La preocupación en torno al tema de la competitividad surgió a partir de los significativos cambios que se produjeron en la economía mundial a mediados de los años ´70. Las turbulencias macroeconómicas que se manifestaron con fuerza a partir de la crisis del petróleo, la combinación de inflación con desempleo, los avances tecnológicos en materia de comunicación y transporte, y el tránsito hacia un orden internacional más abierto generaron un renovado interés por el estudio de la competitividad y sus determinantes.
La salida de la crisis encontró un mundo en el que las ideas más ortodoxas, de ajuste y estabilización, aparecían como novedosas. En esa dirección, los criterios dominantes sobre las fuentes de la competitividad, que se manifestaban en las recomendaciones de los organismos internacionales a los países del Tercer Mundo, se orientaban hacia la apertura del comercio exterior, la desregulación de la actividad económica y la privatización.
De esta forma, se pregonaba la doctrina de que el libre funcionamiento de los mercados induciría el establecimiento de un patrón de especialización internacional. En términos concretos, esto significaba que cada uno debía concentrarse en la producción de aquellos bienes en los que su estructura de costos le otorgaba una ventaja comparativa.
Este tipo de recomendaciones apuntaba a que los países de mayor desarrollo industrial se especializaran en la producción de bienes intensivos en tecnología, mientras los sudamericanos, por ejemplo, debían aprovechar sus ventajas relativas en términos de acceso a los recursos naturales y los asiáticos, su abundancia de mano de obra y bajos salarios.
Esa concepción partía del presupuesto de que los países serían más competitivos en la medida que los mecanismos del mercado dieran las señales adecuadas en materia de precios y la especialización internacional se ajustara a esa estructura de costos.
La lección asiática
Sin embargo, en la década de 1980 se registró un fenómeno que refutó aquellas recomendaciones: un grupo de países del este de Asia irrumpió en los mercados más desarrollados para inundarlos con productos de alta y media tecnología, y a precios competitivos.
A partir de la experiencia de países como Japón, Corea, Taiwan, Hong Kong y Singapur, las ideas dominantes acerca de la competitividad comenzaron a ser cuestionadas. Resultaba evidente, por un lado, que las fuentes de la competitividad no podían quedar relegadas a una cuestión exclusiva de costos de producción. Y, por otra parte, se revelaba que el libre funcionamiento de las fuerzas de mercado no garantizaba el éxito en la competencia internacional.
De esta forma, se introdujeron en el debate sobre la competitividad varios factores que explicaban el ascenso de esos países.
Las definiciones menos ortodoxas sobre la competitividad tienden a poner el acento en dimensiones más amplias. El economista francés Benjamín Coriat planteó, en un seminario realizado en la Universidad de Buenos Aires, que “una economía es competitiva cuando es capaz, a través de sus exportaciones, de pagar las importaciones necesarias para su crecimiento, crecimiento que debe estar acompañado de un aumento del nivel de vida”.
Según Daniel Chudnovsky, director del Centro de Investigaciones para la Transformación (Cenit), esta definición de la competitividad se justifica porque “en primer lugar, no tendría sentido que el objetivo fuera otro. Además, un incremento sostenido del nivel de vida de la población amplía el mercado interno, lo que permite la explotación de economías de escala y promueve la realización de esfuerzos tecnológicos y de mejoras productivas que llevan un tiempo de maduración. Además, al elevarse el estándar de vida, mejoran la educación y las habilidades de la población, lo que a su vez repercute sobre posteriores desarrollos tecnológicos, organizacionales, y productivos en general”.
¿Empresas o países?
En la última década se instaló, además, otro debate: cuando se habla de competitividad, ¿se está hablando de un país o de sus empresas? O, de otra forma: ¿las fuentes de la competitividad se encuentran dentro de las empresas o hay algo fuera de ellas que contribuye a su construcción?
En un trabajo del Cenit, Chudnovsky y Fernando Porta ensayaron una respuesta a este interrogante: “Cuando hablamos de la competitividad internacional de una economía nacional, nos estamos refiriendo a un fenómeno que se manifiesta a través de la competitividad de las firmas, pero que involucra también la acción voluntaria del gobierno para promover esa competitividad, que a su vez se construye sobre una determinada estructura de la economía, que incluye tanto su configuración productiva como aspectos institucionales que van más allá de lo productivo”.
De esta forma, la visión sobre los determinantes de la competitividad fue avanzando, aunque no sin desacuerdos y posturas enfrentadas, hacia cuestiones más complejas. Entre ellas, el reconocimiento de que los factores relacionados con los precios no agotan la cuestión. Por el contrario, existe una variada gama de dimensiones de la competitividad que no se vinculan directamente con los costos, pero que tienen un impacto favorable sobre esos elementos.
Entre estas dimensiones, las más relevantes tienen que ver, por ejemplo, con la calidad de los productos y servicios, la capacidad de adaptación a nuevas normas técnicas, los tiempos de entrega, la capacidad de diferenciar y ampliar gamas, la orientación a mercados de demanda creciente y la eficiencia de las redes y la cooperación interempresarial.
Esta última visión plantea que los esfuerzos individuales deben estar acompañados por una serie de factores que conforman el entorno de las empresas y que determinan, en buena medida, su capacidad para alcanzar un sólido desarrollo competitivo.
En esta línea, Bernardo Kosacoff, economista de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de las Naciones Unidas, sostiene que el éxito de los países que lograron fuertes avances en términos de competitividad se explica a partir de la fortaleza del sistema en el que están inmersas las empresas. Y por lo tanto, a la hora de evaluar la competitividad de un país, la atención no debe dirigirse exclusivamente a cuestiones relativas a los salarios o al tipo de cambio, sino a aspectos tales como la infraestructura física, el aparato científico-tecnológico, la red de proveedores y subcontratistas, los sistemas de distribución y comercialización, e incluso los valores culturales, las instituciones y el marco jurídico.