Por Pascual Albanese (*)
El 31 de marzo de 2022 la Argentina tiene que afrontar un vencimiento de US$ 19.000 millones con el Fondo Monetario Internacional y no tiene la más mínima posibilidad de hacerlo. Por lo tanto, y de no haber antes una refinanciación de la deuda contraída durante el gobierno de Mauricio Macri, el país entrará en cesación de pagos con el FMI.
Lo que automáticamente arrastraría la cancelación de todos los préstamos, aún de los ya otorgados, de otros organismos multilaterales de crédito, como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), además del cierre de los canales de financiación internacional para las empresas privadas argentinas.
En el léxico de los técnicos del FMI, que en materia de chistes prefieren el humor negro, esa situación supondría cruzar la “deadline” (“línea de la muerte”). Sin incurrir en ningún tremendismo verbal, la consecuencia inevitable de ese incumplimiento sería una hecatombe económica y social, manifestada en una estampida cambiaria, una corrida bancaria y una aceleración de la espiral inflacionaria, que motorizarían una consiguiente crisis de gobernabilidad, de características distintas pero dimensiones comparables a los célebres estallidos de junio de 1989 y de diciembre de 2001 que provocaron las renuncias de Raúl Alfonsín y de Fernando De la Rúa.
Hoy y aquí casi nadie duda que, con variaciones de detalle que no modificarán las tendencias de fondo, los resultados electorales del próximo domingo 14 ratificarán la derrota del oficialismo materializada en las urnas el pasado 12 de septiembre.
Los reflectores de la política están concentrados entonces en que lo que ocurra a partir del lunes 15, cuando las exigencias de las circunstancias, más que la voluntad de los actores involucrados, promueva un nuevo salto cualitativo en el proceso de descomposición y recomposición del sistema de poder instaurado el 10 de diciembre de 2019, ya anticipado después de las elecciones primarias con la designación del gobernador de Tucumán , Juan Manzur, como Jefe de Gabinete y del intendente de Lomas de Zamora, Martín Insaurralde, en similar cargo en la provincia de Buenos Aires.
La aceleración de la crisis está en relación directa con la profundización del deterioro de la autoridad de Alberto Fernández, una tendencia que adquiere carácter irreversible y golpea también con intensidad al gobernador bonaerense Axel Kiciloff, quien administra la principal y casi única base de sustentación política de la vicepresidenta.
La naturaleza eminentemente presidencialista del sistema constitucional argentino obliga a todos los protagonistas a imaginar soluciones creativas (“off de box”), institucionalmente heterodoxas. El ascenso de Manzur y de Insaurralde patentizan esa necesidad, reflejada en la instauración de una suerte de un “primer ministro de facto” tanto en el gobierno nacional como en la principal provincia argentina, sostenidos ambos por el peso de los liderazgos territoriales, ejercidos en el primer caso por los gobernadores peronistas y en el segundo por los intendentes peronistas del conurbano.
Ante un escenario signado por la descomposición del vértice del poder nacional, ese rol de las estructuras territoriales del peronismo, encabezadas por gobernadores e intendentes, sumado al protagonismo creciente de las organizaciones sindicales, representadas por la CGT, y de los movimientos sociales, expresados políticamente por el Movimiento Evita, conforman el triángulo de fuerzas necesario para avanzar en el obligado rediseño de la coalición gubernamental. La “variable de ajuste” es el propio Fernández, reducido a un rol cuasi-protocolar, y una aceptación, al menos tácita, de Cristina Kirchner a un giro no deseado pero sí ineludible.
Las especulaciones sobre la estrategia de la vicepresidenta, que tanto desvelan a los analistas, omiten el hecho, obvio pero fundamental, de que ella no está hoy en situación de sustituir a Fernández en la presidencia ni mucho menos aún de sucederlo en 2023. Ambas limitaciones insalvables reducen drásticamente su capacidad de maniobra. Cuando en mayo de 2019 Cristina Kirchner resignó su candidatura presidencial para ungir en su reemplazo a Fernández, demostró comprender que, por su imagen negativa en la opinión pública, no eran para nada seguras sus posibilidades de ganarle en una hipotética segunda vuelta a Mauricio Macri, y que tampoco estaba convencida de tener el espacio suficiente como para gobernar la Argentina en el presente contexto mundial.
Ese ejercicio de lucidez que originó aquella decisión tiene hoy más vigencia que entonces. Más todavía si se tiene en cuenta que Axel Kicoloff y Máximo Kirchner, mencionados como sus dos posibles delfines, también parecen haber quedado afuera de la carrera sucesoria de 2023.
El signo inexorable de esta recomposición del poder en ciernes es la búsqueda de un amplio consenso nacional que en primer lugar garantice el éxito de las negociaciones encaradas por el Ministro de Economía, Martín Guzmán, con el FMI, cuya concreción, nunca conviene olvidarlo, está supeditada al respaldo político de la administración estadounidense.
En este punto neurálgico, existe una coincidencia virtualmente generalizada entre los sectores políticos del oficialismo y de la oposición y en la totalidad de los actores sociales, aún entre los que en público aparentan resistirlo. La verdadera incógnita reside en si el desarrollo del proceso político permitirá que ese consenso podrá materializarse en los hechos.
Las resistencias del “kirchnerismo”, exhibidas discursivamente en el acto del pasado 17 noviembre en la Plaza de Mayo y en algunas recientes expresiones públicas de Máximo Kirchner y de “La Cámpora”, conservan cierta capacidad de daño y pueden agravar la conflictividad política de la definición pero carecen del peso suficiente como para promover una radicalización del gobierno ante ese desafío crucial que tiene como plazo improrrogable el 31 de marzo.
De hecho, ya el “kirchnerismo” abjuró de la pretensión de volcar para el consumo interno los US$ 4.300 millones provenientes de los derechos especiales de giro del FMI, que fueron destinados a pagar los vencimientos de corto plazo con el organismo, y arrió discretamente la bandera de una prórroga a veinte años de los plazos para la reprogramación de la deuda.
Más allá de las expresiones contradictorias contenidas en los discursos presidenciales en su periplo europeo, que buscaron compatibilizar el realismo político con la encendida retórica “anti-FMI” alimentada por el “kirchnerismo”, las intenciones acuerdistas con el FMI fueron exhibidas por Guzmán y ratificadas semanas atrás en Nueva York por Manzur y en Washington por el Secretario de Asuntos Estratégicos, Gustavo Beliz, en sus entrevistas con el principal asesor de la Casa Blanca para América Latina, Juan González, y el asesor para la seguridad nacional, Jake Sullivan, en dos gestos políticos amortiguados localmente por los fuegos de artificio de la campaña electoral.
Todo indica que esas intenciones conciliadoras serán exhibidas seguramente con mayor vigor después del 14 de noviembre y planteadas como una cuestión prioritaria en el diálogo poselectoral anunciado oficialmente por el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa. Con una aclaración necesaria: en política, la diferencia entre “intención” y “voluntad” es objetiva y no subjetiva. No reside tanto en la sinceridad de las intenciones expuestas sino en la capacidad de materializarlas.
Una intrincada trama de diálogos bilaterales y multilaterales públicos y privados revela que los distintos actores políticos y sociales se aprestan para afrontar ese conflictivo escenario del 15 de noviembre.
Una muestra palpable de esa ronda de conversaciones fue la participación de Gildo Onorato, secretario gremial de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular y dirigente del Movimiento Evita, en el coloquio de IDEA en que se exhibió un video del Papa Francisco que exhortó a avanzar en el camino de la sustitución de los subsidios estatales a los desempleados por trabajo genuino, en sugestiva coincidencia con el proyecto de ley presentado por Massa en la Cámara de Diputados.
La activa participación de un calificado dirigente del Movimiento Evita en el cónclave anual más representativo del empresariado argentino oficializa un acercamiento iniciado en los últimos meses en los conciliábulos reservados del Consejo Económico y Social que preside Béliz. En ese entramado cabe subrayar el creciente papel integrador de la Iglesia Católica, que ante el peligro de reiteración de acontecimientos traumáticos revaloriza la importancia de la experiencia del Diálogo Argentino ante la crisis de diciembre de 2001.
En esa misma dirección, y con singular relevancia por sus implicancias políticas en el peronismo, cabe anotar el documento difundido por la CGT con motivo de la movilización del lunes 18 de octubre, en la que participaron también los movimientos sociales nucleados en el trípode de “Los Cayetanos” (Movimiento Evita, Barrios de Pie y Corriente Clasista y Combativa), que convoca a un amplio acuerdo político y social.
Esa declaración, cuya redacción fue precedida de un exhaustivo análisis por parte de la cúpula sindical, vale tanto por lo que dice y como también por lo que no dice. De allí la relevancia de que el texto haya omitido hasta la más mínima referencia al gobierno nacional, a las personas del presidente y la vicepresidenta e inclusive a las próximas elecciones legislativas.
Luego del 14 de noviembre, la dirigencia de Juntos por el Cambio, que hoy – al igual que el oficialismo – está concentrada en la contienda electoral, tendrá que asumir la responsabilidad indelegable de la negociación de un acuerdo de gobernabilidad. Por el momento, puede refugiarse en la proximidad de las elecciones, especular con sus resultados y escudarse en la ausencia de una formal convocatoria gubernamental. Pero es inevitable que ese llamado oficial, anticipado por Massa y urgido por las crisis en ciernes, sea cursado en la segunda quincena de noviembre.
Esa certeza sobre el peligro de la ingobernabilidad presidirá las discusiones entre “halcones” y “palomas” dentro de Juntos por el Cambio. Los principales dirigentes de la coalición opositora con responsabilidades gubernamentales, empezando por el Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, y el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, quienes a la vez compiten entre sí por la candidatura presidencial, no estarán en condiciones de rehuir ese desafío.
Esa situación objetiva es incentivada por el hecho de que tanto Rodríguez Larreta como Morales mantienen una fuerte vinculación política con Massa, que es el gestor informal de la convocatoria, y que el debilitamiento del Poder Ejecutivo, unido a la actual crisis del sistema de partidos y la futura integración del Congreso Nacional, hacen que el único escenario institucional viable para los posibles acuerdos sea necesariamente la Cámara de Diputados, a la que se incorporarán en diciembre varios dirigentes del ala “dialoguista” de Juntos por el Cambio, entre ellos Diego Santilli, Emilio Monzó, María Eugenia Vidal y Rogelio Frigerio, triunfadores en sus respectivos distritos.
La coronación exitosa de este proceso de entendimiento con el FMI antes del fatídico plazo del 31 de marzo exige, como requisito previo e indispensable, la concertación de un acuerdo político y social capaz de sustentar su implementación. En una situación signada por el vaciamiento de la autoridad presidencial, esa tarea requiere, ante todo y sobre todo, la existencia de un liderazgo capaz de pilotear la etapa de transición que comienza el 15 de noviembre. Si eso no ocurre, la simple voluntad aislada de los actores no alcanzará para lograrlo. En esas circunstancias, el resultado sería una crisis de gobernabilidad, cuya profundización no excluiría como alternativa la convocatoria a una Asamblea Legislativa.
(*) Fundación del Segundo Centenario.