Existe ahora una nueva bipolaridad tecnológica

    En pocos meses, la población mundial protagonizó un salto tecnológico sin precedentes. Centenares de millones de personas se vieron abruptamente compelidas a entrenarse masivamente en el comercio electrónico, el teletrabajo, la educación a distancia y la telemedicina.

    Nunca en la historia hubo, en un lapso tan breve, un cambio tan dramático en las prácticas cotidianas. Esa mutación, que llegó para quedarse, ratificó la certidumbre de que la balanza del poder mundial seguirá el curso de la competencia por el predominio tecnológico.  Quiénes detenten el liderazgo en esa carrera marcarán el ritmo de los acontecimientos mundiales. Estados Unidos, que hasta hace poco tiempo ejercía un predominio indiscutible, afronta ahora el desafío de China.

    El punto de inflexión en esa competencia ocurrió en 2015 con la decisión del Partido Comunista Chino de encarar la sustitución de un modelo de desarrollo económico fundado en la producción manufacturera con mano de obra intensiva, volcado a las exportaciones, por una estrategia que potenciara el desarrollo de su mercado interno, basada en el impulso de las industrias de alta tecnología, de manera de reemplazar la condición de “fábrica global” por la de “centro mundial de conocimiento e innovación”.

    El plan “China 2025”, formulado hace cinco años, apunta a cumplir una fase intermedia dentro de una estrategia de más largo plazo orientada a alcanzar el liderazgo global en 2045.

    Esa nueva orientación presenta hoy resultados contundentes. En China, cada año se gradúan cinco veces más estudiantes TEMI115 (sigla que en inglés incluye las carreras de Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) que en Estados Unidos. China cuenta con seis millones de trabajadores relacionados con la ciencia, la cifra más alta del planeta. En 2018 superó a Estados Unidos en cantidad de publicaciones científicas. Desde hace cinco años, es el país que registra la mayor cantidad de patentes, una lista encabezada por la empresa de telecomunicaciones Huawei.

     

    Cifras reveladoras

    Hace quince años, las empresas extranjeras tenían doscientos centros de investigación y desarrollo en territorio chino; hoy ascienden a más de 1.800. En 2010, China representaba el 1% de las transacciones globales de comercio electrónico, actualmente el 42%, al tiempo que procesa once veces más pagos móviles que Estados Unidos.

    Es también propietaria del 34% de los unicornios globales (compañías con una cotización superior a los US$ 1.000 millones), una cifra que la acerca cada vez más a Estados Unidos en una carrera en la que ya no quedan terceros competidores.

    En 2017 la inversión china en investigación y desarrollo representaba el 2,15 % de su producto bruto interno, inferior aún al 2,7% de Estados Unidos, pero superior al promedio mundial del 1,8%. En la actualidad, asciende al 21% de ese gasto a escala mundial, un porcentaje que excede largamente el 16% de la participación del coloso asiático en el producto bruto global.

    La dinámica de esa evolución es elocuente: entre 2008 y 2016, el gasto en inversión y desarrollo aumentó un 12% en Estados Unidos, un 16% en el Reino Unido, 23% en Alemania, 73% en Corea del Sur y 176% en China. Desde 2015 el gasto chino supera al conjunto de la Unión Europea y se acerca al estadounidense.

     

    Diez objetivos

    “China 2025” fijó diez objetivos prioritarios: nuevas tecnologías avanzadas de información, robótica y máquinas automatizadas, aeroespacio y equipamiento aeronáutico, barcos de tecnología avanzada, moderno equipamiento ferroviario, vehículos con nuevas energías, maquinaria agrícola, nuevos materiales y productos médicos avanzados.

    En cada uno de esos diez sectores se trabaja en cinco áreas: formar centros de innovación de calidad mundial, promover la fabricación inteligente, fortalecer la infraestructura industrial compatible con las nuevas tecnologías, generar empresas de fabricación sustentable y producir equipos de alta gama.

    El plan otorga un rol central a las ciudades como polos de innovación. Busca especializar a cada una en distintas áreas de conocimiento, a fin de articular a su alrededor clusters tecnológicos. A tal efecto, las autoridades determinan la localización de las empresas estatales y promueven un sistema de incentivos diferenciado para que las empresas se radiquen en los lugares propuestos.

    De esa forma, Hangzu está destinada a erigirse en el centro del comercio electrónico, Nanging en la sede de las “startups” de autos eléctricos y Shenzen en la futura Silicon Valley del software.  En la actualidad, existen en China 168 zonas de alta tecnología, que albergan a 52.000 empresas, que generan un 11,2% del producto bruto interno y el 20% de las exportaciones.

    Los cambios operados ya están a la vista. Entre 1978 y 2008, más del 40% del desarrollo tecnológico chino se logró con la utilización de la tecnología estadounidense, derivada de la instalación de miles de filiales de las empresas multinacionales que aprovecharon la apertura económica internacional iniciada por Deng Xiaoping.

    Hoy, ya no es más así: la idea de un mundo en que China aportaba el músculo industrial y Estados Unidos el cerebro tecnológico, sintetizada en el lema “Diseñado por Apple en California. Ensamblado en China”, estampado en los Iphones, ha quedado definitivamente atrás.

    De las 70 mayores plataformas digitales existentes, el 68% es estadounidense y el 12% es china. De esas 70, entre las siete más relevantes hay cinco estadounidenses (Amazon, Microsoft, Google, Apple y Facebook) y dos chinas (Alibaba y Tencent).

    El documento “Estrategia de Seguridad Nacional”, publicado por el gobierno Republicano en diciembre de 2018, introdujo una novedad sustancial: la amenaza principal ya no es el terrorismo transnacional sino las aspiraciones expansionistas de China, reflejadas en las posibles aplicaciones militares de su creciente desarrollo tecnológico.

    Erich Schmidt, uno de los fundadores de Google y actual titular de la Comisión Nacional de Seguridad en Inteligencia Artificial de la Casa Blanca, advirtió que “para 2020 China se habrá puesto al día en inteligencia artificial, para 2025 serán mejores que nosotros y para 2030 dominarán la industria”. Washington teme, con razón, que las aplicaciones de la inteligencia artificial en el terreno armamentístico pongan fin a las tres décadas de hegemonía militar estadounidense, establecida tras la disolución de la Unión Soviética.

    Tal vez como producto de una cultura milenaria, que privilegia el  aprovechamiento de la experiencia histórica, China  parece emplear en su competencia con Estados Unidos la misma estrategia de inversiones masivas en alta tecnología que sus rivales emplearon para ganarle la guerra fría a la Unión Soviética, a partir de los sustanciales avances tecnológicos concentrados en el área de defensa, cuya expresión emblemática fue el escudo antimisilístico conocido como “Guerra de las Galaxias”, que desequilibró de una manera irreversible la relación  de fuerzas entre las dos superpotencias de entonces.

     

    (*) Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico

     

    Graves desequilibrios globales

    Las guerras comerciales son verdaderas guerras de clase

    El argumento central del libro “Trade Wars Are Class Wars” es que hay un conflicto entre las clases económicas en el interior de los países que se está malinterpretando como conflictos entre países con intereses encontrados.

     

    Un nuevo libro de Matthew Klein y Michael Pettis plantea que los conflictos globales no obedecen tanto a problemas entre países sino a divisiones dentro de cada uno de ellos.

    El peligro, dicen sus autores, es que se repitan los errores de la década de 1930, cuando el colapso del orden económico y financiero internacional debilitó la democracia y alentó el nacionalismo virulento. Las políticas que generan demasiada desigualdad y ahorros privados excesivos deben desaparecer para que se restablezca la estabilidad económica.

    “La guerra comercial se suele presentar como una guerra entre países, pero no es así”, dicen los autores. “Es un conflicto principalmente entre banqueros y dueños de activos financieros por un lado y familias del común por el otro – entre los muy ricos y todos los demás”.

    Los autores afirman que lo que ha estado ocurriendo con el comercio y las finanzas solo se puede entender en el contexto de patologías domésticas en las principales economías. Como resultado hubo graves desequilibrios globales, deudas insostenibles y crisis financieras monstruosas. Por eso este tema le importa a todo el mundo.

    Klein and Pettis buscan los orígenes de las guerras comerciales actuales a decisiones tomadas por los líderes políticos y empresariales en China, Europa y Estados Unidos a lo largo de los últimos 30 años. En todo el mundo, los ricos prosperaron mientras los trabajadores ya no pueden comprar lo que producen, han perdido su empleo o se han visto obligados a contraer deudas que no pueden pagar.

    En un gran desafío a las visiones imperantes los autores brindan un relato que muestra cómo las guerras de clase provocadas por la creciente desigualdad son una amenaza para la economía global y la paz internacional.

     

    Riesgos para la libertad individual

    La tentación autoritaria entre el virus y el poder

    ¿Quién decide qué pérdida de los derechos personales es proporcional al peligro? ¿Y quién va a hablar en nombre del pueblo? La respuesta no debería provenir de los que están al mando. En las emergencias, un gobierno autoritario puede presentar cualquier oposición como anti patriotismo.

     

    Para combatir la propagación de la pandemia, muchos gobiernos han tomado medidas para limitar los movimientos de las personas: cierre de fronteras, cuarentenas y prohibición de actividad comercial. Todas medidas necesarias para salvar vidas, pero que vienen acompañadas de pérdida de las libertades individuales.

    Algunos líderes hicieron algo más que cerrar fronteras y declarar cuarentenas. Por el coronavirus, Hungría declaró el estado de emergencia, una herramienta útil para líderes que quieren ampliar sus poderes o estirar su mandato. Luego propuso una ley que extendería ese estado de emergencia indefinidamente y autorizaría al primer ministro Orbán a gobernar por decreto. Esa ley propone hasta 5 años de cárcel para quien difunda información falsa que obstruya en algún modo los esfuerzos por combatir el Covid 19.

    En Israel, Netanyahu impidió que se reúna el parlamento y cerró las cortes, una medida conveniente para un líder que buscaba la relección y que tiene un juicio pendiente por soborno, fraude y violación de la confianza. El juicio, que comenzaba en abril, se pospuso hasta mayo. El 17 de marzo el gobierno firmó un decreto autorizando a la policía a rastrear los celulares de los pacientes de Covid 19 o de los que se sospecha que lo tengan, sin someterlo previamente a la aprobación del poder legislativo.

    En Rusia, Putin propuso un conjunto de reformas constitucionales que consolidan todavía más su poder y que podrían permitirle retener un cargo importante cuando termine el último de los mandatos que le permite la ley.

    Dada la naturaleza de los líderes que gobiernan Rusia, Hungría e Israel no sorprende que aprovechen el momento como una oportunidad para fortalecer su poder. Pero también está ocurriendo en Italia, en Francia, en Inglaterra, en España, en Estados Unidos, en todas partes.

    En Francia e Italia, hasta hace poco, la gente solo podía salir una vez el día, siempre que hubiera obtenido previamente un permiso (igual que en la Argentina). En Tailandia, el gobierno ahora puede censurar a los medios. En Corea del sur, los funcionarios están usando el celular, la tarjeta de crédito y los registros de GPS para seguir la pista de los pacientes de Covid 19 en tiempo real.

     

    Extensión de poderes

    En Estados Unidos, el Departamento de Justicia pidió al Congreso que extienda sus poderes en una serie de áreas. Esos nuevos poderes le permitirían, durante las emergencias, pedir la prisión preventiva por tiempo indeterminado para los acusados de algún crimen.

    En las emergencias, los gobiernos autoritarios pueden presentar cualquier oposición como anti–patriotismo; su popularidad se dispara y las vallas de contención que existen para impedir que acumulen demasiado poder, dejan de funcionar o funcionan mal.

    Pero ahora hay otro problema con estas medidas: las están aplicando “todos” los países, sean democracias o dictaduras. Y entonces se vuelve más difícil distinguir entre lo que es necesario en nombre del bien común y lo que es un intento de ampliar o consolidar poder para el largo plazo.

    En un episodio reciente del podcast Talking Politics, el profesor británico David Runciman conversó con un politólogo, quien dijo que un estado de emergencia se justifica si el peligro es público, universal y existencial, y si los poderes extraordinarios son autorizados por el pueblo, tienen límite en el tiempo y son proporcionales.

    Covid-19, que ha sido llamado “el gran igualador”, encaja perfectamente con la primera mitad de esa descripción, pero ¿qué pasa con la segunda parte?

    “Hay muy poco en la historia universal”, añadió, “que muestre que los estados estén dispuestos a renunciar a esos poderes una vez que han sido otorgados. En Estados Unidos, los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 llevaron a una masiva expansión del poder del ejecutivo y las violaciones a las libertades personales tuvieron una vigencia mucho más larga que la emergencia.

    En cuanto a los otros puntos, ¿quién decide qué pérdida de los derechos personales es proporcional al peligro? ¿Y quién va a hablar en nombre del pueblo? No se puede permitir que la respuesta a esa pregunta sea: “los que están al mando”.

    Casi ninguna de las declaraciones de emergencia implementadas en el mundo para combatir el Covid-19 llevan fecha de caducidad explícita.

     

    Desempleo a gran escala

    Empresarios y la otra cara del capitalismo

    El primer gran problema para todos los países y sus gobiernos, cuando se supere la pandemia, será enfrentar el desempleo masivo –en especial entre la gente joven que pretende ingresar al mercado de trabajo, los “cuentapropistas” y los despedidos de empleos formales–.

     

    Claro que la economía estará en estado calamitoso, pero el desempleo a gran escala forma parte de ese escenario y tiene repercusión inmediata. Las economías más prósperas otorgan ayuda financiera a las grandes empresas para reducir el daño, pero será difícil que puedan mantenerla más allá de junio.

    En las economías emergentes –incluyendo la nuestra– la ayuda existe, pero ayuda a acumular una enorme deuda que se suma a la ya existente y que tornará muy difícil la recuperación.

    Es oportuno recordar que las crisis crean o destruyen reputaciones. Uno de los resultados más duraderos de la del 2008 fue que dejó a los bancos del mundo en el papel de villanos por su responsabilidad en el colapso del sistema bancario.

    La pandemia de hoy tiene una magnitud diferente y las grandes empresas no son responsables. Pero lo que importa es la respuesta del capitalismo a esta crisis. Antes de que el coronavirus engrillara a las economías, los empresarios habían prometido adherir a un nuevo tipo de capitalismo, más preocupado por el bienestar de la gente y más atento al cuidado del planeta. La Business Roundtable, un cuerpo que representa a los responsables de algunas de las empresas más grandes de Estados Unidos, dijo el año pasado que abandonaría el credo que pone primero a los accionistas y que guió al capitalismo de las últimas cinco décadas.

    La promesa es que ahora las compañías tendrán en cuenta a otros grupos de stakeholders. Ninguna podría haber anticipado la devastadora emergencia de salud y financiera que azota hoy al mundo. Entonces se impone la pregunta: ¿Harán lo que prometieron?