El racismo “no” es una enfermedad. Eso sirve para disculparlo

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En un momento en que el tema de la raza resurgió como parte urgente del discurso norteamericano, las ciencias sociales tienen que reevaluar el problema del racismo. Todos —el público, la prensa y los académicos – ligan racismo con demencia. Y podrían estar equivocados.

un siglo y medio viene circulando la metáfora de la enfermedad para definir racismo, siempre con la esperanza de encontrar una cura para el prejuicio. Un libro a punto de publicarse dice: “No eludamos responsabilidades. Si alguien dice, hace y cree cosas malas debe asumir la responsabilidad”.

Diagnosticar el racismo como un desorden psicológico es absolver al racista de toda culpa. Y sin embargo, ya en el año 1935, un profesor de medicina de Nueva York calificó al Hitlerismo como una “epidemia psíquica”. Él decía que para entender a Hitler y a sus seguidores había que internarse en los dominios de la psicopatología. Para entender a Trump y a sus seguidores ¿también?

En el libro que está a punto de salir a la calle Are Racists Crazy? How Prejudice, Racism, and Antisemitism Became Markers of Insanity, el historiador Sander Gilman y el sociólogo James M. Thomas analizan los orígenes y esta idea de adjudicar al racismo una anomalía psicológica. Durante años, dicen,  médicos, psicólogos y sociólogos se desvivieron por tratar de entender la raíz del prejuicio racial. Algunos hablaban de “locura” inspirada por la influencia tóxica de una multitud analizaban la neurología específica de un individuo.

En los siglos 18 y 19, sin intención alguna de buscar la raíz del fenómeno, en Occidente se hablaba, por el contrario, de una predisposición biológica en las razas “no blancas” a la enfermedad mental. Cuando el censo de 1840 en Estados Unidos dio una alta proporción de negros libros con cierto nivel de insania, la información se usó para reforzar la idea de que el Sur necesitaba de la esclavitud para prosperar. Esas cifras luego fueron objetadas médicamente pero muy poca gente estaba interesada en encontrar pruebas de la inferioridad negra.

Desde entonces la ciencia dio un vuelco: ya no considera a la raza como una categoría biológica sino como una creación social y también perdió atractivo la idea que los grupos minoritarios podrían tener rasgos psicológicos innatos.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en Estados Unidos, al mismo tiempo que se iba haciendo evidente lo que significaba Hitler y sus seguidores, floreció el estudio de la psicología social. Sobre esto dicen Gilman y Thomas: “Si el racismo era un síntoma de la psicopatología del fascismo el objetivo de la guerra  tenía que ser entender la mente fascista”. La Universidad de California analizó el tema de la susceptibilidad al autoritarismo que dio como resultado la creación de un test de personalidad.  Los investigadores descubrieron que los autoritarios tienden a  expresar el prejuicio contra grupos minoritarios para identificarse con los fuertes contra los débiles.

Esos esfuerzos por diagnosticar para entender la psicología alemana tenían un propósito: evitar que en el mundo surgieran otros fascismos y proponer medidas para la rehabilitación de los alemanes cuando terminase la guerra.  Había que armar un amplio programa educativo para corregir el contagio paranoico de Alemania una vez que terminara la guerra. “Con educación había que modificar el carácter nacional de los alemanes, su psicología”. Porque el odio que sentía ese pueblo era primeramente biológico. Había que educar a los niños en tolerancia, en la escuela, en sus casas.

Volviendo al presente: Donald Trump llamó “criminales” y “violadores” a los mexicanos y ha propuesto prohibir la entrada de musulmanes a Estados Unidos.  ¿Lo hace esto psicológicamente enfermo? Los medios lo sugirieron repetidamente durante varios meses:

Washington Post, agosto: “Las locas ideas de Donald Trump sobre inmigración se han vuelto más locas”;

Huffington Post, junio: “Demasiado enfermo para liderar: la letal personalidad de Donald Trump,”

Politics USA, mayo: “Trump continúa con su demente ataque racista contra personas nacidas en Estados Unidos”.

Pero esta conexión es errónea, según los investigadores: no hay evidencia científica que conecte el prejuicio racial y la enfermedad psicológica. No obstante,  persiste la fusión de  racismo y locura, dicen Gilman y Thomas.

Ellos rechazan categóricamente las ideas tan arraigadas de que el racismo es una enfermedad que infecta a otros. Dicen, en cambio, que el racismo es un fenómeno normal que requiere serio cambio, cultural, social y legal. Enmarcar el odio como un tema fundamentalmente individual y médico en lugar de una anomalía sistémica lo hace más fácil de desestimar.

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