi, queriendo significar con el neologismo una modalidad de enfrentamiento que se hace a través del otro, en este caso el ejército ucraniano, la aquiescencia de la UE o el acicate de la OTAN.

    Se han juntado el hambre con las ganas de comer. Los temerarios movimientos geopolíticos por parte de EE.UU., han sido respondidos por la parte rusa para desatar, como veremos, una guerra cuyas motivaciones pueden ser vistas no solo como la intención de metabolizar un descontento explicito con ciertos resultados de la implosión soviética.

    Se sabe que para Putin la desaparición de la URSS fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, y el problema de Ucrania sería una derivación descontrolada de esa desgracia.

    Según la opinión de no pocos analistas, EE.UU. ha jugado, y lo sigue haciendo, un papel determinante en tres aspectos: la responsabilidad explícita en la expansión de la OTAN, contraviniendo compromisos adoptados cuando implosionó la Unión Soviética, y desoyendo las advertencias de prestigiosos académicos y políticos estadounidenses de la talla de Henry Kissinger.

    En segundo lugar, el rol mediático de nuevo tipo –poco convincente pero abrumador hasta la saturación– jugado por la comunicación americana; y tercero, el establecimientos unilateral de reglas de juego, entre ellas, las dos principales: la provisión incesante de armamento y estímulos a la parte ucraniana, un inevitable condicionante del scope del conflicto (y la posibilidad de que los respectivos aparatos militares tengan el tiempo suficiente para probar sus últimos adelantos tecnológicos), y la prohibición de atacar territorios vecinos, lo que hace que los rusos cuando luchan tengan cubiertas las espaldas.

     

    Mejorar la imagen

    Dispuesto a rehacer la imagen de EE.UU., seriamente dañada en su política exterior por algunos traspiés sufridos en los últimos años, la nueva administración norteamericana se propuso desde un primer momento diferenciarse netamente de las anteriores, sobre todo de la última.

    Con los resultados de las elecciones a la vista el Financial Times señalaba que “el presidente electo estará más dispuesto a defender los valores americanos exportando el liderazgo de EEUU después del aislacionismo de Trump”.

    Empero, ideas ya pasadas de moda como la del “destino manifiesto” o más recientemente el “new american century”, siguen alimentando la ilusión de que EE.UU. puede prolongar en el mundo su posición hegemónica.

    Por su parte Putin también tiene sus motivaciones. Algunas más inmediatas y verificables como acudir en defensa de los ruso–parlantes de Donbass, acosados desde 2014 por los nacionalistas de Stepán Bandera, o abordar lo que considera la inaceptable situación de que Moscú esté a tiro de la OTAN. Pero hay otros intereses ideológicos que habitualmente son poco o directamente no tenidas en cuenta.

    Su visión de la geopolítica está impregnada del rol que Rusia está en condiciones de jugar por el hecho de su presencia dominante en el continente más grande y decisivo. En el fondo Putin sigue al geógrafo inglés Halford John Mackinder, quien, en 1904, terminó su ensayo sobre la geopolítica, El pivote geográfico de la Historia, en el que usa la historia para ilustrar la importancia estratégica de los territorios. Mirando el mapamundi, las dimensiones de Rusia son sorprendentes, no solo por su extensión como el país más grande del mundo, sino por su influencia en Eurasia, el continente ahora visto como un todo, donde a lo largo del tiempo han pasado las cosas más decisivas. Según Mackinder:

    “Quién controle Europa del Este dominará el Pivote del Mundo, quien controle el Pivote del Mundo dominará la Isla Mundo, quien domine la Isla Mundo dominará el mundo”…La “región pivote” (pivot area) de la política mundial es esa extensa zona de Eurasia que es inaccesible a los buques, pero que antiguamente estaba abierta a los jinetes nómadas, y está hoy a punto de ser cubierta por una red de ferrocarriles.

     

    El regreso del zarismo

    Putin, como tantos otros rusos que lo fueron, no es comunista; es más bien anticomunista, y se ha mostrado en la gestión pos soviética como un claro exponente del capitalismo en lo económico… y en lo político del ahora llamado autocratismo, cuya etimología da lugar a diversas interpretaciones para identificar a quienes no concuerdan con los ideales del liberalismo.

    Se siente democrático a su manera (¿quién no?), pero entiende esa forma de gobierno y organización social de una manera distinta a como la ven los ideólogos occidentales. Sus fuentes son concretas e identificables.

    Desde sus primeros años en el Kremlin, Putin adornó sus salones con bustos y cuadros de los zares que admira: Pedro I, Catalina la Grande y Alejandro II.

    El regreso de la iconografía zarista ha sido paralelo a la rehabilitación de filósofos como Iván Ilyin (1883–1954) y, últimamente, el encumbramiento de teóricos geopolíticos como Aleksandr Duguin (Moscú, 1962), herederos ambos del paneslavismo del siglo XIX que defendía la “unidad espiritual” de los pueblos eslavos.

    En un artículo sobre La Rusia del Futuro (1949), Ilyin se manifestaba tanto contrario al “totalitarismo (marxista)” como a lo que llamaba la “democracia formal”, proponiendo una “tercera vía” para la reconstrucción del estado y la sociedad. Para él, la revolución bolchevique fue solo un paréntesis en una historia milenaria.

    Por su parte, a Aleksandr Duguin lo llaman “el cerebro de Putin”. La más afín a las grandes aspiraciones de influencia mundial de Vladimir Putin es la idea que este filósofo y sociólogo llama Cuarta Teoría Política: una superación de las tres grandes teorías políticas del siglo XX (el liberalismo, el comunismo y el nacionalismo).

    Bajo su inspiración, en 2001 nace el Movimiento Euroasiático. De una u otra forma, la premisa del eurasianismo es la misma: sobre las huellas del fracaso de la Unión Soviética y las ideas de filósofos como Martin Heidegger y Carl Schmitt, Rusia debe aspirar a conservar, proteger y liderar, con una perspectiva imperial, una identidad común entre la diversidad de países, etnias, comunidades, religiones e incluso Estados bajo su influencia en Europa del Este y Asia.

    En un mundo dividido en civilizaciones, por lo tanto, la “civilización de la tierra euroasiática” dirigida por Rusia resultaría la mejor opción para defenderse ante el imperialismo de la “civilización marítima atlántica”, dirigida por los Estados Unidos y sus aliados. Duguin se basa en la Teoría del Mundo Multipolar, para enfrentar el mundo unipolar del liberalismo encabezado por los Estados Unidos. Toda la obra del filósofo confluye en este objetivo.

    Duguin ha visitado la Argentina más de una vez en los últimos años y no necesariamente en son de turista. Estuvo en la Escuela Superior de Guerra Conjunta de las Fuerzas Armadas, en la ciudad de Buenos Aires, para dar una conferencia sobre geopolítica.

    Era noviembre de 2017. Para “el pensador de la nueva Rusia de Vladimir Putin”, como señala Hinde Pomeraniec en Rusos de Putin, el legado peronista es hoy uno de los insospechados aliados estratégicos para la “causa rusa” que Duguin ayudó a diseñar.

    Duguin ha trabajado para explicar que el eurasianismo puede dialogar con una potencial alianza del continente latinoamericano como la que, en su momento, Perón proyectó entre Argentina, Brasil y Chile (el ABC). “Por eso me pone muy contento –dijo– estar en la Argentina, porque estando junto a ustedes defiendo mi causa, la causa rusa, la causa de la comunidad organizada, de la justicia y de la identidad”.

    En la Confederación General del Trabajo –que también visitó en aquella oportunidad– el filósofo ruso sorprendió a los oyentes diciendo que “Perón sobrevive a su muerte porque ha creado al peronismo, mientras que el putinismo no existe”.

    Lo que existe para “el despertar de Rusia” es el eurasianismo, la Cuarta Teoría Política y la Teoría del Mundo Multipolar. Para Duguin “a nivel cultural, el objetivo principal del proyecto eurasianista de Rusia es la afirmación de un modelo pluralista, diferenciado, a múltiples niveles y alternativo, respecto a esquemas de unificación unidimensional ofrecidos por los partidarios del globalismo bajo la influencia de Occidente”

    Saber distinguir las características y las tendencias más probables de la situación internacional en ciernes, es vital para la Argentina.

    Los alineamientos dependerán en cada momento de qué aspecto de las relaciones está en juego. Es imprescindibles establecer políticas de Estado que no dependan solo de administraciones momentáneas porque se está poniendo en marcha un ciclo schumpeteriano, de largo plazo: la fase superior de la globalización. En cualquier circunstancia hay que evitar la pérdida y por el contrario fortalecer la libertad de movimientos.