lunes, 23 de diciembre de 2024

Primer requiem para un management tradicional

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Uno de los padres fundadores de la moderna teoría del management sostuvo que gran parte de lo que se enseña y se practica en esta materia es obsoleto, erróneo, o ambas cosas.

En 1999, hace más de dos décadas, Mercado publicó este artículo que tal vez tiene más vigencia hoy que en aquel momento. Agudo y preciso, Peter Drucker analiza los siete pecados capitales del management, los anacronismos que pueden conducir al fracaso de una empresa o de una carrera gerencial.

Este es, ante todo, un documento destinado a dividir las aguas, promover la polémica y revelar las nuevas claves de una disciplina en la que, según Drucker, casi todo debe revisarse.

A medida que avanzamos en la era de la economía del conocimiento, comprobamos que las premisas básicas de lo que se enseña y se practica en materia de management están decididamente desactualizadas.

Todo gerente con experiencia sabe que pocas políticas siguen vigentes después de 20 o 30 años. Muchas de las premisas que rigen actualmente la economía, los negocios y la tecnología tienen por lo menos 50 años y ya han cumplido su ciclo. Es decir, que estamos predicando, enseñando y poniendo en práctica políticas incompatibles con la realidad y, por lo tanto, contraproducentes. Este ensayo se propone reexaminar estas premisas y prácticas.

La ortodoxia actual está basada sobre un principio que ha sido sostenido prácticamente por todos los teóricos del management y por la mayoría de quienes lo han practicado desde los primeros días del pensamiento organizacional, es decir, desde los tiempos de Henri Fayol en Francia y Walter Rathenau en Alemania, a principios de siglo.

Se ha dado por sentado que existe una única forma adecuada de organización.

Fayol acuñó el principio de que hay una estructura apropiada para cada empresa fabril: una división funcional entre las áreas de ingeniería, producción, ventas, finanzas y personal. Las divisiones debían administrarse de manera independiente; se unían sólo al llegar al nivel del director general. Esa es sólo una de las siete premisas sobre la organización que han perdido vigencia:

·       Existe una única forma de organizar a la empresa.
·       Los principios del management se aplican sólo a las organizaciones comerciales.
·       Hay una sola forma adecuada de administrar los recursos humanos. (Primero, lo mejor era la centralización, el control desde arriba hacia abajo. Luego se puso de moda la descentralización. Y hoy se considera que el ideal reside en los equipos de trabajo.)
·       Las tecnologías, los mercados y los usos finales son fijos y rara vez se superponen. O sea que cada industria y actividad tiene una tecnología específica y un mercado específico.
·       El management es, por definición, sólo aplicable a los activos y empleados de una organización.
·       La tarea del management es “dirigir una empresa” y no concentrarse en lo que sucede fuera de ella. Tiene, por lo tanto, una orientación hacia lo interno y no hacia lo externo.
·       Las fronteras nacionales configuran el entorno de la empresa y de la gestión.

 

Hasta principios de la década de los ´80, todas estas premisas ­a excepción de la primera­ eran suficientemente compatibles con la realidad como para resultar útiles.

En este ensayo me propongo demostrar porqué cada una de ellas es errónea, está desactualizada, o ambas cosas. Si no se las abandona a tiempo frente a esta realidad tan cambiante, cualquier empresa ­y cualquier carrera profesional­ puede fracasar.

 

La disciplina del management

Hoy tendemos a pensar en el management como algo exclusivamente referido a las empresas. Pero esta noción tiene un origen relativamente reciente. Antes de la década de los ´30, el puñado de pensadores y escritores que se ocupaban del management ­como Frederick Winslow Taylor o Chester Barnard ­ suponían que la gestión de empresas era sólo una subespecie del management en general.

La primera aplicación consciente y sistemática de los principios del management no tuvo que ver con una empresa, sino con la reorganización del Ejército de Estados Unidos en 1901 por parte de Elihu Root (1845-1937), el secretario de Guerra de Theodore Roosevelt.

El primer congreso de management ­realizado en Praga en 1922­ no fue organizado por gente de empresas, sino por Herbert Hoover, el entonces secretario de Comercio norteamericano, y Thomas Masaryk, el famoso historiador y presidente fundador de la República de Checoslovaquia.

La noción de que el management sólo se aplica a la gestión de negocios surgió durante la Gran Depresión, que alimentó la hostilidad contra las empresas y el desprecio por sus ejecutivos.

Para no cargar con ese estigma, la gestión del sector estatal fue rebautizada con el nombre de administración pública y proclamada como disciplina independiente, con sus propios departamentos en las universidades, su propia terminología y su propio desarrollo profesional.

Pero la moda cambió en el período de la posguerra. Hacia 1950, la palabra empresa había perdido sus connotaciones negativas, en gran medida gracias al desempeño exhibido por las compañías norteamericanas durante la Segunda Guerra Mundial.

Finalmente, nos estamos poniendo a tono con la realidad: basta ver el rápido crecimiento de la oferta de cursos de gestión de organizaciones sin fines de lucro. Pero aun así persiste la idea de que el management está exclusivamente referido a las empresas. Lo que equivale a suponer que la medicina es lo mismo que la obstetricia.

¿Por qué es importante terminar con esta diferenciación artificial? Porque es muy poco probable que las empresas sean el sector con mayores posibilidades de crecimiento en las sociedades desarrolladas del siglo XXI. (En realidad, tampoco lo han sido durante es el siglo XX.)

En los países avanzados, la proporción de trabajadores empleados por las empresas es más baja hoy que hace 100 años.

Los sectores de mayor crecimiento durante el siglo XX en los países desarrollados han sido la administración pública, las profesiones liberales, la salud y la educación. Esa tendencia continuará y se acentuará en el siglo XXI.

Las actividades sociales sin fines de lucro son hoy las que más pueden aprovechar los beneficios de una gestión sistemática basada en la teoría y en los principios. Sólo hay que pensar en los enormes problemas que hoy enfrenta el mundo; ­pobreza, atención médica, educación, tensiones internacionales,­ para comprobar la necesidad de contar con soluciones creadas por el management.

La persistencia del talle único

Desde hace más de un siglo, el estudio del management ha girado en torno de una premisa: la que establece que hay o debe haber una sola forma adecuada de organización. Esa idea de “talle único” sigue prevaleciendo hoy.

La estructura organizacional de la empresa fue estudiada por primera vez en Francia, hacia principios de siglo, por Henri Fayol (1841-1925), el director de una de las mayores (pero más desorganizadas) empresas europeas: una compañía minera dedicada al carbón.

Lo mismo ocurrió en Estados Unidos: los primeros teóricos del management fueron empresarios como John D. Rockefeller, J. P. Morgan y, muy especialmente, Andrew Carnegie (quien merece que se lo siga estudiando). Poco tiempo después, Elihu Root aplicó la teoría de la organización al ejército norteamericano. No es una coincidencia que Root haya sido asesor legal de Carnegie.

Estos eran los tiempos en que comenzaban a emerger las organizaciones empresarias de gran envergadura y los gerentes debieron desarrollar esta disciplina sobre la marcha.

La Primera Guerra Mundial puso en evidencia la necesidad de contar con una estructura formal de organización. Porque, para manejar a decenas de millones de soldados y orientar toda la economía hacia la producción que la guerra exigía, era indispensable contar con una organización formal. Sin embargo, la guerra demostró que la estructura funcional de Fayol y Carnegie no era la única forma de organización adecuada para los emprendimientos masivos. Una gestión altamente centralizada simplemente no podía funcionar en esa escala. Fue necesario que la toma de decisiones descendiera por la escala de la organización.

Entonces, inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, primero Pierre S. Du Pont (1870-1954) y luego Alfred Sloan (1875-1966) desarrollaron el concepto de la descentralización, que pronto se convertiría en otro mito gerencial, la única forma correcta.

Y en los últimos años hemos comenzado a ver a los equipos de trabajo como la mejor forma de organización para prácticamente todo.

¿El fin de las jerarquías?

Sin embargo, a estas alturas, ya debería haber quedado claro que no existe una forma de organización adecuada. Sólo hay organizaciones, cada una de las cuales tiene sus fortalezas, sus limitaciones y sus aplicaciones específicas. Resulta evidente que la organización no es un absoluto: es una herramienta para que la gente sea productiva trabajando en conjunto. Por lo tanto, una estructura organizacional es adecuada para ciertas tareas, en ciertas condiciones y en determinados momentos.

Ahora escuchamos hablar del “fin de las jerarquías”. Es una perfecta tontería. En toda institución debe haber una autoridad máxima, es decir, un jefe, alguien que puede, en una situación de peligro para todos, tomar la decisión final y pretender que todos lo obedezcan.

Si el barco se va a pique, el capitán no convoca a una reunión: da una orden. La jerarquía, y su aceptación incuestionada por parte de todos los que integran una organización, es la única salida frente a una crisis.

Pero la organización adecuada para manejar una crisis no es la mejor para encarar todas las tareas. En ocasiones, el trabajo en equipo es la respuesta acertada.

Henri Fayol habló de la “empresa manufacturera típica”. En la década de los ´20, Alfred Sloan organizó cada una de las divisiones descentralizadas de General Motors exactamente de la misma manera.

Treinta años después, durante la gran reorganización de General Electric, se recurrió al mismo principio: hay una sola manera de organizar el trabajo. Una pequeña unidad de poco más de una docena de investigadores asignados exclusivamente a proyectos de la Fuerza Aérea debía organizarse exactamente de la misma manera que un enorme departamento con varios miles de empleados, dedicado a la fabricación de tostadoras o de un generador eléctrico. El pequeño grupo de investigadores tuvo que cargar con gerentes de fabricación, de personal, de finanzas y de relaciones públicas.

Principios universales

La naturaleza del trabajo determina muchas diferencias en cuanto a la estructura organizacional adecuada. Sin embargo, hay principios de la organización que son universales.

Uno de ellos es que la organización tiene que ser transparente. Las personas deben conocer y comprender la estructura en la que trabajan. Esto puede parecer obvio, pero son numerosas las instituciones (incluso las militares) que violan este principio.

Tal como he mencionado, alguien debe tener la autoridad como para dirigir una organización en medio de una crisis. También es un principio general en todo tipo de organización que cada uno de sus miembros debería tener un solo patrón. Era muy sabio aquel viejo proverbio romano que establecía que un esclavo con tres amos era un hombre libre. Nadie debe ser sometido a un conflicto de lealtades, y tener más de un jefe crea ese tipo de dilemas.

Un sólido principio estructural indica que hay que tener la menor cantidad posible de niveles, es decir, una organización lo más chata posible. Una de las consecuencias de todo esto es que los individuos tendrán que aprender a trabajar al mismo tiempo en diferentes estructuras organizacionales.

Para algunas tareas, trabajarán en equipo, y para otras tendrán la estructura típica del comando y control. El mismo individuo que es jefe dentro de su propia organización es socio de una alianza y hasta socio menor de un joint venture.

Pensemos las cosas de este modo: el ejecutivo del futuro necesitará una caja de herramientas llena de modelos de estructuras organizacionales y tendrá que saber elegir la herramienta correcta para cada tarea específica.

Eso significa que tendrá que aprender a usar cada una de esas herramientas y comprender cuál es la mejor para cada tarea y saber también cuándo corresponde cambiar un tipo de organización por otra.

Este análisis es quizá más necesario para la organización políticamente correcta del mundo actual: el equipo de trabajo.

Hay muchos tipos de equipos de trabajo. Recién estamos comenzando a explorarlos, a definir sus fortalezas y debilidades y a saber dónde funciona o no funciona cada uno de ellos.

Pero a menos que entendamos, y rápidamente, para qué es adecuado cada equipo, este modelo terminará siendo descartado, como otra moda pasajera.

¿Cuál es el papel que juega en todo esto el CEO de una empresa? Todos los estudios llegan a la conclusión de que la tarea de la alta gerencia requiere la participación de un equipo. Pero, en este tema, la retórica se aleja totalmente de la realidad, y rendimos un culto extremo a la personalidad de los superhombres que cumplen la función de CEO: celebridades como Bill Gates, Jack Welch, Lou Gerstner.

Pero, ¿cómo fueron elegidas estas personas, quién y cómo las sucederá? ¿Cuáles son las salvaguardias que garantizarán que el sucesor será la persona más idónea para la tarea? La gente le presta muy poca atención al proceso de sucesión aunque es, de hecho, la prueba máxima de una buena gestión.

En este campo, una organización no-empresaria ha realizado un excelente trabajo: el primer intento consciente por ocuparse de los problemas que plantea la sucesión fue realizado por los autores de la Constitución de Estados Unidos. Resolvieron, por primera vez en la historia de la humanidad, cómo asegurar una sucesión ordenada sin las matanzas, envenenamientos, complots y golpes de estado que marcaron la historia de las sucesiones reales.

Aunque no conozco ningún caso de muerte por garrote entre los rivales que compiten por la sucesión en el puesto de dirección de una compañía, tampoco conozco ningún sistema que asegure una sucesión exitosa en el mundo de las empresas o de las organizaciones. La Constitución garantizó, en cambio, que hubiera un ejecutivo principal legítimamente elegido, que habría de esperar entre bambalinas sin constituirse en una amenaza para el presidente en funciones, tal como ocurría con los príncipes herederos de la antigüedad. El vicepresidente que sucede al presidente que fallece en ejercicio del cargo puede no ser la persona más idónea. Pero nadie pone en duda su legitimidad y su autoridad.

¿Existe sólo un camino?

En su libro The Human Side of Enterprise (1960), Douglas McGregor afirmó que la gerencia tiene que elegir entre dos ­y sólo dos­ formas de administrar al personal: la “Teoría X” y la “Teoría Y”. La primera, parte de la premisa de que la gente no desea trabajar; por lo tanto, se debe aplicar la coerción y el control. La segunda, da por sentado que los empleados quieren trabajar y que lo único que necesitan es una motivación adecuada.

McGregor afirmó que la Teoría Y es la única válida. Un poco antes yo había dicho esencialmente lo mismo en mi libro The Practice of Management (1954).

El principio que establece que es necesario administrar a la gente sigue vigente, pero es erróneo. Algunos años más tarde, Abraham H. Maslow demostró en su libro Eupsychian Management (1962; nueva edición de 1998 bajo el título de Maslow on Management) porqué McGregor y yo estábamos totalmente equivocados. Probó de modo concluyente que hay que administrar de manera diferente a diferentes personas.

Yo suscribí de inmediato su teoría pero, hasta ahora, muy poca gente le ha prestado la debida atención.

En aquella premisa esencialmente errónea de que existe una sola manera de administrar los recursos humanos se basan todos los demás presupuestos en la materia. Uno de ellos indica que la gente que trabaja para una organización trabaja tiempo completo y depende de la organización para vivir y mantenerse. Otra suposición es que son subordinados, de los que se espera que hagan lo que se les ha encargado hacer y no mucho más.

Una importante ­y creciente­ minoría de la fuerza laboral ha dejado de ser personal de tiempo completo. Trabajan para un contratista externo, ya sea un servicio de limpieza o una empresa de procesamiento de datos.

Otros integrantes de la fuerza laboral de una organización pueden ser contratistas individuales que trabajan durante un período determinado; y éste es el caso, con frecuencia, de la gente más valiosa y más idónea.

Pero, incluso si trabajan tiempo completo, cada vez menos empleados pueden ser calificados como subordinados, porque cada vez son más los trabajadores del conocimiento. Y a ellos no se los administra en calidad de subordinados, porque son asociados. Pueden tener rango de empleado senior o junior, pero no son superiores o subordinados.

Esta diferencia no es superficial. Una vez superada la etapa del aprendizaje, los trabajadores del conocimiento deben conocer su trabajo mejor que sus propios jefes. La definición misma de trabajador del conocimiento dice que sabe más sobre su trabajo que cualquier otra persona de la organización.

Por ejemplo, el ingeniero que atiende a un cliente no sabe más sobre el producto que el gerente de la división. Pero sabe más sobre el cliente, y esto puede ser más importante que conocer el producto. El meteorólogo que trabaja para una base aérea tiene un rango inferior al del comandante de la base. Pero no sería de utilidad si no supiera infinitamente más que él sobre las condiciones del tiempo.

En consecuencia, no es que el ejecutivo sea amable cuando se refiere a un empleado como un asociado. Lo que está haciendo es reconocer la realidad.

El vicepresidente de Marketing puede haber recorrido toda la ruta del sector ventas y conocer a fondo esa función. Pero sabe poco sobre investigación de mercado, política de precios, packaging, servicios, pronóstico de ventas. En consecuencia, no puede decirle a los expertos del departamento de marketing lo que deben hacer. En ese sentido, son asociados, no subordinados.

En otras palabras, su relación se parece mucho más a la que existe entre el director de una orquesta y los músicos. El director quizá no sepa tocar el violín; pero su éxito depende de la calidad de sus asociados. Y de la misma manera que una orquesta puede sabotear al director más capaz ­especialmente si es autocrático­, una organización del conocimiento puede fácilmente sabotear al superior más capaz, especialmente si es autocrático.

Todo esto indica que hasta los trabajadores de tiempo completo deben ser tratados como voluntarios. En este punto, las empresas tienen mucho que aprender del Ejército de Salvación o de la Iglesia Católica.

Lo que motiva a los trabajadores ­especialmente a los trabajadores del conocimiento­ es lo mismo que motiva a los voluntarios. Como sabemos, los voluntarios deben sentirse más satisfechos con lo que hacen que los trabajadores asalariados precisamente porque no cobran un sueldo. Necesitan, por sobre todas las cosas, un desafío. Tienen que conocer la misión de la organización y creer en ella. Necesitan capacitación continua. Necesitan ver los resultados.

Queda implícito, entonces, que a los empleados hay que tratarlos como asociados, y en los hechos, no sólo por la designación que tengan. La definición de sociedad lleva implícita la idea de que todos los socios son iguales y también que a los socios no se les dan órdenes. Es por esa razón, en consecuencia, que la administración de recursos humanos es cada vez más una tarea de marketing. Y en el marketing, jamás comenzamos con la pregunta: “¿qué es lo que queremos?”, sino: “¿qué es lo que quiere la otra parte? ¿cuáles son sus valores? ¿cuáles son sus metas? ¿a qué llama resultados?”.

Nada de esto tiene cabida en la Teoría X ni en la Teoría Y, ni en ninguna otra teoría sobre la administración de personal. Va más allá de ellas y significa alinear las metas de los empleados con las de la organización, y viceversa.

La administración de los recursos humanos pasará a ser una función crucial en los países desarrollados, porque su única ventaja competitiva es la productividad de sus trabajadores del conocimiento, que todavía es abismalmente baja.

Y quizá no haya mejorado en los últimos 100 o 200 años por la simple razón de que nadie se ha esforzado por mejorarla. Todo nuestro trabajo en pos de la productividad ha estado centrado en la productividad del trabajador manual, del operario.

Y esto requerirá, por encima de todo, que cambiemos nuestras premisas sobre el sentido del management. No es lo que hacemos con nuestro personal, porque no lo administramos, ni lo gerenciamos: ejercemos un liderazgo. Para llevar al máximo su desempeño hay que capitalizar sus fortalezas y su conocimiento, en lugar de tratar de colocarlos en un molde.

Desaparecen las fronteras tecnológicas

Durante los primeros tiempos de la revolución industrial, se supuso ­con absoluta validez­ que la industria textil tenía su tecnología propia y exclusiva. Lo mismo puede decirse de la extracción de carbón y de las restantes actividades manufactureras que surgieron a fines del siglo XVIII y durante la primera mitad del siglo XIX. Estas tecnologías no se superponían demasiado.

El alemán Werner von Siemens (1816-1892) construyó una de las primeras organizaciones industriales de gran escala esencialmente porque entendió de qué se trataba. Para lograr una ventaja en la tecnología de su industria, contrató en 1869 al primer científico capacitado en la universidad para montar un moderno laboratorio de investigación.

De estos laboratorios nacieron la industria eléctrica y la industria química de Alemania, que adquirieron liderazgo mundial porque desarrollaron la mejor tecnología. De esta comprensión de la industria nacieron las restantes empresas líderes del mundo: fábricas de automóviles, telefonía, laboratorios farmacéuticos, y luego la computación.

En el siglo XIX y durante toda la primera mitad del siglo XX, se podía dar por sentado que las tecnologías que estaban fuera de la actividad en la que trabajábamos tenían un mínimo impacto en esa industria. Bastaba con conocer la tecnología propia para prosperar. No era necesario que los técnicos en siderurgia le prestaran mucha atención a lo que estaba sucediendo en la aeronáutica, por ejemplo.

Esta especificidad fue la base del que ha sido quizás el más exitoso laboratorio de investigación de los últimos 100 años. Desde su fundación, a principios de la década de los ´20 y hasta fines de los ´60, Bell Labs produjo virtualmente todas las nuevas tecnologías que la industria telefónica necesitaba.

Pero por esa atención exclusiva a su propia industria, Bell Labs ­y su compañía madre, AT&T,­ habría de pagar un precio muy caro. Su mayor logro científico fue el transistor. Pero los principales usos del transistor estaban fuera del sistema telefónico y la gerencia del laboratorio estaba muy poco interesada en lo que sucedía fuera de su campo. (Es más, tampoco sabía mucho del tema.) En consecuencia, el gran invento de Bell Labs fue vendido por la ridícula suma de US$ 25.000. Que Sony, Intel y Compaq sean hoy grandes empresas se debe en gran medida a la miopía de Bell Labs, porque ellas, y otros cientos de compañías exitosas capitalizaron las ventajas del transistor.

Sencillamente, Bell fue incapaz de percibir que el mundo había cambiado y que se habían derribado los muros tecnológicos que separaban a las industrias.

En estos tiempos, la premisa de la que debemos partir es que las tecnologías que tendrán el mayor impacto en una empresa y en su sector probablemente estén fuera de su propia esfera de acción.

Los muros que antes definían con precisión a las distintas industrias comienzan a derrumbarse. Mientras que antes las empresas competían dentro de un sector, hoy los sectores compiten entre sí. El rival del acero no es sólo el aluminio, sino el plástico que producen las empresas petroleras y químicas. Las computadoras comenzaron siendo una herramienta de ingeniería y luego un medio para almacenar datos, pero hoy forman parte del negocio de las comunicaciones.

Recién después de la Segunda Guerra Mundial quedó claro que el uso final no está exclusivamente atado a un determinado producto o servicio. Comenzó con el plástico, cuando invadió territorios que eran exclusivos del acero y el vidrio.

Finalmente hemos comprendido que la necesidad es exclusiva pero los medios para satisfacerla son variados. La gestión de empresas que olvide esto no durará mucho en el mundo actual.

La información no pertenece a ningún sector determinado. Tampoco tiene un único uso final ni existe ningún uso final que requiera un tipo determinado de información.

Todo esto lleva a la conclusión de que quienes no son clientes son tan importantes como los que sí lo son, y quizá más, porque son clientes potenciales. Muy pocas instituciones prestan servicios a más de 30% de un mercado. En otras palabras, hay muy pocas instituciones en las que los no clientes representen menos de 70% del mercado potencial. Y, a pesar de ello, son muy pocas las instituciones que saben algo sobre los que no son clientes (muy pocas saben siquiera que existen). Y menos aún son las que saben por qué esas personas no son clientes. Sin embargo, los cambios siempre comienzan con ellos.

La rápida declinación de las tiendas por departamentos de Estados Unidos durante las décadas de 1970 y 1980 no fue provocada por la deserción de sus clientes. Alrededor de 30% de las amas de casa norteamericanas que eran clientes de estas tiendas se mantuvieron fieles, pero surgió una nueva generación de mujeres cultas que trabajaban fuera del hogar y que no iban a las tiendas por departamentos porque no tenían tiempo. Como no eran clientes, las grandes tiendas les prestaron muy poca atención.

Y cuando se convirtieron en el sector dominante de la clase media adinerada, era ya demasiado tarde para que los department stores salieran a ganarse su lealtad. Al limitarse a atender a sus clientes habituales, estas empresas terminaron atendiendo a una raza en extinción.

La experiencia nos indica que el cliente nunca compra lo que el proveedor vende. El valor es, para el cliente, algo fundamentalmente distinto de lo que es el valor o la calidad para el proveedor. Esto se aplica tanto a una empresa como a una universidad o a un hospital.

Examinemos el caso de las grandes iglesias evangélicas que han crecido tan rápidamente en Estados Unidos durante la década de 1980 y que constituyen sin duda el fenómeno social más importante de los últimos 30 años. Hoy suman alrededor de 20.000, mientras los cultos tradicionales han declinado. Y esto se debe a que les preguntaron a los no feligreses “qué es el valor” y elaboraron respuestas que las antiguas iglesias no se habían preocupado por brindar. Descubrieron que el valor para el consumidor de los servicios de la iglesia es muy diferente del que las iglesias tradicionalmente suministraban. El valor más importante para los miles de fieles que hoy acuden a estos templos es una experiencia espiritual más que ritual.

Finalmente, el management tendrá que aprender que, para comprender el mercado, hay que comenzar por comprender cómo distribuyen su ingreso los consumidores, algo que los economistas vienen diciendo desde hace 100 años.

Cuando surgió la televisión, a principios de la década de los ´50, el presidente de la empresa japonesa líder de la industria electrónica dijo, en un discurso, que Japón no tendría televisión por muchos años, “sencillamente porque los japoneses no tienen dinero para comprar un aparato”. Dos años después, la penetración de la televisión en Japón casi equiparaba a la de Estados Unidos.

Cinco años después, todos los hogares japoneses, por más humildes que fueran, tenían un televisor: el hecho de que no tuvieran ingresos disponibles para gastar no impidió que los japoneses compraran un aparato. Porque, para ellos, éste no era un producto más. Destinaron una parte mayor de su ingreso disponible al televisor porque les permitía acceder a un mundo del cual habían estado aislados durante siglos. No era un producto, sino una nueva forma de vida.

El sistema de fax se inventó en Estados Unidos (aún hoy, todos los fabricantes de máquinas de fax le pagan una regalía al inventor norteamericano). Sin embargo, las empresas japonesas son las que dominan este mercado. Los norteamericanos perdieron la carrera porque no comprendieron lo que el advenimiento de la televisión les había enseñado a los japoneses.

En Estados Unidos se encargó una gran investigación de mercado cuyos resultados indicaron que la gente no iba a estar dispuesta a pagar el alto costo del equipo de fax sólo para ahorrarse el correo.

En cambio, al recordar lo que les pasó con la televisión, los japoneses comprendieron que los consumidores tienen una voluntad infinita para invertir sus ingresos disponibles en telecomunicaciones, aunque ello signifique privarse de otras cosas. Así que lanzaron la máquina de fax, y hay pocos productos en la historia que hayan logrado una aceptación tan rápida y universal.

La moraleja es que ni la tecnología ni el uso final deben ser los cimientos para la política de management. Los fundamentos son los valores del cliente ­en el caso anterior, la fascinación y la preferencia por la velocidad del fax frente a la lentitud del correo­ y no las meras funciones.

El fin del comando y el control

El management, tanto en la teoría como en la práctica, se ocupa de la entidad legal, de la institución individual, ya sea una compañía, un hospital, una universidad o una obra de caridad. El concepto tradicional del management se basa en el comando y el control, y al comando y al control se los puede definir legalmente. El CEO de una empresa, el obispo de una diócesis, el director de un hospital, tienen autoridad de mando y control dentro de los confines legales de su institución, pero no fuera de ella. El presidente de General Motors puede decirle a cientos de miles de personas qué hacer. Pero no puede decirle qué hacer a quienes están fuera de GM.

Hace casi 100 años, quedó claro por primera vez que la definición legal no era adecuada para administrar o gerenciar una empresa de envergadura. Para obtener el máximo rendimiento al menor costo, la gerencia necesitaba organizar el proceso económico en toda la cadena de producción. Necesitaba ejercer la autoridad más allá de las fronteras de su propia organización.

Habitualmente se les atribuye a los japoneses la invención del keiretsu, el concepto del management por el cual los proveedores de una empresa están unidos al cliente principal en las tareas de planificación, desarrollo de productos, control de costos, etc. De este modo, aunque la gerencia de Toyota pueda no tener autoridad legal sobre un proveedor de paragolpes, las gerencias trabajan en estrecha relación en la producción, el control de costos y la investigación.

Pero, en realidad, el keiretsu es mucho más antiguo y fue inventado por un norteamericano. El concepto se remonta a alrededor de 1910 y fue acuñado por el hombre que vio por primera vez el potencial del automóvil para generar una industria importante: William C. Durant (1861-1947).

Durant fundó General Motors comprando algunas pequeñas pero exitosas fábricas de automóviles, como Buick, y fusionándolas en una única gran empresa automotriz.

Algunos años después, Durant comprendió que necesitaba incorporar a los proveedores principales a su empresa. Comenzó a comprar, y a incorporar a General Motors, cada vez más fábricas de piezas y accesorios, hasta concluir, en 1920, con la adquisición de Fisher Body, el principal proveedor de carrocerías de automóviles.

Con esta compra, GM había llegado a ser dueña de las fábricas de 70% de todo lo que integra un automóvil, y se había convertido en la empresa más grande y más integrada del mundo. Durante 20 años, disfrutó de una ventaja de 30% en los costos con respecto a todos sus competidores, incluidos Ford y Chrysler.

Pero el keiretsu de Durant significó incorporar a los proveedores a la entidad legal de GM, a su zona de comando y control. Durant había planificado con cuidado la forma de asegurar la competitividad de los proveedores de accesorios que eran propiedad de GM. Cada uno de ellos (con la única excepción de Fisher Body) debía vender 50% de su producción fuera de GM, es decir, a las automotrices rivales, como Packard, Studebaker y Nash.

Sin un mercado garantizado para la mitad de su producción, las divisiones de GM debían mantener bajo control sus costos y su calidad.

Pero, después de la Segunda Guerra, muchas de las automotrices rivales desaparecieron y, con ellas, el control sobre la competitividad de las divisiones de accesorios que eran de propiedad exclusiva de GM. Además, con la llegada de los sindicatos a la industria automotriz entre 1936 y 1937, los altos costos de mano de obra de las plantas de montaje se impusieron también a las divisiones de accesorios de General Motors, lo que las puso en desventaja frente a los proveedores independientes no sindicalizados.

Así fue como el keiretsu de Durant se convirtió en un terrible dolor de cabeza. El error fue colocar a los proveedores-socios dentro de la órbita de comando y control de GM.

El siguiente emprendedor del keiretsu ­y probablemente el más exitoso hasta ahora­ fue Marks & Spencer de Inglaterra que a principios de la década de los ´30 integró a casi todos sus proveedores a su propio sistema de gestión, pero a través de contratos, no de adquisiciones. Fue el modelo Marks & Spencer el que los japoneses copiaron con rigor y mucho éxito en la década de los ´60.

El keiretsu, sea japonés, británico o norteamericano, se basa en el poder. Sears, o Marks & Spencer, o Toyota, tienen un poder económico abrumador. El keiretsu no es una sociedad entre iguales. Sin embargo, con el tiempo, la cadena económica une a socios genuinos. Esto es perfectamente aplicable a la sociedad entre una empresa farmacéutica y la facultad de Biología de una universidad. También se aplica a las uniones transitorias de empresas (o joint ventures) con las que la industria norteamericana ingresó a Japón después de la Segunda Guerra.

Hoy, hasta una empresa pequeña puede convertirse en un socio genuino de una empresa grande, en lugar de funcionar como una compañía subordinada.

Tomemos el caso de las sociedades entre las compañías químicas y farmacéuticas y las empresas dedicadas a la genética, la biología molecular o la electrónica médica. Estas firmas orientadas a las nuevas tecnologías pueden ser pequeñas ­de hecho, habitualmente lo son­ y quizá necesiten capital, pero son dueñas de su propia tecnología. Son los socios senior cuando de tecnología se trata. Y ellas, más que las compañías químicas o farmacéuticas de gran envergadura, son las que pueden elegir con quién asociarse.

Lo que hace falta, entonces, es una redefinición del alcance del management: debe abarcar todo el proceso. Y, en el terreno de la empresa, esto significa todo el proceso económico.

La atención médica es el campo en el que más hemos avanzado en Estados Unidos cuando se trata de llevar el management a todo el proceso. Aquí se ha hecho el primer intento ­hasta ahora no demasiado exitoso­ de poner todo el proceso de la prestación de servicios médicos bajo la gestión de una sociedad que no es dueña de los médicos, ni de los hospitales ni de las clínicas. Pero los supervisa como prestadores de atención médica a gran escala.

Y lo que estas organizaciones están intentando hacer con los servicios de salud tendrá que hacerse en muchas otras áreas (incluyendo, creo, la educación), pero sobre todo en la empresa.

Lo nacional y lo multinacional

En la disciplina del management se sigue suponiendo (y en la práctica del management dándose por sentado) que las fronteras nacionales todavía definen el entorno en el que cual opera la empresa. Esta premisa se mantiene incluso en las multinacionales tradicionales. El carácter multinacional de las empresas no es algo nuevo. Lo que ha cambiado en el mundo real, aunque no en las premisas con las que se maneja el management, es que las fronteras nacionales ya no son relevantes.

Veamos qué pasaba en la antigua empresa multinacional. Lo que fabricaba fuera de sus propias fronteras nacionales era producido dentro de las fronteras de otro país. Simplemente era dueña de una compañía en otro país.

Por ejemplo, el mayor proveedor de material bélico para el ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial era una joven y pujante empresa llamada Fiat, de Turín. Fiat fabricaba los automóviles y los camiones que el ejército italiano necesitaba. El mayor proveedor de material bélico para el ejército austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial también fue una compañía llamada Fiat, de Viena. Suministró todos los automóviles y camiones que el ejército austro-húngaro necesitaba. La Fiat austríaca era una réplica de la Fiat de Italia. Los diseños provenían de Turín, pero todo lo demás se hacía o se compraba en Austria. Todos los productos se vendían en Austria. Y todos los empleados, incluido el CEO, eran austríacos.

Cuando la Primera Guerra enfrentó a Austria e Italia, todo lo que la Fiat austríaca tuvo que hacer fue cambiar su cuenta bancaria. En lo demás, siguió trabajando como lo había hecho hasta ese momento. Era, en verdad, una compañía independiente.

Las multinacionales ya no están organizadas de esa forma. Hasta hace muy poco, las dos subsidiarias europeas de General Motors, Opel en Alemania y Vauxhall en el Reino Unido, eran empresas independientes. Hoy, GM tiene una sola empresa europea que diseña, produce y vende en toda Europa bajo la dirección de una casa central europea. GM-Europa también produce en Asia y América latina, y vende en Estados Unidos. A la vez, GM-Estados Unidos cada vez diseña y produce más para GM-Europa y para GM-Brasil, y así sucesivamente.

Los motores pueden fabricarse en un país, las carrocerías en otro y la electrónica en un tercero. Hoy, los autos en sí, y no sólo la empresa, son multinacionales.

Las compañías mundiales de seguros ­de las cuales la más importante es hoy una empresa alemana, Allianz,­ están trasladando cada vez con mayor frecuencia las principales actividades, tales como el procesamiento de reclamos y las inversiones, a las instalaciones centrales que hacen el trabajo para todas las empresas del grupo, cualquiera sea el lugar en el que se encuentren.

Las industrias surgidas después de la Segunda Guerra, tales como la farmacéutica y la informática, ni siquiera están organizadas en unidades nacionales e internacionales como siguen estando en los casos de GM y Allianz. Funcionan como un sistema mundial en el cual cada una de las tareas ­investigación, diseño, ingeniería, desarrollo y, cada vez más, también producción y marketing­ tiene una organización transnacional.

Como es lógico, esta nueva realidad crea algunos problemas serios, ¿cuál es la nacionalidad de una empresa transnacional?

Hay problemas nuevos con respecto a las inversiones, los impuestos y los derechos de propiedad. En el caso de una guerra, esto generaría enormes problemas con respecto al tratamiento de las instituciones extranjeras. ¿Qué haría usted si su laboratorio de investigación perteneciera a uno de los bandos y la planta de la que sale la línea de productos al otro?

También para el management, las nuevas realidades plantean problemas que hasta hoy no han sido resueltos. Las empresas en general ­y no sólo las grandes­ se organizan mediante unidades de negocios y no según la geografía. ¿Cuáles son las relaciones entre estas diferentes unidades? ¿Cómo trabajan juntas? ¿Cuál es la jurisdicción de cada una? ¿Quién resuelve los conflictos que surgen entre ellas? Todas éstas son preguntas a las que hasta ahora nadie ha dado respuesta.

Incorporar el mundo a la organización

Todas las premisas tradicionales que hemos examinado en este trabajo se basan en una aún mayor: que la incumbencia del management está dentro de la compañía, que la principal tarea de la gestión es dirigir a la organización.

Esto también ha dejado de ser cierto, porque conduce a la incomprensible diferenciación entre management y entrepreneurship. Divide artificialmente las funciones de gerenciar e innovar. Y esta diferenciación ya no tiene ningún sentido. Una empresa o una institución que no innove y que no tenga espíritu emprendedor no habrá de sobrevivir por mucho tiempo.

Y esto es así incluso para la institución más antigua del mundo, la Iglesia Católica. Habitualmente se la considera ultra conservadora y la misma Iglesia se enorgullece de no ceder a los cambios rápidos. Sin embargo, ha innovado y cambiado junto con el mundo. Engendró a los benedictinos en el siglo V, cuando los bárbaros invadieron el Imperio Romano, y a los franciscanos y dominicos 700 años más tarde, cuando resurgieron las ciudades durante la Edad Media. En el siglo XVI, llegaron los jesuitas como respuesta a la Reforma Protestante, y así sucesivamente.

Lo que todo esto significa para el management es absolutamente claro: las fuerzas más influyentes provienen de afuera de la organización, y no de adentro. Las nuevas órdenes católicas no nacieron porque la organización lo decidiera, sino porque los acontecimientos de la sociedad lo requirieron. El movimiento metodista del protestantismo surgió casi espontáneamente a mediados del siglo XVIII, no por razones teológicas sino como respuesta a las privaciones sociales de las clases más pobres del Reino Unido y Estados Unidos.

En síntesis, estas religiones sobrevivieron porque innovaron como respuesta al cambio social. Debió haber sido obvio desde un principio que el management y el entrepreneurship eran sólo dos dimensiones diferentes de la misma tarea. Un empresario con espíritu emprendedor que no sepa cómo aplicar la gestión no tendrá éxito. Y un management que no aprenda a innovar, tampoco.

Todas las instituciones ­no sólo las empresas­ deben incorporar a la gestión diaria cuatro actividades de emprendimiento que corren paralelas. Una es el abandono deliberado de todos los productos, servicios, procesos, mercados y canales de distribución que hayan dejado de contribuir a una óptima asignación de recursos. Esta es la primera disciplina con espíritu emprendedor en cualquier situación dada.

Luego, cualquier institución debe organizarse para lograr las mejoras sistemáticas y continuas (lo que los japoneses llaman kaizen).

A continuación, tiene que organizarse para la explotación continua de sus éxitos. Debe construir un futuro diferente sobre un presente comprobado.

Y, finalmente, tiene que organizar la innovación sistemática, es decir, debe crear ese futuro diferente, convertir en obsoletos, y en gran medida reemplazar, hasta los productos más exitosos del presente.

E insisto en que estas disciplinas no sólo son deseables. Son la condición necesaria para poder sobrevivir hoy.

Las herramientas que originalmente diseñamos para incorporar lo externo a lo interno han sido invadidas por la orientación del management hacia lo interno. Se han convertido en herramientas que le han permitido a la tarea gerencial ignorar lo externo. Lo que es peor, han llevado al management a creer que puede manipular lo externo y someterlo a los fines de la organización.

Tomemos el caso del marketing. El término fue acuñado hace 50 años para enfatizar que el propósito y los resultados de una empresa se encuentran enteramente fuera de ella. El marketing nos enseña que hacen falta esfuerzos organizados para incorporar la comprensión de lo externo ­la sociedad, la economía, el cliente­ a lo interno de la organización para que se convierta en los cimientos de la estrategia y la política.

Sin embargo, el marketing ha cumplido con esta gran tarea sólo en contadas ocasiones. Por el contrario, se ha convertido en un instrumento auxiliar de las ventas. No comienza preguntándose “¿quién es el cliente?” sino “¿qué es lo que queremos vender?”. Apunta a convencer a la gente de que compre lo que la empresa quiere fabricar. Y eso significa retroceder en el tiempo. Esa fue la razón por la que la industria norteamericana perdió el negocio del fax. La pregunta debería ser: “¿cómo podemos fabricar las cosas que los clientes desean comprar?”.

En las últimas décadas, la orientación del management hacia lo interno se ha agravado como consecuencia del surgimiento de la tecnología informática, que causa serios daños porque es excelente para conseguir información incorrecta. A partir del sistema contable de hace 700 años, destinado a registrar e informar los datos internos, la tecnología informática produce cada vez más datos sobre lo que sucede adentro. Pero prácticamente no genera información sobre lo que sucede fuera de la empresa.

Hasta hoy, nadie ha encontrado la manera de obtener información significativa, de una manera sistemática, sobre lo que sucede afuera. Cuando de datos externos se trata, todavía estamos en gran medida en la etapa anecdótica. No hay duda de que el desafío más importante que habrá de enfrentar la tecnología informática en los próximos 30 años será encontrar la manera de organizar la provisión sistemática de información externa significativa.

Un management orientado al exterior

La primera tarea del management consiste en definir los resultados de la empresa. Esta, como puede atestiguar cualquiera que lo haya intentado, es una de las cuestiones más difíciles y más controvertidas, y también una de las más importantes. Por lo tanto, la función específica del management es organizar los recursos para alcanzar resultados fuera de la organización.

En consecuencia, tanto la teoría como la práctica del management deben basarse sobre un nuevo paradigma: el management debe definir los resultados que espera lograr y luego organizar los recursos para obtenerlos.

Kyocera, la empresa japonesa líder en la creación y desarrollo de nuevos materiales inorgánicos, define los resultados como liderazgo en la innovación. Pero su mayor competidor mundial, la alemana Metallgesellschaft, define los resultados en términos de presencia en el mercado. Ambas son definiciones racionales, pero generan estrategias muy diferentes.

El paradigma se aplica a las universidades, las iglesias, las instituciones de caridad y los gobiernos, y también a las empresas.

Por qué importa la gestión

He planteado numerosas preguntas en este ensayo, pero he evitado, deliberadamente, dar respuestas. En el trasfondo de estas preguntas hay una visión muy simple y muy obvia: que el centro de la sociedad moderna, de la economía y de la comunidad no es la tecnología, ni la información ni la productividad. El centro de la sociedad moderna es la institución gerenciada. La institución gerenciada es, en estos días, la forma con la que la sociedad consigue que se hagan las cosas. Y el management es la herramienta específica, la función específica para generar instituciones capaces de producir resultados.

La institución, en síntesis, no existe simplemente dentro de la sociedad y reacciona a ella. Existe para producir resultados en la sociedad.

© Forbes Global/ MERCADO

 

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