La hora de la verdad en ESG

    Debe ser que es “políticamente correcto”. Pero no hay, en los últimos tiempos, declaración de empresa o de organización empresarial que no haga expresa referencia a consultar los intereses de todos los stakeholders (accionistas, empleados, clientes, sociedad con la que se convive).

    Está de moda la sigla ESG (ambiente, sociedad y crecimiento, en español). Es tema de conferencias, entrevistas, declaraciones. Está casi omnipresente. Pero los propósitos son muy buenos, mientras no se los ponga a prueba. Lo interesante es cuando la realidad toma examen a todas estas promesas.

    La actual circunstancia –el temible Covid 19– da una pista de lo difícil que es avanzar en un tema tan urgente como el cambio climático. Con la mayor parte de la actividad paralizada, el descenso en las emisiones de dióxido de carbono ha sido pronunciado.

    Lo cual dispara la pregunta que antes parecía retórica, pero que ahora es realista. ¿Cómo se hará para mantener la temperatura del planeta en menos de 2 grados por encima de la que había en los niveles preindustriales? Para empezar, las emisiones de carbono deberían estar cerca de cero a mitad de siglo.

    No se trata de paralizar la economía y el crecimiento, pero sí de rebobinar y empezar un nuevo juego. Todo el mundo corporativo deberá jugarlo con seriedad. Así como la industria petrolera se vuelca a las energías alternativas, limpias, y la automotriz a vehículos eléctricos. Cada segmento de actividad deberá buscar y encontrar su camino.

    Por eso es la hora de la verdad. Porque no hay margen para palabras altisonantes o declaraciones vacuas. Es tiempo de acción. El cambio no será solo dentro de cada país. Tendrá repercusiones geopolíticas y probables cambios que transformen tendencias. Como de costumbre –en el nuevo contexto–, China puede resultar beneficiada (hoy produce más de 70% de los módulos solares, y 60% de “las tierras raras”).

     

    El caso Río Tinto

    Es para seguir el caso con atención. Para ver cómo reacciona y se comporta la empresa. Pero, además, cómo acompañan este proceso los demás actores. Las luces del escenario iluminan a todos. Otra vez, es una gran oportunidad para comprobar si en verdad ha llegado la hora de la verdad.

    ¿Qué fue lo que ocurrió? Río Tinto es una empresa minera anglo–australiana. Hace cuatro años fue designado CEO Jean–Sébastien Jacques. Durante su gestión la firma tuvo muy buenas ganancias, mientras las acciones se cotizaban en Bolsa en forma ascendente (aumento de más del 40% en los últimos seis meses).

    Todo un éxito en la gestión empresarial. Pero no bastó para salvarlo del despido (junto con otros altos directivos). La razón: una flagrante violación del famoso ESG al que la empresa decía adherir. Dos sitios aborígenes ancestrales, con toda su herencia cultural fueron destruídos sin vacilación para realizar la extracción de mineral de hierro allí existente. Una manifestación del “vandalismo corporativo”, según los descendientes de los pueblos originales.

    El escándalo subsiguiente y los despidos en la alta gerencia ilustran muy bien la ascendencia del factor “inversión socialmente responsable”. De nada sirvieron los excelentes resultados de la gestión removida de inmediato. La mayor parte de los accionistas –e incluso dos políticos reconocidos que ocuparon la posición de ex primer ministro de Australia– se sumaron progresivamente al rechazo de la acción que destruyó estos dos sitios ancestrales, depositarios de la milenaria cultura aborigen.

    La crisis comenzó en mayo pasado, y la primera reacción de la empresa no fue rápida ni clara. La presión que se sumó semana a semana produjo este cambio tan pronunciado.

    Con lo que quedó en claro –y sirve de lección al mundo corporativo– que las palabras, cuando llega la ocasión, deben ser respaldadas por acciones claras y enérgicas. Es evidente que, en Río Tinto al menos, la próxima vez que los directivos se enfrenten con la posibilidad de dañar el ambiente o las relaciones con las comunidades cercanas a la operación – y a sus sentimientos y herencia ancestral–, consultarán y serán mucho más cuidadosos.

    En todo caso, la lentitud en la respuesta que tuvo la empresa, no contribuye a mejorar su imagen pública y obliga a desconfiar de su verdadero compromiso con el ESG. Una lección de enorme utilidad para las empresas de todo el mundo, cualquiera sea la latitud en la que operen.

    Hace cinco décadas, a Milton Friedman le hubiera costado entender lo ocurrido. Gerentes que dieron muchas y buenas ganancias fueron despedidos sin atenuantes. El “único pecado” –comenzó diciendo la investigación interna de la empresa– fue omisiones de los responsables antes que acciones concretas destructoras. Una posición que la indignación colectiva obligó a cambiar en pocas semanas.

    Definitivamente, en una era donde a las empresas se les exige gran transparencia y clara responsabilidad social, nadie puede ignorar los efectos que tiene la conducta empresaria sobre el contexto social donde se actúa.

    El obligado rediseño de la macroeconomía

     

    El debate más reciente es sobre si en verdad, tras la pandemia, se volverá a trabajar en la oficina, o si la práctica del home office es irreversible. Hay posiciones para todos los gustos. Unos sostienen que se volverá a como era antes, entre otras cosas porque la convivencia laboral en las oficinas tiene muchas ventajas (que enumeran).

    Los más extremistas insisten en que su destino será quedar cerradas. Finalmente están los que dicen “ni tanto ni tan poco”. Habrá más teletrabajo que antes, pero las oficinas seguirán funcionando.

    La cuestión tiene además una gran relevancia económica. Todo el sector, global, tiene un valor comercial, como propiedad inmobiliaria, del orden de los tres billones (millones de millones) de dólares.

    En medio de un contexto tan incierto y conflictivo, se suma otro ingrediente para fogonear el debate. Los expertos inmobiliarios temen una enorme depresión en este segmento de edificios, mientras otros se rompen la cabeza pensando qué otro uso se le puede dar a ese espacio.

    Lo cierto es qu el trabajo remoto se instaló por necesidad y ahora muchas empresas contemplan la posibilidad de implementarlo para siempre. Habría que analizar mucho la conveniencia de esa decisión.

    Entre 2005 y 2017, el trabajo remoto creció 159% en Estados Unidos. Con la llegada de la pandemia las oficinas se vaciaron. Para principios de abril, 200 millones de reuniones se realizaban virtualmente a través de Zoom.

    Ese mundo llegó con nuevas reglas sobre cómo trabajar bien desde el sofá y también con nuevos riesgos de experimentar situaciones incómodas, como que llore el bebé o que la pareja aparezca sin querer en paños menores. Pero unos pocos meses bastaron para demostrar que la gente podía seguir siendo productiva. En mayo Twitter dijo a su personal que podrían trabajar desde su casa “para siempre” si así lo deseaban. Luego muchas compañías comenzaron a anunciar que cerraban algunas oficinas en forma permanente para permitir que sus empleados trabajen desde sus casas.

    Pero el mundo de los negocios sigue necesitando las oficinas y estos meses de aislamiento forzado explican en gran medida por qué. Trabajar desde el hogar funciona para mucha gente, pero puede ser una actividad muy solitaria e incómoda que además desdibuja las barreras entre trabajo y vida privada.

    Una encuesta, en mayo, confirmó que esas quejas no habían desaparecido. Aunque mucha gente está conforme trabajando en su casa, la modalidad impactó negativamente en la vida de los que tienen menos de 35 años. Ese grupo es el que más añora la oficina. Les cuesta motivarse, les afecta el aislamiento o no se pueden “desconectar”.

    Trabajar desde sus casas, para muchos, es la peor opción. Ahora hay personas desesperadas por salir de sus casas. Son los que trabajan sobre la mesa de la cocina con otras tres personas que también trabajan en la cocina; o padres de niños pequeños que intentan meter en las dos horas de la siesta infantil lo que hacen durante ocho en la oficina. También, personas que no tienen en su casa un escritorio o una buena silla de trabajo.

    Mucha gente que maneja una organización piensa que tener a todo el mundo trabajando desde su casa es ahorro de dinero y aumento en la productividad. Esa gente, probablemente, tiene un excelente lugar para trabajar en sus hogares y una casa lo bastante grande como para aislarse de las distracciones del hogar.

    Una línea argumental es que el cierre de una oficina podría dañar la cultura corporativa y las relaciones con los empleados. Se daña el compromiso contraído con el empleado y el del empleado con la compañía.

    Además, se le traslada al empleado la responsabilidad por la mecánica del trabajo, porque no todas las compañías ofrecen a sus trabajadores el apoyo suficiente.

    Una encuesta comprobó que 45% de los consultados decían que sus empleadores no los estaban proveyendo de los recursos que necesitaban para trabajar; un tercio estaba usando su propio equipo.

    Por eso lo que hace falta es equilibrio. Tomar decisiones drásticas en este momento ahora, en el medio de este experimento imperfecto, podría tener efectos problemáticos para el largo plazo.

    La perspectiva de reabrir las oficinas ahora mismo no parece aconsejable porque todavía no son seguros los espacios compartidos. Pero lo importante es tener en cuenta que una oficina, además de ser un lugar para trabajar, es un espacio donde la gente se reúne para asegurarse de que pertenece. Seguimos necesitando las oficinas por las mismas razones que la gente necesita el bar para tomarse una cerveza con amigos. Seguimos necesitando oficinas porque todavía necesitamos de los demás.