Lo que faltaba: derivativos en el mercado de arte

Los fondos de cobertura empiezan a ingresar en el arte. Una operatoria tan volátil como los derivados seria letal para un negocio basado más en especulaciones y –a veces- mentiras que en valores verificables.

23 mayo, 2005

En 2003, el magnate Daniel Loeb (grupo de fondos Third Point, Londres) compró un cuadro del alemán Martin Kippenberger, pintado en 1984. Dos años más tarde, se lo vendió a otro millonario, Charles Saatchi, empresario de publicidad. Hizo una diferencia de 500% y ganó un millón de dólares. Pero, a diferencia de este coleccionista, Loeb trató “UNO-Gebaudehaus per la pace” como un activo financiero, no como un objeto artístico.

Ya no es el único financista que especula con inefables. Según explica Robert Frank (“Wall Street Journal” en la web), los gestores de fondos “están reinventando el comercio de arte”. Pero, a diferencia de otros segmentos, tratan el asunto como especulación personal.

En general, quienes manejan esas carteras son ricos prematuros, ostentosos, forzosamente pasatistas –su mundo es un casino donde pueden perder todo en horas- y “snobs”. Sin saberlo (porque no leen libros), son pobres copias de Jay Gatsby.

Este grupo de jóvenes potentados ha colocado cientos de millones en cuadros, esculturas y mamarrachos “pop”. Uno de ellos, en 2004, llegó al extremo de ordenar una réplica del célebre mingitorio dadá de los 20 (mucho después imitada por Andy Warhol, un verdadero “poseur”)… toda de oro. Tiempo más tarde, se la vendió a alguien más loco por diez veces el costo.

Ocurre que ciertas pinturas pop encajan en los interiores y decorados favoritos de esta “jeunesse dorée” y algunas firmas dan prestigio, máxime cuando se asocian con ámbitos de estilo pretendidamente Bauhaus. “El factor especulativo se revela en la falta de nexos entre precio y calidad. Esta gente y los fondos que maneja desparraman dinero como si fuese arroz en un casamiento suburbano”. Así sostiene Richard Feigen, influyente “marchand” neoyorquino.

Feigen y otros entendidos de Londres, Tokio o París comparan la furia de los advenedizos con la manía japonesa de los 80, cifrada en el impresionismo francés. Si los fondos especulativos buscan hacer diferencias rápidamente, aquel grupo de potentados orientales pagaba sumas escandalosas “que ningún tasador serio habría convalidado, aun tratándose de obras magníficas”, recuerda Feigen. El caso extremo (1987) fue “Girasoles” de Vincent van Gogh, vendido a un coleccionista de Tokio en US$ 83 millones. Por entonces, una obra muy superior “”Le moulin de la Galette” (Auguste Renoir), se valuaba en “apenas” 25 millones.

Los japoneses en realidad estaban especulando, pero en forma conservadora. Agregaban los cuadros al activo de un banco o una empresa y eso elevaba el valor del paquete. Al estallar una triple burbuja (bienes raíces, banca de ahorro, arte) Japón cayó en una recesión (1991) que todavía le cuesta superar, donde las cotizaciones de van Gogh y otros se hicieron papilla. En el caso de la especulación con arte vía fondos de riesgo, el presumible estallido de esa burbuja empobrecerá a una cantidad de advenedizos, pero también desarmará carteras por miles de millones.

En 2003, el magnate Daniel Loeb (grupo de fondos Third Point, Londres) compró un cuadro del alemán Martin Kippenberger, pintado en 1984. Dos años más tarde, se lo vendió a otro millonario, Charles Saatchi, empresario de publicidad. Hizo una diferencia de 500% y ganó un millón de dólares. Pero, a diferencia de este coleccionista, Loeb trató “UNO-Gebaudehaus per la pace” como un activo financiero, no como un objeto artístico.

Ya no es el único financista que especula con inefables. Según explica Robert Frank (“Wall Street Journal” en la web), los gestores de fondos “están reinventando el comercio de arte”. Pero, a diferencia de otros segmentos, tratan el asunto como especulación personal.

En general, quienes manejan esas carteras son ricos prematuros, ostentosos, forzosamente pasatistas –su mundo es un casino donde pueden perder todo en horas- y “snobs”. Sin saberlo (porque no leen libros), son pobres copias de Jay Gatsby.

Este grupo de jóvenes potentados ha colocado cientos de millones en cuadros, esculturas y mamarrachos “pop”. Uno de ellos, en 2004, llegó al extremo de ordenar una réplica del célebre mingitorio dadá de los 20 (mucho después imitada por Andy Warhol, un verdadero “poseur”)… toda de oro. Tiempo más tarde, se la vendió a alguien más loco por diez veces el costo.

Ocurre que ciertas pinturas pop encajan en los interiores y decorados favoritos de esta “jeunesse dorée” y algunas firmas dan prestigio, máxime cuando se asocian con ámbitos de estilo pretendidamente Bauhaus. “El factor especulativo se revela en la falta de nexos entre precio y calidad. Esta gente y los fondos que maneja desparraman dinero como si fuese arroz en un casamiento suburbano”. Así sostiene Richard Feigen, influyente “marchand” neoyorquino.

Feigen y otros entendidos de Londres, Tokio o París comparan la furia de los advenedizos con la manía japonesa de los 80, cifrada en el impresionismo francés. Si los fondos especulativos buscan hacer diferencias rápidamente, aquel grupo de potentados orientales pagaba sumas escandalosas “que ningún tasador serio habría convalidado, aun tratándose de obras magníficas”, recuerda Feigen. El caso extremo (1987) fue “Girasoles” de Vincent van Gogh, vendido a un coleccionista de Tokio en US$ 83 millones. Por entonces, una obra muy superior “”Le moulin de la Galette” (Auguste Renoir), se valuaba en “apenas” 25 millones.

Los japoneses en realidad estaban especulando, pero en forma conservadora. Agregaban los cuadros al activo de un banco o una empresa y eso elevaba el valor del paquete. Al estallar una triple burbuja (bienes raíces, banca de ahorro, arte) Japón cayó en una recesión (1991) que todavía le cuesta superar, donde las cotizaciones de van Gogh y otros se hicieron papilla. En el caso de la especulación con arte vía fondos de riesgo, el presumible estallido de esa burbuja empobrecerá a una cantidad de advenedizos, pero también desarmará carteras por miles de millones.

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