Papado: los cónclaves recién se formalizaron en 1179

Los cardenales no fueron desde siempre electores del sumo pontífice. En realidad, hasta el siglo XI –el de la primera cruzada y las reformas de Gregorio VII- ni siquiera existían los cardenales.

25 abril, 2005

La elección de papa se hacía en Roma, en teoría por aclamación popular y a propuesta del sínodo episcopal. Al principio, en realidad, quienes decidían eran el emperador (Constantinopla) o su exarca en Rávena –hasta el siglo VI-, después los reyes lombardos (Pavia), los “barones delincuentes” de Roma misma y, por fin, el emperador de Occidente. Primero, carolingio, Más tarde, germánico.

Al margen de la violencia, el fraude y las corruptelas, la elección papal a cargo del emperador bizantino o de los “nobles” locales derivaba de algo indiscutible: “papa” era el apelativo aplicado al obispo de Roma desde el siglo V. En cuanto a que fuese elegido en concilio (cónclave, bajo llave, es sólo un atributo tardío), la idea recién surgió en 1058. Veamos.

En 1048, el emperador Enrique III designó pontífice al francés Bruno, obispo de Tours. Mientras el futuro León IX viaja a Roma, decide no investirse hasta ser aclamado por los romanos que, entretanto, se habían levantado contra el nombramiento, a instancias de los barones locales. Fue preciso negociar mientras llegaban tropas alemanas acantonadas en Milán.

Diez años más tarde, los nobles lograron designar a Giovanni Mincio, que pasó a ser el antipapa Benedicto X. Había muerto Esteban IX. El imperio lo desconoció y, ante un legado alemán, se impuso a Gerardo de Borgoña, obispo de Florencia, como papa Nicolás II. Cauto, el borgoñón retuvo el obispado, sus rentas y una milicia personal. Ello le permitió iniciar las reformas.

Durante su reinado se produjo en 1054 el primer gran cisma cristiano. El patriarca de Constantinopla, títere del emperador –Bizancio jamás acató la preeminencia del sucesor de Pedro en Roma-, excomulgó a Nicolás II y todos sus seguidores, que pasaron a llamarse “católicos romanos”. En tanto, los orientales serían “católicos ortodoxos”. La mutua excomunión se levantó recién en 1965, gracias a Juan XIII y el Vaticano II. Pero el patriarca de Moscú –sujeto al gobierno soviético- impidió la comunión plena entre ambos mundos.

En 1059, Nicolás II dictó el decreto “in nomine domini”. Recién ahí aparecen las categorías –no aún jerarquías- de cardenal obispo, cardenal sacerdote y cardenal diácono. “Cardenal” significaba simplemente miembro de la curia romana. Una cláusula del decreto estableció que, en toda diócesis (provincia en latín), sólo el clero tenía derecho a elegir obispo, recién luego presentarlo al pueblo y obtener aprobación del arzobispo metropolitano.

Era obvia la influencia del derecho romano, vía código de Justiniano. Claro, como tras el cisma Roma no dependía de metropolitano alguno, su obispo –el papa- era soberano. En poco tiempo, “cardenal” se sustantivó e identificó una jerarquía. Dado que, si no se metía el emperador, el poder real estaba en manos de los “nobles”, éstos solían ser nombrados cardenales sin ser curas y, a menudo, ni siquiera mayores de edad. Paralelamente, fueron monopolizando la elección papal.

Hildebrando de Soana, Gregorio VII (1073/85), fue hecho papa por aclamación, pero apoyaba las reformas de Nicolás II y resolvió profundizarlas. De paso, impuso el celibato obligatorio, espantado ante los excesos de curas polígamos que legaban a esposas e hijos bienes eclesiales y generaban familias terratenientes en perjuicio de Roma. Gregorio, pues, formalizó los concilios; todavía no bajo llave. Pero, mientras tanto, Enrique IV, su peor enemigo, ordenaba difundir un decreto más breve (falso), donde el concilio se condiciona a la voluntad del emperador.

Los vaivenes entre Roma y Aquisgrán no cesaron. Para prevenir interferencias imperiales y sabiendo que pronto moriría, Gregorio designó una terna para elegir sucesor. Este tipo de maniobras continuó hasta 1179. Ese año, el jurista canónico Graciano de Boloña editó un código general, donde incluyó la versión breve del decreto. A partir de entonces, los cardenales son los únicos que, en concilio, eligen pontífice. El cónclave aparecerá unos siglos después.

La elección de papa se hacía en Roma, en teoría por aclamación popular y a propuesta del sínodo episcopal. Al principio, en realidad, quienes decidían eran el emperador (Constantinopla) o su exarca en Rávena –hasta el siglo VI-, después los reyes lombardos (Pavia), los “barones delincuentes” de Roma misma y, por fin, el emperador de Occidente. Primero, carolingio, Más tarde, germánico.

Al margen de la violencia, el fraude y las corruptelas, la elección papal a cargo del emperador bizantino o de los “nobles” locales derivaba de algo indiscutible: “papa” era el apelativo aplicado al obispo de Roma desde el siglo V. En cuanto a que fuese elegido en concilio (cónclave, bajo llave, es sólo un atributo tardío), la idea recién surgió en 1058. Veamos.

En 1048, el emperador Enrique III designó pontífice al francés Bruno, obispo de Tours. Mientras el futuro León IX viaja a Roma, decide no investirse hasta ser aclamado por los romanos que, entretanto, se habían levantado contra el nombramiento, a instancias de los barones locales. Fue preciso negociar mientras llegaban tropas alemanas acantonadas en Milán.

Diez años más tarde, los nobles lograron designar a Giovanni Mincio, que pasó a ser el antipapa Benedicto X. Había muerto Esteban IX. El imperio lo desconoció y, ante un legado alemán, se impuso a Gerardo de Borgoña, obispo de Florencia, como papa Nicolás II. Cauto, el borgoñón retuvo el obispado, sus rentas y una milicia personal. Ello le permitió iniciar las reformas.

Durante su reinado se produjo en 1054 el primer gran cisma cristiano. El patriarca de Constantinopla, títere del emperador –Bizancio jamás acató la preeminencia del sucesor de Pedro en Roma-, excomulgó a Nicolás II y todos sus seguidores, que pasaron a llamarse “católicos romanos”. En tanto, los orientales serían “católicos ortodoxos”. La mutua excomunión se levantó recién en 1965, gracias a Juan XIII y el Vaticano II. Pero el patriarca de Moscú –sujeto al gobierno soviético- impidió la comunión plena entre ambos mundos.

En 1059, Nicolás II dictó el decreto “in nomine domini”. Recién ahí aparecen las categorías –no aún jerarquías- de cardenal obispo, cardenal sacerdote y cardenal diácono. “Cardenal” significaba simplemente miembro de la curia romana. Una cláusula del decreto estableció que, en toda diócesis (provincia en latín), sólo el clero tenía derecho a elegir obispo, recién luego presentarlo al pueblo y obtener aprobación del arzobispo metropolitano.

Era obvia la influencia del derecho romano, vía código de Justiniano. Claro, como tras el cisma Roma no dependía de metropolitano alguno, su obispo –el papa- era soberano. En poco tiempo, “cardenal” se sustantivó e identificó una jerarquía. Dado que, si no se metía el emperador, el poder real estaba en manos de los “nobles”, éstos solían ser nombrados cardenales sin ser curas y, a menudo, ni siquiera mayores de edad. Paralelamente, fueron monopolizando la elección papal.

Hildebrando de Soana, Gregorio VII (1073/85), fue hecho papa por aclamación, pero apoyaba las reformas de Nicolás II y resolvió profundizarlas. De paso, impuso el celibato obligatorio, espantado ante los excesos de curas polígamos que legaban a esposas e hijos bienes eclesiales y generaban familias terratenientes en perjuicio de Roma. Gregorio, pues, formalizó los concilios; todavía no bajo llave. Pero, mientras tanto, Enrique IV, su peor enemigo, ordenaba difundir un decreto más breve (falso), donde el concilio se condiciona a la voluntad del emperador.

Los vaivenes entre Roma y Aquisgrán no cesaron. Para prevenir interferencias imperiales y sabiendo que pronto moriría, Gregorio designó una terna para elegir sucesor. Este tipo de maniobras continuó hasta 1179. Ese año, el jurista canónico Graciano de Boloña editó un código general, donde incluyó la versión breve del decreto. A partir de entonces, los cardenales son los únicos que, en concilio, eligen pontífice. El cónclave aparecerá unos siglos después.

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