La Argentina es el país agroexportador que más rápidamente se ha especializado en la producción de transgénicos. Se espera que este año toda la oferta local de soja provenga de semillas modificadas genéticamente. Aunque la presencia de los transgénicos es menor en los casos del maíz (6%) y el algodón (2,4%), la tendencia al incremento es evidente (ver cuadro).
Más allá del potencial impacto ambiental que provoquen estos cultivos, hay dos consecuencias económicas alrededor de las cuales se discute la conveniencia de adoptar estas tecnologías.
El precio es el principal factor que explica por qué los productores argentinos se han especializado cuatro veces más rápido que los norteamericanos en la producción de soja transgénica. El paquete tecnológico (semillas y herbicidas) es sustancialmente más barato aquí que en Estados Unidos. Algunos analistas interpretan que se trata de una estrategia comercial de algunas compañías de biotecnología para aplicar su poder de mercado una vez que se haya asegurado la dependencia tecnológica.
Claro que, en esta ecuación, también es preciso considerar el riesgo comercial. La Unión Europea es uno de los principales destinos de las exportaciones agrícolas argentinas (en el caso de la soja transgénica, más de 50% de las ventas tienen ese destino), pero también es la región donde empresas y gobiernos manifiestan una creciente preferencia por los productos no modificados genéticamente.
Señales del mercado
En 1996 se autorizó la comercialización de la soja Round-up Ready (RR, la denominación científica de las variedades transgénicas). Desarrollada y patentada por Monsanto, la ventaja económica de esta semilla es que inmuniza el cultivo frente a la aplicación masiva de un herbicida que elimina las malezas que crecen junto a la planta y obstaculizan su normal crecimiento.
Desde entonces, en la Argentina se desplazó la siembra de la versión no transgénica a un promedio de 221% anual acumulativo. El índice correspondiente a Estados Unidos para el mismo período es de 56%. Es decir, por cada hectárea que un farmer dejó de sembrar con la semilla convencional para hacerlo con la versión modificada genéticamente, el productor argentino sumó cuatro hectáreas.
Según Alejandra Sarquis, de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación (SAGPyA), la razón debe buscarse en los subsidios. “Nosotros no tenemos precios sostén, ni las facilidades que reciben los productores estadounidenses. Así, la única opción que le queda al agricultor argentino es reducir costos. Nadie los obligó, el año pasado, a sembrar 85% de la superficie con semillas transgénicas”, argumenta.
“No es una cuestión ideológica. Nuestros productores tienen que sobrevivir, y responden a las señales del mercado de manera eficiente. En tanto los demandantes de soja no paguen un premio por la versión convencional, que compense la reducción de costos de la transgénica, los agricultores continuarán en esta tendencia de sustitución”, señala Carlos Basco, quien hasta el 1º de noviembre se desempeñó como director nacional de Mercados Agroalimentarios de la SAGPyA.
Sin embargo, otros especialistas del mercado agrícola sostienen que la estrategia comercial de las multinacionales biotecnológicas es un factor determinante en la adopción de estos cultivos en la Argentina y otros países.
Un informe de la General Accounting Office (GAO) del Congreso estadounidense indica que en 1998 un argentino pagaba entre US$ 12 y 15 por una bolsa de 50 libras de soja RR, mientras que en Estados Unidos el costo trepaba a casi el doble: entre US$ 20 y 23. (Esta brecha se reduce al incluir las exenciones impositivas otorgadas a los agricultores norteamericanos.)
La semilla de soja transgénica sólo es resistente a un tipo de herbicida, el glifosato (desarrollado y patentado por Monsanto), que en la Argentina cuesta US$ 2,80 por litro, mientras en Estados Unidos alcanza un precio de US$ 10, en Europa US$ 7, y en Brasil US$ 6.
Basco explica que en la Argentina se venció la patente del glifosato, y ésa es la razón por la que se vende a menor precio que en Estados Unidos.
Semillas baratas, por ahora
El valor actual de la semilla y la reticencia de algunos mercados externos a adquirir productos transgénicos conforman los dos argumentos económicos que dominan la polémica acerca del rápido vuelco del complejo sojero argentino a las variedades modificadas genéticamente.
“Los pequeños productores ingresan en este mercado porque viven una situación irreal en cuanto al precio de la semilla y el herbicida”, apunta Walter Pengue, especialista en cultivos transgénicos del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente, de la Universidad de Buenos Aires.
Sin embargo, en los últimos meses, ejecutivos de Monsanto, legisladores y productores de soja estadounidenses hicieron declaraciones que anticipan el probable fin de la irrealidad señalada por Pengue.
El informe de la GAO fue realizado por pedido de la Asociación Americana de Soja. Como respuesta al documento oficial, la cámara de productores demandó a Monsanto para que devolviera los US$ 300 millones que recibió desde 1996 en pago de patentes.
Tony Anderson, presidente de la asociación estadounidense de productores de soja, argumentó: “Estamos financiando las investigaciones de Monsanto y resulta que nuestros competidores también se benefician, pero sin pagar nada”. Anderson ha decidido “no premiar a una compañía que da ventaja a mis competidores. Este año, sólo voy a plantar semillas RR en 52% de mi propiedad. Así como están las cosas, no me conviene invertir más en transgénicos”.
Los legisladores norteamericanos también apuntan contra el trato preferencial a la Argentina. Un representante republicano de Illinois, Tom Ewin, reclamó al Departamento de Comercio mayores avances en la disputa con la Argentina sobre las patentes de agroquímicos. Por lo pronto, este asunto ya forma parte del panel para solución de controversias que Estados Unidos solicitó en la Organización Mundial del Comercio.
Tanto los productores norteamericanos como Monsanto cuestionan el almacenamiento de semillas en la Argentina. La razón es evidente: mientras los estadounidenses deben pagar su costo (incluyendo un fee tecnológico) en cada campaña, los agricultores locales eluden una parte, ya que guardan un alto porcentaje de su cosecha.
Basco explica: “La Argentina adhirió en 1974 a un convenio internacional que permite a los productores de soja retener una parte de las semillas para utilizarlas en la próxima campaña. Este pacto es crítico para el productor, ya que lo protege del riesgo de que una restricción financiera coyuntural le impida comprar las semillas necesarias para iniciar la siembra”.
Sobre la base de este acuerdo internacional que suscribieron todos los miembros del Mercosur el economista desestima los posibles efectos de las críticas estadounidenses a la retención de semillas: “En la Argentina tendría que cambiar mucho la política agrícola para apartarnos de esta práctica”, afirma.
Amenazas
Los ejecutivos de Monsanto se muestran, por su parte, elocuentes a la hora de lanzar advertencias a los productores locales: “Si la Argentina no cambia su régimen no tendrá la segunda generación de transgénicos”, declaró, en una entrevista publicada por La Nación, Roger Krueger, director de Desarrollo Comercial de la compañía.
Pengue rconoce que la amenaza es muy seria: “Las compañías adoptaron la estrategia de no cobrar el fee tecnológico, para bajar así el precio de la semilla, y favorecer su difusión. Lo que no entraba en los cálculos era que se guardaría una proporción tan elevada, de manera tan recurrente. Si esto atenta contra la rentabilidad de la innovación tecnológica, algo van a hacer”.
“Una de las cuestiones que está dando vueltas es lo de las semillas Terminator. Es una tecnología genética que desarrolla plantas cuyas semillas son estériles, o llegan a germinar sólo si se les aplica un agroquímico determinado. Si se avanza en este sentido, vamos a tener una monopolización muy fuerte en el mercado, y es muy posible que la renta que ahora retienen para sí los productores se transfiera gradualmente en beneficio de las compañías.”
Sin embargo, Basco considera poco probable el escenario de la creación de un mercado dependiente tecnológicamente en el que luego se explote el poder monopólico.
“El glifosato no tiene patente en la Argentina, de modo que si una compañía quiere subir el precio, habrá otra dispuesta a fabricarlo; de hecho, hay compañías nacionales que actualmente lo están produciendo”, señala. “Y siempre puede aparecer otra semilla, otro productor que ofrezca una nueva variedad tecnológica que desafíe a la actual.”
Otro elemento que aporta el funcionario para argumentar contra la factibilidad del escenario monopólico es el comportamiento de los productores. “Si las compañías biotecnológicas tuvieran el poder monopólico de las semillas y pudieran aumentar el precio del glifosato, los productores recalcularán costos, y si la actividad no les resultara rentable, volverían al cultivo tradicional”.
¿Y si los europeos dicen basta?
La viabilidad de la creciente concentración de la producción argentina en cultivos transgénicos no sólo depende del futuro comportamiento económico de los proveedores de los insumos básicos (semillas y herbicidas). La reticencia de algunos mercados externos a adquirir transgénicos representa un importante factor que compromete el futuro de la actividad.
El año pasado, casi 40% de las exportaciones argentinas de soja se dirigieron a Alemania, Bélgica, España, Grecia, Italia, Holanda y Portugal.
Según varias encuestas de opinión realizadas en la Unión Europea, 72% de los alemanes quieren que los alimentos manufacturados con productos obtenidos a través de ingeniería genética estén claramente identificados. Para el resto de los importadores de soja transgénica argentina de la UE, este reclamo obtiene entre 62 y 81% de adhesiones.
El director de la división de Productos Frescos de la casa matriz de Carrefour, Giles Debrosse, declaró que su empresa “está respondiendo a las expectativas de los consumidores que no quieren comer ni directa ni indirectamente productos transgénicos, y se ha anticipado a las regulaciones sobre alimentación animal en la UE”. La mayor cadena de supermercados europeos, junto con un pool de criadores de cerdos y aves de corral, realizó un pedido de 180.000 toneladas de soja no transgénica a Brasil, donde el cultivo modificado genéticamente está prohibido. Ese volumen es el equivalente de la suma de las exportaciones argentinas de soja a Alemania, Bélgica y Portugal durante el año pasado.
Y a esto hay que sumar otro pedido, de la filial holandesa de Cargill, de 70.000 toneladas de soja no transgénica a Brasil.
La publicación Greenpeace Business asegura que en el mercado de Rotterdam se está pagando un premio de entre 5 y 10% por la variedad tradicional.
Unilever anunció, por su parte, que planea eliminar todos los ingredientes transgénicos de sus alimentos vendidos en el Reino Unido. La decisión fue tomada luego de que las ventas de su producto Beanfeast cayeran 50% en los supermercados ingleses. La compañía realizó anuncios similares en Alemania, Suecia y Austria.
Gobiernos como los de Grecia, Austria y Luxemburgo propugnan una moratoria europea a la comercialización (lo que incluye importación) de semillas modificadas con ingeniería genética.
Las proyecciones del departamento de Agricultura de Estados Unidos indican que la superficie sembrada con maíz transgénico habrá caído este año de 33% a 25% del total, la de algodón de 55% a 48%, y la de soja de 57% a 52%. Para Pengue, la reacción de los farmers norteamericanos es consecuencia directa de la creciente presión de los mercados japonés, europeo y el suyo propio.
Crecimiento, pese a todo
El comportamiento de los agricultores argentinos contrasta fuertemente con el de sus pares estadounidenses. Y si éstos fueran los que perciben más claramente las señales del mercado, deberían comprobarse señales de contracción en las exportaciones argentinas. Pero no es el caso. Las colocaciones de soja en el exterior vienen creciendo desde hace varios años, y en 1999 aumentaron 6,8%.
¿Cómo se explica esta aparente paradoja? Según Pengue, “lo que ocurre es que la UE tiene a la Argentina, Brasil y Estados Unidos como principales oferentes, y nuestra cobertura de su mercado en el corto plazo no puede ser abastecida por ningún otro productor; es decir, nos están comprando casi obligadamente”.
Además, agrega Pengue, la Argentina no está incrementando la concentración de sus exportaciones en la Unión Europea. Por el contrario, los embarques a países asiáticos aumentaron mucho en los últimos años. Se destacan, en ese sentido, los casos de China y Tailandia, donde las ventas aumentaron algo más de 100% con respecto a 1998.
Aunque los especialistas coinciden en que el riesgo comercial en el que incurre la Argentina por especializarse en transgénicos es bajo en el corto plazo, las opiniones divergen a la hora de examinar un horizonte algo más lejano.
Basco sostiene que, incluso en el caso de comprobarse que la soja transgénica es perjudicial para la salud o el medio ambiente, “a partir del día siguiente se importarían semillas convencionales para la siembra. En el peor de los casos, podría haber una campaña de baja producción, pero para la siguiente se volvería a los niveles normales. Además, nuestros agricultores pueden sustituir la soja con maíz, sorgo o girasol. La verdad es que no imagino ningún escenario catastrófico”.
El elemento que desafía el planteo de Basco es el carácter de commodity de un producto etiquetado. A fines del año pasado, la Convención de Seguridad Biológica de las Naciones Unidas aprobó el Protocolo de Biodiversidad, que establece que los cargamentos de alimentos transgénicos, incluidas las semillas, deberán llevar una etiqueta de advertencia que los identifique. “En Europa”, señala Sarquis, “esta norma es obligatoria desde abril de este año, pero aún resulta muy confusa, y no se aplica”.
El costo de la etiqueta
Los analistas del mercado agrícola coinciden en que el labelling obligatorio representa un problema serio para los países exportadores. Investigadores de la Universidad de Belgrano mencionan algunas de las transformaciones productivas que requerirá el etiquetado: “En la etapa de cosecha, el agricultor deberá evitar que se mezclen los diferentes tipos de semillas en sus equipos. Al mismo tiempo, los camiones, trenes y barcos que transporten la mercadería necesitarán depósitos diferentes, o una profunda limpieza entre envíos. No se podrá utilizar el actual sistema de silos, destinado para operar con grandes volúmenes y donde se mezclan cosechas de distintos orígenes. Asimismo, en la etapa de procesamiento se deberá contar con instalaciones paralelas o mecanismos de limpieza que eviten la mezcla de semillas”.
¿En qué situación se encuentra la Argentina con respecto a sus competidores internacionales en este sentido? “Nuestro país no está haciendo nada en materia de inversión en infraestructura. Tanto Brasil como Estados Unidos están preparados con sistemas aptos para identificar aquellas características que los clientes quieran conocer. En el caso brasileño, se trató de una estrategia comercial para posicionar al país como libre de transgénicos”, explica Pengue.
Basco, por su parte, afirma: “En la Argentina no tiene ningún sentido establecer normas de etiquetado, porque, como somos exportadores netos, vamos a tener que discriminar para cada destino según corresponda, es decir, tendríamos que tener una norma especial para cada mercado. Por otro lado, hay que recordar que toda norma obligatoria tiene un costo para el productor, y para el Estado, que tiene que vigilar que se cumpla”.
Discrepa, además, con Pengue en cuanto a que el comportamiento brasileño sea consecuencia de una estrategia comercial. “En la cuestión ambiental, Brasil está siempre a la defensiva por la tala de la selva amazónica. La Comisión Nacional de Tecnología Agropecuaria quiere hacer buena letra con los transgénicos para decir que Brasil defiende la biodiversidad”, argumenta.
Los funcionarios de Agricultura tampoco coinciden con el investigador de la UBA en cuanto a las posibles consecuencias comerciales de esta diferenciación con Brasil.
“Indudablemente, la tendencia es hacia la segregación, y si el mercado europeo paga más por el producto identificado como no transgénico, los agricultores reaccionarán ante la señal de precios y producirán el cultivo tradicional”, apunta Basco.
Pengue advierte, por su parte, que Brasil está incrementando su producción
media de soja tradicional y, aunque no podría desplazar a la Argentina
del mercado mundial, sí estaría en condiciones de sustituirla
como proveedor de algunos mercados. “Los países asiáticos buscan
fundamentalmente productos baratos, pero si nos interesan clientes que demanden
alta calidad y estén dispuestos a pagar mayor precio, hay que considerar
el riesgo de perder mercados que después no se recuperan”.
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El frente diplomático Para la Con las En el primer Alvarez Por su parte, |
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• “El consumidor final también es nuestro cliente”. MERCADO Rural, diciembre de 1999. • “¿Qué • “Los transgénicos, en busca de buena imagen”. The • Links a sitios recomendados por la National Biotechnology |
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