Una expedición a los confines del planeta

Navegar surcando las heladas aguas del sur de Tierra del Fuego; desembarcar en el mítico Cabo de Hornos; sumergirse en la milenaria cultura de los nativos de las tierras más australes del mundo. Un nuevo mundo se abre para quienes se animen a desconectarse de la modernidad y unir los lazos con los sentidos. Por Carina Martínez

28 abril, 2015

Luego del cóctel de bienvenida y la presentación del capitán y el resto de la tripulación, a las 19:45 el crucero de expedición Vía Australis abandona el puerto de Ushuaia para comenzar su travesía por las aguas más australes del mundo. Las luces de la ciudad despiden a los pasajeros ávidos de aventuras.

 

A medida que el barco avanza, las señales de los teléfonos móviles comienzan a perderse. Este no es un dato menor; los aventureros turistas deberán ser capaces de superar el síndrome de abstinencia más generalizado de esta época: la hiperconectividad. Pero además, es precisamente esta imposibilidad de comunicación la que permite a los pasajeros –de los más diversos países del mundo– abandonar el ajetreado ritmo de la vida moderna y sumergirse, sin remordimientos, en las plácidas aguas de los sentidos.

Unas dos horas luego del zarpe, y tras la cena de tres pasos servida en el Comedor Patagonia de la primera cubierta, la nave recala en el puerto chileno Navarino, situado en la ribera noroeste de la isla Navarino y en la orilla sur del canal Beagle. A eso de las 2 am, será el momento de surcar aguas bien conocidas por sus habituales turbulencias, pero nada hay para temer. Con suerte, el clima, los vientos y las condiciones de la marea permitirán el primer desembarco: Cabo de Hornos.

 

Aquellas aguas tan temidas

El segundo día abordo, el Vía Australis hace un recorrido que incluye el Canal Murray, Bahía Nassau, Islas Wollaston, Cabo de Hornos y Bahía Wulaia.

Los desembarcos se realizan en botes zodiac, una especie de gomones con capacidad para unas 15 personas, que se desplazan a motor a buena velocidad. Los pasajeros, obligadamente inmersos en sus respectivos chalecos salvavidas, abandonan la comodidad del crucero para lanzarse al encuentro de la naturaleza en su más pura expresión.

El Cabo de Hornos es el primero de los de­sembarcos. Fue descubierto en 1616 y establecido como Parque Nacional en 1945. Durante años fue una importante ruta de navegación a vela y en 2005 fue declarado Reserva de la Biósfera por la Unesco.

La experiencia de esta visita resulta bastante difícil de reproducir. A la majestuosa vista de la cordillera nevada y el mar color a frío, se les suma la extraña sensación de saberse en los confines del planeta.

Basta con recorrer el espacio con la vista, entre la inmensidad y el silencio, para reconocerse en este mágico y mítico lugar en el mundo, que une los océanos Atlántico y Pacífico, y separa el continente americano de la Antártida.

A través de pasarelas con peldaños de madera, los expedicionarios recorren el faro, la minúscula y encantadora capilla de troncos Stella –que alberga la imagen del mismísimo papa Francisco–, el monolito y la obra de José Balcells, silueta de un albatros en vuelo, en conmemoración a los 10.000 marineros que, a lo largo de cientos de años, perecieron en estas heladas y turbulentas aguas. También son recibidos por el oficial chileno a cargo, quien vive allí con su familia y con el peludo Melchor, el can más austral del mundo.

El segundo desembarco es en Bahía Wulaia, hogar de los yámanas (o yaganes), hasta su desaparición, pocos años después de la llegada a estas tierras de los europeos, particularmente los ingleses como Fitz Roy y Darwin (1830 y 1833). Los yámanas fueron indígenas nómadas canoeros, que durante más de 6.000 años recorrieron islas y canales desde el sur del Beagle hasta el Cabo de Hornos. Con pirita de hierro encendían fuego y calentaban sus cuerpos, prácticamente desnudos, apenas untados con grasa de lobo marino (ver recuadro página 112).

Un ascenso corto permite alcanzar una vista panorámica, entre lengas, coigües y ñires. O quienes prefieran, pueden quedarse en la costa, llegar al río Matanza y descubrir conchales –pozos grandes con restos de deshechos y valvas de moluscos– mientras se deleitan con el fascinante relato de los guías sobre la vida –y la muerte– de los nativos del lugar. Existe aquí, además, una antigua estación de radio, luego reconstruida y acondicionada por Australis, y convertida en museo y centro de información sobre la cultura yámana y su encuentro con los europeos.

 

Una aventura entre glaciares

El tercer día, el crucero navegará las aguas del canal Beagle, pasando por el seno Garibaldi –en la costa sur de Tierra del Fuego–, el fiordo Pía y la imponente Avenida de los Glaciares.

Dos desembarcos están previstos para esta jornada. El primero es en el seno Garibaldi y solo apto para quienes puedan –y deseen– experimentar una ardua y empinada caminata, donde lo único garantizado es volver mojado. La idea de este desembarco es la aventura misma y quienes se animen se adentrarán en un bosque húmedo, para trepar tomados de sogas, saltando troncos, cruzando ríos –imprescindible calzado impermeable–, para finalizar en una cascada de origen glaciar. Eso sí, una vez tomada la decisión, no hay vuelta atrás, ya que el barco deja a los expedicionarios y sus guías, y los recoge luego de dar una vuelta por las inmediaciones del glaciar Garibaldi.

Quienes no se atrevan a este desafío, no tienen de qué preocuparse. La navegación por las inmediaciones del glaciar Garibaldi no tiene desperdicio, sobre todo si, bien arropado, se la disfruta desde la cubierta exterior del Vía Australis. También resulta un buen momento para acercarse a la barra libre del Salón Sky de la cuarta cubierta y probar el imperdible Cafayate-Sour.

Por la tarde, y ya habiendo recibido las instrucciones del caso, se realiza el segundo desembarco del día.

Si decimos que el Cabo de Hornos se impone por su mágica mítica y Bahía Wulaia por su valor histórico y arqueológico, el glaciar Pía lo hace simplemente por la gélida belleza que ofrece este espacio natural en su estado más puro. El paisaje apela a los sentidos más internos, y a nadie se le ocurre siquiera alzar la voz. Adentrarse con el zodiac en el mar turquesa, sembrado de blancos restos de hielo flotante, para contemplar las montañas que contrastan con el blanco-celeste de este intenso glaciar y su pared de hielo de más de 100 m de altura, vale por sí mismo todo el viaje.

Oídos atentos a los desprendimientos que ocurren a pocos metros de los ojos del visitante y dejarse llevar por el mismísimo instante son las claves para superar sin esfuerzo las rigurosas condiciones climáticas propias del lugar. Subiendo una cuesta sencilla, se puede apreciar una vista panorámica del glaciar y el océano. Y al bajar, los bartenders –los tripulantes más preciados del Vía Australis– estarán esperando a los visitantes con un delicioso chocolate caliente enriquecido con un chorrito de whisky, que sienta perfecto para paliar las bajas temperaturas del ambiente.

La vuelta al crucero en zodiac se hace al anochecer, ofreciendo una impactante vista del barco iluminado anclado en el océano. Y si existe la suerte de que la noche esté despejada, nada se compara a este cielo inundado de estrellas y las aguas ya algo oscuras reflejando destellos de luz de luna.

Una vez en el barco, y luego de un merecido descanso, los pasajeros vuelven a reunirse en el salón Sky, de la cuarta cubierta, para relajarse en los sillones y mesitas mientras el Australis avanza por la imponente Avenida de los Glaciares. A lo largo de una hora, aproximadamente, la nave se desliza dejando ver los glaciares España, Romanche, Alemania, Italia, Francia y Holanda, mientras se ofrecen degustaciones de delicias típicas al son de canciones oriundas de las naciones con las que fueron bautizados cada uno de ellos.

Cae la noche y el crucero se encamina nuevamente a Ushuaia. De a poco, vuelve la señal a los teléfonos móviles y con ella la urbanidad. Por la mañana temprano, los pasajeros se despiden de los amigos que hicieron durante la travesía y abandonan el crucero. Se llevan consigo un diploma personalizado que certifica su paso exitoso por las temidas aguas de Cabo de Hornos, y miles de imágenes y sensaciones que jamás olvidarán.

 

Últimos vestigios de los yámanas

Dado que los yámanas o yaganes no desarrollaron una lengua escrita, solo se conoce la última parte de su larga historia y, por supuesto, desde la mirada de los europeos con quienes tuvieron contacto.

Estos indígenas canoeros nómadas vivieron en las costas más australes de Tierra del Fuego durante más 6.000 años. Se dedicaban a la caza, recolección y pesca, y construían sus canoas con troncos, que albergaban hasta seis o siete personas, y sus perros. Según algunas de las descripciones obtenidas, sus torsos eran robustos, por el remo, mientras que sus piernas eran algo deformadas, por estar gran parte del tiempo en cuclillas. Prácticamente, no usaban ropas, solo se untaban con grasa de lobo de mar, para protegerse del frío. En un clima tan riguroso, esta desnudez les permitía secarse rápidamente acercándose al fuego.

A mediados del 1600, algunos europeos, como el vicealmirante holandés Geen Huygen Schapenham, habían tenido un breve contacto con los nativos de estas costas. Pero fue recién en 1830, cuando el capitán inglés Fitz Roy arriba a estas alejadas tierras en el HMS Beagle, que se lleva a cabo el primer registro exhaustivo de sus habitantes.

En esta su primera expedición, con el fin de realizar tareas de cartografía, los ingleses navegan por primera vez los canales Murray y Beagle. En 1830, arriban a las cercanías de las costas de Bahía Wulaia y, a partir de un incidente por una ballenera robada, toman como rehenes a tres yámanas, dos varones y una niña. A estos se les suma un joven yámana al que Fitz Roy bautiza Jemmy Button, –por haber sido intercambiado, dicen, por un botón de nacar–,y los cuatro son trasladados a Inglaterra, para ser inmersos en las reglas de “la civilización”. Allí permanecieron unos dos años, aprendiendo inglés y las costumbres de la Inglaterra victoriana.

Fitz Roy estableció una estrecha relación con Jemmy Button y, en 1833 lo restituyó a su comunidad, junto a los otros dos yámanas que sobrevivieron. Si bien su intención –y su deseo– era que ejercieran de emisores de la cultura inglesa, los yámanas restituidos, lejos de “evangelizar” a sus pares, retomaron rápidamente sus costumbres y usanzas. En viajes posteriores, los ingleses organizaron misiones en la zona, que sufrieron los ataques de los habitantes del lugar, e incluso algunos misioneros resultaron asesinados.

En el segundo viaje del Beagle, junto al capitán Fitz Roy, viajó el joven naturalista Charles Darwin. Ambos fueron muy duros a la hora de registrar a los nativos del lugar, a quienes calificaron con expresiones peyorativas e identificaron como “salvajes”.

Fue en este viaje que Darwin recogió los datos fundamentales que sentaron las bases de su clásica teoría sobre el origen y evolución de las especies.

Pocos años resistieron los yámanas al contacto con los europeos, tal como sucedió con gran parte de los nativos de la región. Las enfermedades exóticas, así como la imposición del uso de ropas –que, contrariamente a los cuerpos desnudos, queda mojada largas horas– terminaron con esta cultura milenaria, de la que no queda prácticamente nada.

Cristina Calderón, de 85 años, es la última yámana (según se cree, pura en 75%) y madre de Luis, quien se emplea en la cocina del Vía Australis. Cuando muera, lo hará con ella su rica lengua y los últimos vestigios de su cultura.

 

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