La información disponible, a precio razonable, incluye edad, ingresos, domicilio, profesión u oficio, actividad laboral o empresaria, familiares cercanos, situación tributaria, propiedades, teléfonos, e-mail, hábitos de compra, antecedentes policiales, actividades políticas, etcétera. En general, se especializan en información financiera y crediticia.
No obstante, existe también una cantidad de agencias menores dedicadas a todo tipo de cosas. Desde divorcios o adulterios hasta multas, bancarrotas y juegos de azar. Por supuesto, el gobierno federal –Pentágono, FBI y CIA inclusive-, los estaduales y sus departamentos son activos usuarios de esos bancos de datos.
Pero esto no es la gigantesca máquina de George Orwell o Philip Dick, sino un mosaico arbitrario, desordenado, a menudo ineficiente, de profesionales en robo de identidades e invasión de privanza. Por un canal u otro substraen datos personales, familiares o profesionales para venderlos a quien pueda pagar. Uno de esos operadores, el gigante ChoicePoint, atiende con preferencia al propio gobierno federal y sus agencias.
¿Cómo se ha llegado a esa situación? Simplemente, transgrediendo leyes y reglamentos, deporte favorito de la administración Bush. Especialmente después del 11 de septiembre y la consiguiente ola de “espionaje fundamentalista”, que –por supuesto- no ha conseguido desmontar Al Qaéda ni pescar a sus dos o tres máximos cabecillas. Richard Cheney (ideólogo de George W.Bush) y Donald Rumsfeld (secretario de Defensa quizá saliente) han admitido que apelan a esos “servicios privados de información”.
El robo de identidades y datos personales puede ser bastante torpe. También suelen “perderse” archivos, como le ocurrió a Bank of America con los de 1.500.000 clientes, de los cuales 900.000 trabajaban en el Pentágono (o sea, las FF.AA.). Esta misma semana, tocó a otra vasta central de datos ajenos, LexisNexis, descubrir que 30.000 identidades personales habían sido substraídas de sus archivos electrónicos, no se sabe por quiénes.
En la parte “antigua” de la Unión Europea (los quince socios originales) hay menos riesgos, pues los estados y la Comisión de Bruselas vedan transpaso y uso de datos personales sin permiso del interesado. Allí, el peligro básico es la piratería informática, que puede filtrarse –especialmente- en transacciones financieras. Por el contrario, países periféricos como Argentina carecen de instrumentos siquiera para monitorear el aprovechamiento de datos personales, como lo saben los miles que reciben ofertas indeseables por teléfono o e-mail.
Pero EE.UU. es una caja de Pandora, particularmente bajo un gobierno como el actual, imbuido de patrioterismo xenófobo y obsesiones imperiales. La vida privada de los habitantes vale tan poco como la soberanía de países considerados hostiles o peligrosos. Otro problema es que, en la legislación positiva norteamericana, todo cuanto no sea ilícito puede transformarse en negocio. Por ende, los datos personales o de empresas privadas se convierten en “insumos” como el trigo, los hidrocarburos o el cobre.
Volviendo a caso Bank of America, nadie sabe todavía bien si aquellos 1.500.000 archivos informáticos fueron dañados, borrados o substraídos. Trabajosas indagaciones del FBI, el Pentágono y Seguridad interior han sido hasta ahora infructuosas. Lo malo para la entidad es que, entre los datos esfumados, están los de dos senadores (Elizabeth Dole, Patrick Leahy), que acaban de presentar un proyecto de ley para restringir el acceso a bancos comerciales de datos.
La indignación nacional provocada por este episodio y otros, escrupulosamente ignorados por los medios latinoamericanos, se agrava por la actitud reticente de ese banco, los vendedores de datos privados y otras empresas afectadas o involucradas. Tampoco la Casa Blanca les da importancia a esos hechos. No obstante, la propia Comisión Federal de Comercio (CFC) calcula que cada año unos diez millones de estadounidenses –sobre una población total de 290 millones- sufren robos o uso indebido de datos personales.
Poner en orden las cosas o subsanar perjuicios derivados de esos abusos le cuesta a cada perjudicado unos 500 dólares y treinta horas de labor. A su vez, las agencias dedicadas a venta de datos personales cobran cien dólares para mostrárselos a los propios afectados, una actitud leonina apoyada por los propios servicios federales de espionaje e inteligencia. No es casual, de paso, que los directorios de esas firmas contengan tantos retirados de las FF.AA., la CIA o el FBI.
La información disponible, a precio razonable, incluye edad, ingresos, domicilio, profesión u oficio, actividad laboral o empresaria, familiares cercanos, situación tributaria, propiedades, teléfonos, e-mail, hábitos de compra, antecedentes policiales, actividades políticas, etcétera. En general, se especializan en información financiera y crediticia.
No obstante, existe también una cantidad de agencias menores dedicadas a todo tipo de cosas. Desde divorcios o adulterios hasta multas, bancarrotas y juegos de azar. Por supuesto, el gobierno federal –Pentágono, FBI y CIA inclusive-, los estaduales y sus departamentos son activos usuarios de esos bancos de datos.
Pero esto no es la gigantesca máquina de George Orwell o Philip Dick, sino un mosaico arbitrario, desordenado, a menudo ineficiente, de profesionales en robo de identidades e invasión de privanza. Por un canal u otro substraen datos personales, familiares o profesionales para venderlos a quien pueda pagar. Uno de esos operadores, el gigante ChoicePoint, atiende con preferencia al propio gobierno federal y sus agencias.
¿Cómo se ha llegado a esa situación? Simplemente, transgrediendo leyes y reglamentos, deporte favorito de la administración Bush. Especialmente después del 11 de septiembre y la consiguiente ola de “espionaje fundamentalista”, que –por supuesto- no ha conseguido desmontar Al Qaéda ni pescar a sus dos o tres máximos cabecillas. Richard Cheney (ideólogo de George W.Bush) y Donald Rumsfeld (secretario de Defensa quizá saliente) han admitido que apelan a esos “servicios privados de información”.
El robo de identidades y datos personales puede ser bastante torpe. También suelen “perderse” archivos, como le ocurrió a Bank of America con los de 1.500.000 clientes, de los cuales 900.000 trabajaban en el Pentágono (o sea, las FF.AA.). Esta misma semana, tocó a otra vasta central de datos ajenos, LexisNexis, descubrir que 30.000 identidades personales habían sido substraídas de sus archivos electrónicos, no se sabe por quiénes.
En la parte “antigua” de la Unión Europea (los quince socios originales) hay menos riesgos, pues los estados y la Comisión de Bruselas vedan transpaso y uso de datos personales sin permiso del interesado. Allí, el peligro básico es la piratería informática, que puede filtrarse –especialmente- en transacciones financieras. Por el contrario, países periféricos como Argentina carecen de instrumentos siquiera para monitorear el aprovechamiento de datos personales, como lo saben los miles que reciben ofertas indeseables por teléfono o e-mail.
Pero EE.UU. es una caja de Pandora, particularmente bajo un gobierno como el actual, imbuido de patrioterismo xenófobo y obsesiones imperiales. La vida privada de los habitantes vale tan poco como la soberanía de países considerados hostiles o peligrosos. Otro problema es que, en la legislación positiva norteamericana, todo cuanto no sea ilícito puede transformarse en negocio. Por ende, los datos personales o de empresas privadas se convierten en “insumos” como el trigo, los hidrocarburos o el cobre.
Volviendo a caso Bank of America, nadie sabe todavía bien si aquellos 1.500.000 archivos informáticos fueron dañados, borrados o substraídos. Trabajosas indagaciones del FBI, el Pentágono y Seguridad interior han sido hasta ahora infructuosas. Lo malo para la entidad es que, entre los datos esfumados, están los de dos senadores (Elizabeth Dole, Patrick Leahy), que acaban de presentar un proyecto de ley para restringir el acceso a bancos comerciales de datos.
La indignación nacional provocada por este episodio y otros, escrupulosamente ignorados por los medios latinoamericanos, se agrava por la actitud reticente de ese banco, los vendedores de datos privados y otras empresas afectadas o involucradas. Tampoco la Casa Blanca les da importancia a esos hechos. No obstante, la propia Comisión Federal de Comercio (CFC) calcula que cada año unos diez millones de estadounidenses –sobre una población total de 290 millones- sufren robos o uso indebido de datos personales.
Poner en orden las cosas o subsanar perjuicios derivados de esos abusos le cuesta a cada perjudicado unos 500 dólares y treinta horas de labor. A su vez, las agencias dedicadas a venta de datos personales cobran cien dólares para mostrárselos a los propios afectados, una actitud leonina apoyada por los propios servicios federales de espionaje e inteligencia. No es casual, de paso, que los directorios de esas firmas contengan tantos retirados de las FF.AA., la CIA o el FBI.