Las tribulaciones de los gobiernos de la Provincia de Buenos Aires y de la Nación con los vencimientos de deuda han puesto en evidencia las lagunas que subsisten en el diseño y la puesta en marcha del programa económico, pese a que han transcurrido seis meses desde las PASO. Así lo advierte el último informe del IERAL, de la Fundación Mediterránea, firmado por Jorge Vasconcelos.
De todos modos, en medio de las idas y venidas se advirtió que las autoridades del nivel nacional intentan evitar el default y que, al menos en esta etapa inicial, el gobierno de la Provincia de Buenos Aires se está alineando, aunque sin mostrar demasiada convicción. Estos episodios, además, han puesto en evidencia el poder de fuego de los acreedores, algo que el Ejecutivo deberá tener en cuenta.
A menudo se plantea si hay un problema de liquidez o de solvencia con la deuda, pero ese debate surge de una visión estática. El quid de la cuestión es lo que la Argentina necesita para recuperar el crédito de modo sostenido, y esto tiene que ver menos con la reestructuración y mucho más con el tipo de políticas económicas que se adopten para salir de una estanflación de 9 años y recurrentes desequilibrios fiscales.
Un verdadero “baño de realidad” sufrieron los funcionarios, con el rechazo de los tenedores a la prórroga del bono de la Provincia de Buenos Aires (BP21), junto con la escasa adhesión (en torno al 10 %) a la propuesta de canje del Tesoro nacional para un título en pesos (Dual AF20).
Al final, desde La Plata tuvieron que gatillar el pago del tramo correspondiente, mientras que en el caso del título nacional redimible en pesos el desenlace se verá en horas. Más allá de los detalles, esto anticipa que el trámite de la reestructuración de la deuda pública no será sencillo, aunque exista voluntad de pago del gobierno y acreedores dispuestos a aceptar una reescritura de los contratos.
El verdadero volumen de la deuda
Aunque es difícil discernir cuánto hay de discurso político y cuánto de diagnóstico, lo cierto es que el mensaje oficial tiende a hacer pensar en una deuda largamente superior al 100 % del PIB y una agobiante carga de intereses, un combo “impagable”.
Sin embargo, si se excluyen instituciones del estado, la deuda exigible por acreedores privados y organismos como el FMI suma una cifra cercana al 50 % del PIB, que devenga una tasa de interés promedio en torno al 6 % anual.
Para poner en contexto la divergencia entre estos números y aquel discurso, hay que consignar que los tenedores de bonos ley extranjera poseen “voz y voto” por la existencia de las Cláusulas de Acción Colectiva y, además, los administradores de fondos tienen obligaciones fiduciarias (no pueden aceptar quitas sin justificación).
Así, se bosquejan tres escenarios de cara al proceso de reestructuración de la deuda:
- Si el gobierno efectúa una propuesta muy agresiva en términos de quitas y plazos, los acreedores con “voz y voto” inevitablemente van a subrayar que tanto el monto como el costo promedio de la deuda son cifras manejables, por lo que el proceso puede dilatarse más allá de lo esperado.
- En cambio, una propuesta “amigable” para los acreedores, que podría generar rápida aceptación, llevaría la discusión a otro terreno, también incómodo, vinculado con la capacidad de la economía argentina de volver a crecer a buen ritmo y mantener prudencia fiscal, claves para que el riesgo país del “día después” de la negociación baje en forma significativa.
- El tercer sendero pasaría por la separación de las condiciones de la reestructuración, más agresivas para los títulos de legislación local (que puede hacerse por decreto), cuyos vencimientos son más apremiantes, y más “amigables” con la externa. Una opción no recomendable para regenerar el mercado de capitales local, pero que no puede desecharse.
Para no quedar a merced de escenarios extremos, el gobierno necesita convencer a propios y extraños que la economía podrá dejar atrás nueve años de estanflación y de desequilibrios fiscales, facilitando a su vez la negociación con el FMI. ¿Por qué esos lineamientos demoran en aparecer?
Una razón es la brecha existente entre la Argentina de 2003, utilizada como referencia en la campaña, y la realidad de 2020. Basta consignar que los empleos públicos de todas las jurisdicciones y las jubilaciones sumaban menos de 6 millones de personas en 2003 y ahora se acercan a 11 millones. Con el gasto corriente y la presión tributaria fuera de escala, se define un marcado sesgo anti-exportador y anti-inversiones, que ni siquiera puede ser compensado con inversión pública.
Si hay intersección entre crecimiento y redistribución de ingresos, es la línea de inversión pública en educación, salud, infraestructura urbana y rural, entre otras. Y para eso, hay que acotar gastos corrientes, más allá de cambiar la fórmula de indexación de las jubilaciones.
Hay que revisar el propio régimen, además de ocuparse de la superposición de gastos de nación, provincias y municipios. A estas dificultades se suma el hecho que el esquema cambiario y de comercio exterior se ha acercado demasiado a 2011/15, cepo contraindicado para inversiones y exportaciones, como ya lo diagnosticara el propio presidente.
Y posiblemente también la percepción del agotamiento del modelo de sustitución de importaciones, una herramienta usada en el pasado. Ahora, con la irrupción asiática, muchas empresas industriales deciden inversiones “como si” la economía fuera más abierta, haciendo que los viejos incentivos tengan poco o nulo efecto.
Frente a esas dificultades, vendría bien volver a clásicos como Albert Hirschman: el secreto del desarrollo está en “la búsqueda y el aprovechamiento de recursos y capacidades que se encuentran ocultos, dispersos o mal utilizados”. Pese a la estanflación, hay un buen número de sectores que reúnen los requisitos apuntados, y no conviene ignorarlos. Insistir con viejas recetas, o suponer que las reformas del estado pueden posponerse, sería desconocer demasiadas evidencias.
Obsérvese que en los últimos 40 años, el PIB por habitante de la Argentina se achicó 20 puntos porcentuales en relación al de Estados Unidos: en 1980, el PIB per cápita de nuestro país, medido en paridad de poder adquisitivo, alcanzaba al 50,5 % del de Estados Unidos, mientras que en 2019 ese guarismo puede estimarse en 30,8%.
Se arrastra un círculo vicioso de escaso ahorro e inversión, baja productividad y deterioro persistente de la competitividad que necesita ser revertido. Y sin remover los sesgos anti-exportación esa será una tarea imposible.