A fines de junio, en un restaurante de Madrid, una veintena de socialistas europeos apuraban un tostón, regado con Rioja. Había dirigentes italianos, franceses, portugueses y claro está españoles. La comilona era preparatoria de los agasajos que recibiría la Internacional Socialista en Buenos Aires.
Ni el cochinillo ni el vino lograron disipar completamente el disgusto que los comensales habían tenido al enterarse (por los diarios) de una declaración firmada por Tony Blair y Gerhard Schröder. Disgusto que tres días después de conocida esa declaración sería agravado por la decepcionante performance del socialismo en las elecciones para el Parlamento Europeo.
Mientras los socialistas del sur despotricaban en España, un grupo de diputados laboristas se reunía, en Londres, para tramar una rebelión. En el pub no había tostón sino tortilla chips y, en lugar de un Rioja, los MP se humedecían con pale ale. Por lo demás, la reunión era parecida a la de Madrid: una catarsis de socialistas descontentos. Allí, en el mismo pub, se redactó el documento que a principios de julio aparecería en el periódico Tribune: una carta abierta dirigida a Tony Blair en la cual, con la firma de 44 diputados, se le exigía “volver a los valores laboristas”.
No se trata de un revival de la vieja izquierda, aunque el documento aparecido en Tribune lleve la firma de algunos nostálgicos, como Tony Benn y Ken Livingstone. Al lado de esas firmas, están las de tradicionales representantes de la derecha laborista, como Gwynet Dunwoody, Stuart Bell y Terry Davis.
Los rebeldes sostienen que el desafío finisecular “no puede responderse con una regresión al liberalismo del siglo XIX, de cuyo fracaso nació el laborismo. El futuro del Partido Laborista debe ser el de una fuerza democrática que mira hacia adelante y lucha por la justicia social en el siglo XXI”.
Un pésimo negocio
En lugar de hacer eso, Blair firma documentos con Schröder, comprometiéndose a rebajar impuestos, minimizar el gobierno y completar la liquidación del welfare state. Al mismo tiempo, discute con Lord Jenkins of Hillhead la creación de una alianza de centro, integrada por el laborismo y el Partido Liberal Demócrata.
Según los críticos de la estrategia, Blair está metiendo al laborismo en un pésimo negocio: por congraciarse con la clase media, está enajenando su tradicional base de apoyo. “Está ofendiendo gratuitamente a nuestros tradicionales partidarios”, advierte Peter Hain, un alto dirigente que ocupa un puesto en el gabinete de Blair pero mantiene sus diferencias con él.
El debate se ha encrespado hasta el punto que el propio Anthony Giddens, director de la London School of Economics y mentor de Blair, reconoce: “Desde el principio, el Nuevo Laborismo ha tenido que hacer frente a las críticas de comentaristas de izquierda, como Martin Jacques y Stuart Hall. Lo esencial de sus críticas es familiar: dicen que sólo se ofrece thatcherismo recalentado. La sensación de mucha gente, según la cual el laborismo tiene un programa neoliberal con otro nombre, no ha desaparecido pese al tiempo que Blair lleva en el poder. Voces disidentes, dentro y fuera del partido, continúan haciendo parecidas objeciones. Sin embargo, más preocupante que eso es la extensión de esas críticas, que se han convertido en habituales en los círculos socialdemócratas del resto de Europa”.
La relación especial
Las críticas europeas no son sólo teóricas. Se le imputa a Blair el intento de reanudar con Bill Clinton el tipo de special relationship que Margaret Thatcher tuvo con Ronald Reagan: una revalidación del eje Washington-Londres, que los europeos continentales ven como una amenaza a la Unión Europea.
Por eso alarmó tanto la declaración conjunta de Blair y Schröder. Los principales analistas europeos coinciden en que el canciller alemán está debilitado; con su partido dividido, Oskar Lafontaine preparando su reaparición pública y una frágil coalición con los verdes (quienes, a su vez, se muestran crecientemente insatisfechos con el rumbo oficial), Schröder sintió la necesidad de respaldarse en Blair y ganar, de ese modo, un soporte británico-estadounidense.
Los franceses no se sintieron nada cómodos. Ya el canciller alemán había logrado intranquilizarlos con su prédica en pro de la eliminación de subsidios agrícolas: algo que, según se ve desde Francia, tiende a proteger el interés de Estados Unidos, en desmedro de la Unión Europea.
“¿Qué pasa si Al Gore pierde las elecciones?”, preguntó uno de los comensales de Madrid. “¡Hombre! Eso tenlo por seguro. Después de Clinton vendrá el junior“, respondió otro, respaldando la creencia muy difundida en Europa de que George Bush hijo será el próximo presidente norteamericano.
Si en Washington “viene el junior“, el edificio de Blair se derrumbará. El líder británico se aferró a la tercera vía una expresión lanzada por primera vez en Washington, durante un mensaje de Clinton sobre el estado de la Nación y a las relaciones especiales que trabó con el presidente demócrata. Muchos creen, en Londres, que la special relationship entre Estados Unidos y el Reino Unido funciona siempre que, habiendo un gobierno demócrata en Washington, haya uno laborista en Londres; o, habiendo un gobierno republicano en Washington, haya uno conservador en Londres.
Esa lógica llevaría, en el caso de que George Bush Jr. gane las elecciones presidenciales del 2000, a fortalecer las chances conservadoras en Gran Bretaña.
Cuestión de estilo
Muchos británicos sienten hoy que no hay diferencias entre laboristas y conservadores (como no creen que las haya, en Estados Unidos, entre demócratas y conservadores) y, si siguen optando por unos u otros, es sólo por razón de estilos o matices. Gran parte del electorado puede pasar de un campo al otro.
Una fuerte corriente de opinión sostiene, por otra parte, que a Gran Bretaña le conviene mantener una relación especial con Estados Unidos.
Siendo eso así, y no existiendo diferencias ideológicas sustanciales entre conservadores y laboristas, el triunfo de los republicanos norteamericanos llevaría, efectivamente, a un gobierno conservador en el Reino Unido.
El socialismo europeo habría entrado en crisis. Para ese momento, Schröder podría haber caído por sus propios méritos. La unidad europea, por otra parte, podría haber sufrido alguna grieta.
La vergüenza por Kosovo
Hay otra causa para la insatisfacción de muchos socialistas europeos. Si bien las jerarquías partidarias han apoyado vivamente el bombardeo de Yugoslavia cuyo abanderado fue el secretario general de la OTAN, el socialista español Javier Solana gran parte de la dirigencia y la militancia se siente indignada o avergonzada por la subordinación de Europa a las decisiones de Washington.
“Vimos con esperanza la formación de la Unión Europea porque creímos que sería un contrapeso. Cuando debimos pedir a nuestros compatriotas que aceptaran cierta pérdida de soberanía, lo hicimos con la convicción de estar contribuyendo a la creación de un poder que, si bien no entraría en confrontación con Estados Unidos, impediría la consolidación de un mundo unipolar. La guerra de Kosovo ha venido a destruir esa ilusión. Ni la Unión Europea, ni Rusia, ni China, ni el Consejo de Seguridad, ni la carta de las Naciones Unidas, nada cuenta a la hora de la decisión. Estados Unidos manda y Europa acata o, peor aún, como en este caso, ejecuta”. Así se expresó, en Madrid, un desencantado socialista portugués. Le dolía, sobre todo, que Europa hubiese ejecutado, en este caso, a través de gobiernos socialistas.
Lo nuevo y lo viejo
Si:
1) no hay un “nacionalismo europeo”,
2) no hay una vocación de contrapesar el excesivo poder norteamericano,
3) todo se desmorona en caso de ganar Bush Jr. en Estados Unidos y
4) no hay más ideas que thatcherismo recalentado,
¿qué se puede esperar de la tercera vía europea?
En un esfuerzo por demostrar que esa vía es algo nuevo, distinto del viejo socialismo y del neoliberalismo, Anthony Giddens ha construido el siguiente cuadro:
Es difícil encontrar, en Giddens, alguna idea que llame la atención. Lo mejor de sus exposiciones llega cuando se pone a seguir el pensamiento de Joe Stiglitz, el vicepresidente del Banco Mundial, quien dice que “la competencia es más importante que la titularidad, pública o privada de una empresa” y define así las funciones del Estado moderno (al cual adscribe Giddens):
- Control de monopolios naturales.
- Sistema institucional que garantice el funcionamiento de los mercados.
- No intrusión innecesaria en el mercado.
- Vinculación del corto plazo con el largo plazo.
- Compensación de fluctuaciones.
El problema es que esto es tan congruente con el conservadorismo como lo es
con el laborismo.
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Lecciones de pragmatismo
Las dificultades del Partido Laborista para ir más allá se explican por lo tardío de su reacción. En verdad, es irónico que sean los laboristas británicos quienes, ahora, pretendan dar lecciones de pragmatismo.
Los socialistas alemanes ya se habían aggiornado, lustros atrás, en su célebre congreso de Bad Godesberg. Felipe González emprendió la tercera vía mucho antes de que el Partido Laborista británico se atreviera a pensar en ella.
En realidad, el laborismo británico permitió, con su tozuda defensa del ideario de posguerra, que Margaret Thatcher llegara al poder en 1979 e iniciara 16 años de reinado conservador y neoliberal.
Los laboristas se oponían a la privatización. Los laboristas se oponían al cierre de minas antieconómicas. Le regalaron todo a Thatcher: la racionalidad económica, la modernidad, la apertura mental. Todo lo nuevo pasó a ser asociado paradójicamente con el Partido Conservador. El laborismo se convirtió en un museo bullicioso.
Cuando Blair y los suyos comprendieron que el mundo globalizado, el derrumbe de la URSS y el surgimiento de la Unión Europea hacían imposible mantener al laborismo de Clement Atlee en estado vegetativo, surgió el Nuevo Laborismo: una reacción tardía que no introdujo ninguna novedad teórica.
Novedad podría haber si la izquierda europea se dedicara a resolver
el nuevo rompecabezas ideológico: cómo redistribuir mejor la riqueza
sin provocar un estampida de capital que en la era de Internet puede
ser instantánea y fulminante. Si para algo ha de servir el socialismo
moderno es para encontrar un modo de distribuir mejor (dando así mayor
satisfacción social y, por lo tanto, mayor estabilidad a los sistemas
políticos y económicos) sin desalentar a los inversores, que se
han vuelto hiperkinéticos y viajeros.
Para otra cosa, no hace falta el socialismo. La tercera vía
es un fracaso porque no va más allá de su nombre.
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www.clarin.com.ar/diario/ 97-06-07/t-04001d.htm |
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