Aterrizamos en Denpasar, la capital de Bali, con grandes expectativas. Un oficial de inmigración indonesio examina implacablemente el pasaporte de mi esposa y luego la mira: “No puede ingresar a Bali. Su pasaporte no tiene seis meses de validez. Debe volver a Bangkok”. Protestamos, porque el pasaporte todavía tiene cinco meses y medio de validez. Aunque ofrecemos pruebas fehacientes de que regresaremos antes de que termine el mes, el funcionario nos dice que no importa, que es la ley de Indonesia. Hablamos con otros empleados. Ni un poco de cortesía durante nuestra espera en una oficina, y la seria amenaza de deportación inmediata. Más tarde, algunos amigos nos cuentan que debíamos haber metido un billete de US$ 50 en el pasaporte, a la aceptada usanza local. Pero dada la atmósfera del momento, sentimos que un movimiento tan políticamente incorrecto solamente podría empeorar la ofensa, con el resultado de la cárcel en lugar de la simple expulsión. No nos permitieron llamar al consulado británico, o a nuestro agente de viajes en Denpasar, ni siquiera al chofer de nuestro hotel que esperaba ansiosamente.
En medio del calor y de mi estrés pedí un vaso de agua. “Debe pagarlo primero”. Pero no tengo rupias, contesto. Lástima. A pesar del sofocante calor comencé a ponerme pálido. Mi esposa interviene: “Tiene un problema cardíaco”. La exageración es mínima, pero funciona: enviar un cadáver es más difícil que deportar a una persona viva.
Llegada al paraíso
Cargando nuestro equipaje sin ayuda finalmente fuimos admitidos en el paraíso.
Luego de recorrer los primeros treinta kilómetros, comenzamos a preguntarnos si la deportación no hubiera sido mejor. Playas atestadas de australianos tomando cerveza y una línea interminable de edificios. Los comercios mostraban lo que parecían enormes enanos de jardín, ejemplos del arte de Bali, pero no estábamos de humor para admirarlos.
El día se presentaba nublado y sofocante. Según nos explicó el conductor, habíamos llegado en la estación de las lluvias (febrero), y para peor no se podía nadar en la costa (habíamos reservado el hotel Amankila) porque había una gran mancha de petróleo. Decidimos cambiar de planes y nos dirigimos al interior, a Ubud, para alojarnos en el Amandari, reconocido como uno de los mejores hoteles del mundo.
Luego de una hora y media llegamos a Ubud. Un mensaje debajo de la puerta de nuestro cuarto nos advierte mantener las ventanas cerradas, para no ser víctimas de una plaga de insectos voladores. Una mezcla de celo islámico aunque la población de Bali es mayoritariamente hindú y de lucrativo emprendimiento privado dentro del gobierno ha llevado a establecer un impuesto sobre las bebidas alcohólicas que eleva el precio de una botella de US$ 10 a US$ 200.
Mientras cenamos sin bebida, sentimos un pequeño temblor. Para parafrasear al Dr. Fausto de Marlowe, si este es el paraíso, no estoy acá.
Tranquilidad y belleza
A la mañana, como suele suceder, todo se ve mejor. Todavía llueve, pero el baño en el jacuzzi al aire libre, bajo la lluvia y con ocasionales relámpagos, tiene algo de erótico.
Comenzamos por reconocer que el Amadari realmente es uno de los mejores hoteles del mundo. La verdad es que nunca estuvimos en uno mejor. Bajo la dirección de Henry y Char Gray (de Escocia y Toronto respectivamente), el servicio es excelente. Cada mañana, pequeñas muñecas de maíz aparecen sobre nuestra almohada, y hasta las canastas de pan están decoradas.
Los bungalós son grandes, con un techo cónico de bambú que termina en un solo punto, cada uno discretamente oculto de la vista por un tabique tradicional llamado Aling Aling (para mantener alejados a los espíritus malignos, a quienes no les gusta que los ángulos se quiebren).
El equipo de aire acondicionado es eficaz y silencioso. Además del sonido del río Ayung en la barranca y de un geco que emite agudos chirridos, la tranquilidad es total.
También es total la belleza. Rodeada de árboles de delicioso perfume y entre hibiscus anaranjados, la pileta del hotel parece derramarse por un desfiladero en una cascada de celeste glorioso.
Yin y yang
Una mañana temprano nos internamos en la barranca del Ayung a través de bananeros y gigantes helechos prehistóricos. Un niño desnudo y una linda vaca colorada se bañan en el río. Una terraza de campos de arroz recibe el agua de una bomba que esparce su repiqueteo metálico, los trabajadores en el campo nos saludan. En un pequeño templo se refleja la ropa blanca y negra: el yin y el yang. Volvemos de la selva empapados en transpiración. Junio u octubre, nos dicen los Gray, es la época ideal para venir.
Esa noche cenamos en el Lotus Café de Ubud, donde vivió Walter Spies, el pintor alemán que medio siglo atrás hizo famoso el arte de Bali. No es un lugar muy alegre. El Lotus, a pesar de lo romántico de su entorno (una gran piscina con flores de loto), no se ha convertido en un éxito notable.
Un cartel nos advierte amistosamente: “Debido a la cercanía de un gran templo, lamentamos no poder servir carne”. El almuerzo en el Chedi fue mejor al día siguiente: excelentes fideos, cerdo dulce y mariscos.
Más tarde nos dirigimos a los montes Batur y Agung, que dominan el este de la isla. Mientras nos internamos en las terrazas de color verde esmeralda, aparecen bosquecillos de naranjos y pinos, hibiscus rosados y bambúes gigantes. Bali nos regala lo mejor que tiene, su jardín. Todo está absolutamente pulcro, ni una bolsa de plástico a la vista.
Reflejado en un misterioso lago a su pies, el volcán humea por dos orificios. No parece una amenaza, pero en 1963 entró en erupción: provocó la muerte de más de mil personas y dejó a otras miles desamparadas. El desastre ocurrió el día de una importante fiesta religiosa y fue considerado un mal presagio. Dos años más tarde, hubo un intento de golpe comunista y su represalia causó 50.000 muertes. La destitución del dictador Sukarno fue el paso siguiente.
Desde Agung, los sinuosos caminos nos advierten Hati! Hati! (¡Disminuya la velocidad!). Hasta los nativos conducen con cuidado.
Símbolo de eternidad
El templo Kehen es un lugar tranquilo y sagrado a la sombra de una higuera de Bengala enorme y antigua, símbolo de la eternidad. El sentimiento religioso está muy arraigado, con su especial mezcla de hinduismo animista, dioses y espíritus especiales derivados de fenómenos locales. La religión combina alegría y belleza, a la usanza de la isla antes de la depredación que produjo el turismo en el siglo XX. Afortunadamente, llegamos a tiempo para asistir al principal festival religioso de Bali, el Galungan.
Ese día partimos temprano en dirección opuesta, al templo de Pura Luhur en la ladera del monte Batukay: un lugar tradicionalmente bien cuidado por los buenos espíritus, buen feng shui, diría un chino. Es, también, el lugar más remoto para nosotros, extranjeros solitarios. Nos vestimos de acuerdo con la usanza del lugar: mis dos metros de altura no parecen adaptarse al pequeño selendang envuelto en mis pantalones caqui. Simbólicamente, el seledang impide la aparición de los bajos instintos, mientras que el destar que me colocan en la cabeza representa una vía al paraíso. Nos saludan amablemente. En la entrada un cartel llama nuestra atención:
Atención: No se autoriza la entrada al templo a:
- Mujeres embarazadas.
- Mujeres cuyos niños no hayan cortado el primer diente.
- Niños a quienes no se les haya caído el primer diente.
- Mujeres durante su período menstrual.
- Devotos convertidos en impuros.
- Mujeres/hombres locos.
- Quienes no estén adecuadamente vestidos.
Nos pareció que cumplíamos con todas las condiciones para ingresar y así lo hicimos. Apareció una muchedumbre exquisitamente ataviada en varios tonos de dorado y blanco. Las mujeres tambaleaban bajo canastas de fruta rodeadas de confituras. Un anciano del templo rociaba con agua a ofrendas y oferentes, quienes luego se reunían en largas mesas. Dentro de un pabellón adyacente, jóvenes muy hermosas cocinaban guisos de pato de exquisito aroma. Luego de las plegarias, los peregrinos festejan hasta bien entrada la tarde con las ofrendas acumuladas.
Es una excelente combinación de beatitud y placer. No hay absolutamente
nada tétrico en el Galungan.
|
Contrastes profundos
Pasamos nuestra última noche en la costa, en el Amankila, un hotel gemelo del Amandari. El servicio es soberbio. El hotel tiene los baños públicos más elegantes del mundo (canillas incrustadas con nácar). Tres piscinas se derraman una sobre la otra hasta llegar al mar, treinta metros más abajo (lástima que, por la mancha de petróleo, no pudimos nadar). Rodeando las terrazas de las piscinas, hay pequeños bungalós abiertos con techo a dos aguas donde dos parejas pueden almorzar, emborracharse y dormir.
Cuando cae la tarde, resulta agradable refrescarse con la brisa de la costa, contemplar el movimiento de las palmeras y escuchar el sonido de la rompiente. Pero, de alguna manera, las líneas rectas del hotel carecen de la elegancia del mágico Amandari, y la playa está un poco alejada.
Esa noche hubo una tremenda tormenta, casi un huracán acompañado del sonido de árboles que caían. A la mañana siguiente encontramos una escena de desolación en verde. Bali nos mostró, otra vez, el otro lado del paraíso.
Volvemos al horrible aeropuerto con los mismos horrores suburbanos y las hileras de gnomos nos dan la bienvenida luego de liberarnos de los espíritus malignos de la oficina de inmigración.
© Forbes Global / MERCADO