Un debate caliente en el Congreso de Tucumán

    Julio M. Luqui Lagleyze*


    María Martínez

    El Congreso General Constituyente había sido convocado por el un nuevo Directorio, surgido tras la caída del Director Carlos de Alvear, a mediados de 1815.

    La convocatoria fue hecha a fines de ese mismo año y se debía a la fuerte influencia de San Martín, a la sazón Gobernador Intendente de Cuyo, pero que movía desde Mendoza los hilos de la renovada Logia Lautaro en Buenos Aires, que seguía ahora su Plan Continental. Los ideales originarios de encausar la revolución y declarar la Independencia volvían a reverdecer en el Congreso.

    Se había elegido Tucumán, por estar en un nudo de comunicaciones entre el centro y el norte de las PPUU y alejado de Buenos Aires. Esta se hallaba amenazada por una posible invasión española y demasiado cercana, además, a la convulsionada Banda Oriental y el Litoral. Estos respondían a Artigas, que no aceptó enviar diputados al Congreso, montando uno propio, llamado del Oriente, de poca influencia y nulos resultados, pese a su exagerada ponderación por parte de algún historiador actual.

    Los portugueses por su parte no mostraban claras intenciones con respecto a las PPUU. Esto es si apoyarían desde sus puertos de Brasil a una expedición española; si entrarían en alianza militar para atacar a la capital insurgente, o si solo abrigaban intenciones anexionistas sobre la Banda Oriental.

    El Alto Perú se había perdido hacía poco, a fines de 1815 en la batalla de Sipe Sipe, y el Ejército del Norte se hallaba en retirada en Salta cuando la convocatoria al Congreso.

    Pero Tucumán aún era segura puesto que el coronel salteño Martín Miguel de Güemes con sus hombres se encargaba de frenar cualquier avance realista desde el Norte, y poco después los restos del Ejército del Norte se instalarían en La Ciudadela, en las afueras de Tucumán para dar protección cercana al Congreso y nuevamente a las órdenes del general Manuel Belgrano.
    Restando las provincias dominadas por la Liga Artiguista y algunas de las ocupadas por el enemigo realista en el Alto Perú, al Congreso concurrieron 29 diputados de todas las provincias unidas: Buenos Aires, la Intendencia de Córdoba (Córdoba, La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero), la de Cuyo (Mendoza, San Juan y San Luis), Salta, Jujuy, la propia Tucumán y por el Alto Perú, las provincias de Charcas, Mizque y Chichas.

    Detrás de la convocatoria al Congreso estaba el general San Martín, quien reclamaba una pronta declaración de independencia, para poder tener el instrumento legal y la legitimidad necesaria para emprender su plan continental de emancipación, amparado en la bandera de una nación soberana y no como provincias insurgentes del monarca español. Escribía a uno de sus diputados, Godoy Cruz, que era ridículo tener pabellón, acuñar moneda, usar escudo y hacer la guerra a un soberano del cual todavía seguíamos “a pupilo”, pues no nos habíamos declarado libres de él.

    Luego de resuelto el problema de elegir un nuevo Director Supremo del Estado, responsabilidad que recayó en el brigadier Juan Martín de Pueyrredón, diputado por San
    Luis, seguía la cuestión de la declaración de independencia. Si bien este asunto era mirado como muy espinoso y que muchos preferían demorar en espera de mejor momento, se zanjó finalmente el 9 de julio de ese año, dejando claro que no dependíamos más del Rey de España, sus sucesores y metrópolis.

    Quedaba la determinación de la forma de gobierno y la promulgación de una Constitución, asuntos que llevarían varios debates, muchas alternativas y varios años de gestiones.

    El inicio de los debates por la forma de gobierno dio comienzo a raíz de la presentación del general Belgrano en la sesión secreta del 6 de julio, tres días antes de la declaración de independencia. Este se hallaba de regreso de su misión diplomática en Europa y venía a informar lo que había visto en el Viejo Mundo. En especial en relación a la postura de las potencias con respecto a las revoluciones en la América española.

    Planteó la situación en varios puntos empezando por referir que la revolución americana había perdido prestigio y el poco apoyo que tenía en Europa, debido a “su declinación en el desorden y anarquía continuada por tan dilatado tiempo”. Por otro lado se había producido una mutación completa de ideas en Europa acerca de las formas de gobierno.

    Refería que a diferencia del espíritu general de las naciones en años anteriores era “republicarlo todo” en el día se trataba de “monarquizarlo todo”.

    El modelo era el inglés, la monarquía “temperada” como él la llamaba, que inspiraba o daba esperanzas a todas las demás naciones europeas de seguir su ejemplo. Citaba como ejemplos a Francia y a la absolutista Prusia, cuyo rey se había dado una Constitución.

    Belgrano terminó su exposición dando su opinión que la mejor forma de gobierno para las Provincias Unidas era precisamente la de una monarquía “temperada”, es decir, constitucional. Y propuso para el trono a la dinastía de los incas, como un acto de justicia y restauración de la Casa despojada del trono por la conquista española. Esta era a sus ojos una forma de ganar legalidad y legitimidad ante las potencias europeas.

    A los pocos días de declarada la independencia se inició el debate “monárquico”. Se va a debatir entre los días 15, 19 y 31 de julio y 5 y 6 de agosto. Quien tomó la palabra primero fue el diputado por Catamarca Acevedo, que siguió la idea de Belgrano proponiendo una monarquía temperada en la dinastía de los incas y con sede de Gobierno en el Cuzco. En los siguientes días hablaron otros diez diputados (Oro, Serrano, Pacheco de Melo, Castro Barros, Godoy Cruz, Rivera, Loria, Thames, Malabia y Anchorena) la mayoría de los exponentes y el resto de los representantes sostuvo la idea monárquica. El quid de la cuestión inicial era si con Inca o sin Inca. No hubo manifestaciones democráticas en el Congreso, aunque aparecieron tímidas voces que podrían tenerse por republicanas. Pero ninguno lo hizo por el régimen federal, que fue condenado por varios diputados como causa de atraso, anarquía y desunión.

    Quienes querían la monarquía incaica lo hacían por ganar el apoyo y entusiasmo de los habitantes del Alto Perú y del Perú. Estos, en su mayoría de origen indígena o mestizo, estaban divididos aun entre si apoyar a la revolución de la independencia o al Gobierno realista español para evitar más represiones como las había habido en el pasado. Estos se hallaban apoyados por los antiguos generales del Ejército del Norte, como Belgrano y Rondeau, el gobernador de Salta, Güemes, y en un principio por el de Cuyo, el general San Martín, pero este buscó luego otras opciones.

    Belgrano llegó a proclamarla al Ejército del Norte, ya como su comandante, el 27 de julio, al decir que ya estaba jurada la independencia y se había resuelto reivindicar la sangre de los incas para que gobernasen el nuevo estado. Güemes hizo otro tanto el 6 de agosto en proclama al Alto Perú, diciendo que sería establecida en breve la dinastía de los incas y verían sentado en el trono y corte del Cuzco al legítimo sucesor de la corona.

    Quienes no querían al rey inca, invocaban cuestiones prácticas y de tiempo para poder buscar un legítimo sucesor. El diputado por Charcas, Serrano, cuestionaba los problemas para elegir en qué familia inca recaería el honor y cómo formar una nobleza autóctona para el nuevo reino. A la vez que de dónde sacar una regencia en espera de la coronación del elegido. San Martín, que por principios sostenía la idea monárquica, desechó la idea incaica por similares razones. No quería regencias ni triunviratos sino simplemente cambiar el título del Supremo Director por el de Regente, a la espera de la coronación de un príncipe europeo. Esto debía traer aparejado el reconocimiento de Europa y la alianza con aquella nación cuyo heredero fuese elegido Rey.

    El propio Rivadavia, en misión diplomática en Europa, señaló por carta a Pueyrredón que la noticia de la implementación de una monarquía en el Río de la Plata era bien acogida por las cortes europeas, excepto la española obvio. Pero la idea de un Inca había sido tomada con sorna y ridiculizada.

    Finalmente la idea incaica fue abandonada por falta de apoyo y de consenso. La idea monárquica siguió vigente pero se inició la búsqueda de un príncipe europeo. En el abandono del Inca tuvieron importancia las presentaciones de los diputados porteños en unión con los cuyanos que seguían las ideas de San Martín.

    Se suele mencionar como republicanos a dos de estos diputados: Fray Justo Santa María de Oro, por San Juan, y Tomás Manuel de Anchorena por Buenos Aires. El primero de ellos en la sesión del 15 de julio, al ver inclinados los votos de todos hacia el sistema monárquico, expuso que para proceder a declarar la forma de gobierno era preciso antes consultar a los pueblos. Caso contrarío él se retiraría del Congreso. Pero su actitud se revela, más que por republicanismo, por debilitar la opción incaica que llevaba la voz cantante y era mayoría plena.

    Por su parte, Anchorena fue quien cerró los debates sobre la monarquía incásica el 16 de agosto. Allí hizo un discurso en el que señaló las diferencias de carácter y costumbres de los habitantes de los llanos y los altos del territorio de las PPUU. Es decir los de las pampas y los del Alto Perú. Señalando que los de los llanos rechazaban la forma monárquica que se quería adoptar para los de las montañas. Habló de una federación de provincias como solución de las diferencias. Pero su argumento careció de vigor y parece que fue al solo efecto de debilitar la posición incaica. Él mismo lo señaló en carta a su primo el gobernador Juan Manuel de Rosas, en diciembre de 1846. Dice allí que no se cuestionaba el sistema monárquico sino la idea del Inca, a la que ridiculiza duramente.
    El verdadero republicano no aparece en 1816 en Tucumán, sino en 1817 cuando ya el Congreso está en Buenos Aires. Fue el diputado del Alto Perú por La Plata–Charcas, el Dr. Jaime Zudañez. Su oposición la hizo en las sesiones secretas del año 1819, cuando se propuso colocar en el trono al nieto de Carlos IV, el príncipe de Luca. Ahí señaló que la voluntad expresa de sus provincias era por el gobierno republicano.

    Nadie más se promulgó por el sistema republicano, ninguno lo hizo tampoco por el federalismo. En tanto los candidatos a monarcas fueron desfilando por el Congreso, en especial entre los años 1817 a 1820 en que reside en Buenos Aires y es captado por las ideas de la Logia Lautaro directorial que controla el Gobierno de Pueyrredón y dicta los pasos a seguir.

    Los candidatos fueron, además de los hermanos menores de Fernando VII, Francisco de Paula y Carlos María Isidro, Luis Felipe Duque de Orleans, propuesto en 1817; paralelamente el príncipe Sebastián de Borbón Braganza, hijo de Carlota Joaquina y el Rey de Portugal–Brasil Juan VI. Esta candidatura cayó por la invasión portuguesa a la Banda Oriental. Luego fue el ya referido príncipe de Luca.

    Incluso en algún momento se llegó a pensar en un príncipe de la casa Hanover británica. La idea fue de San Martín y se la propuso al comodoro de la estación británica en el Río de la Plata, William Bowles. Al informar este a Londres la idea fue desechada para no entrar abiertamente en conflicto con España, con la que había paz y tratados de amistad desde 1808.

    Finalmente las ideas monárquicas decayeron, no por el peso de las ideas republicanas o un federalismo militante de las provincias. Fue por la caída del Directorio en manos de los caudillos federales del Litoral en 1820. Por otro lado, en América no era bien recibida la idea. Estados Unidos estaba decididamente firme en que debían instalarse democracias republicanas y que no hubiesen reyes en América. Tampoco Bolívar quería ningún tipo de monarquías ni alianzas con Europa.
    En aquella tampoco habían tenido acogida los planes rioplatenses. Por un lado por la oposición de Fernando VII a todo o que no significase el retorno al antiguo orden. Por el otro, por falta de interés de la Santa Alianza en el Río de la Plata. Más lo tenían en una monarquía en México o en el Perú, pero no en el lejano y pobre Río de la Plata.

    *El autor es doctor en Historia, Académico de Número del Instituto Nacional Sanmartiniano y profesor pro-titular de Historia de América de la carrera de Historia de la Universidad Católica Argentina.