La verdad de la estrategia

    Desde que el management fue transitando los desgastantes caminos de la moda, la palabra estrategia fue uno de los argumentos más utilizados por aquellos que jugaron a transformarse en gurúes después de leer los títulos de muchos libros de difusión que, mal comunicados, sólo generan confusión. Las vanidades del show business llegaron al mundo empresario, pero cuidado con el síndrome de las canchas de paddle, de los pubs, y hasta del marketing, porque los argentinos somos especialistas en saturar mercados mal satisfechos.


    Pero la estrategia no es un fetiche, ni tampoco el elixir que excita a los caciques corporativos a evocar imágenes de Napoleón, del general Mac Arthur o de Lee Iacocca.


    La gran pregunta es: ¿cuál es la clave del éxito en la gestión empresaria? Sin duda, poder convertir ideas en acción. Pero, ¿cómo construir esas ideas?


    Crecimos con el Planeamiento Estratégico, al que nos mostraron como la herramienta mágica para pretender pronosticar, controlar o prevenir el futuro, pero sin pensar que ese mismo planeamiento estratégico representaba situaciones en las que participaba gente, olvidando que la gente crea situaciones y las cambia.


    En un mundo plano, liso, sin turbulencias, pudimos animarnos a una actividad de planeamiento a largo plazo, sin presiones competitivas fuertes, sin transformaciones sociales y tecnológicas bruscas.


    Pensamos que conocíamos todo. Como en el ajedrez. Aprendimos a mover las fichas según las reglas y acumulamos miles y miles de movidas y maniobras realizadas por cientos de maestros.


    Podíamos planificar una partida, pero nos olvidamos que de tanto en tanto aparece un Bobby Fischer que rompe el molde y toda nuestra experiencia en situaciones conocidas debe ser arrojada por la borda. O mejor dicho, a la basura.


    Mientras la gente compraba autos negros, todo estuvo bien para don Henry Ford. Si la radio funcionaba con válvulas, Sylvania tenía el futuro asegurado. Si a la gente le gustaba el jazz o el rock and roll clásico, los sellos discográficos podían prever sus próximos cinco años. Se pudo planificar.


    Pero aparecieron autos compactos, rojos, verdes y de mil colores y formas. Apareció el transistor y casi inmediatamente el chip. Cuatro locos en Liverpool se acercaron al escritorio de un supuesto estratega que cuando escuchó “Love me do” dijo, no va a andar. Y ustedes saben el final de la historia.


    En nuestro país, desde los años ´60 hasta mediados de los ´80, los grandes grupos nacionales planificaban a largo plazo.


    Eran planes estratégicos tal como lo proponían Ansoff, Ackoff y otros tantos que vivieron un mundo liso y plano. A las empresas les alcanzaba contar con grandes áreas dedicadas al control de gestión, a la organización y métodos, a la auditoría.


    Pero la fórmula explosiva de Toffler (novedad, diversidad y transitoriedad) tarde o temprano cambió mucho de lo establecido. Y muchas de esas áreas tuvieron que transformarse en áreas donde el talento pueda superar a la técnica.


    Vivimos un mundo intercomunicado y en tiempo real, donde la gente piensa como piensa y genera situaciones sobre la base de valores que tienen que ver son su existencia.


    Un mundo no predecible que requiere ruptura lógica de parte de aquellos que buscan un lugar de privilegio.


    Porque un mundo no predecible es una fuente permanente de conflictos nuevos, con actores distintos, con situaciones no conocidas, donde la experiencia anterior no alcanza y donde el planeamiento no da respuesta.


    Ese es el ámbito de la estrategia.


    Morita, de Sony, tuvo una idea original, sin experiencia previa, que generó el walkman. Anita Raddick, de The Body Shop, no planificó el comportamiento new age del consumo, sino que lo detectó a partir de una percepción sin reglas.


    El sueño de Bill Gates no fue planeado, es puro pensamiento estratégico.


    Todos ellos, en definitiva, entendieron que las respuestas tradicionales, o ya intentadas, no iban a resolver el conflicto de entender y actuar sobre un consumo basado en los valores de la gente.


    Definir la estrategia es como intentar definir el amor. Es, una vez que se manifiesta.


    Parte de una idea que debe terminar en acción concreta. Y el nexo entre la idea y la acción no es otra cosa que planeamiento.


    De esto se desprende que no hay plan sin estrategia, no hay cómo sin qué.


    La estrategia es el qué, y en una empresa la respuesta estratégica es la misión, que no es una carta a Papá Noel, sino que consiste en cuatro definiciones concretas:

    • qué necesidades vamos a satisfacer con nuestros productos
      o servicios,
    • a qué mercado,
    • en qué área geográfica, y
    • con qué habilidad diferencial.


    A partir de esa definición podemos planificar y actuar. Y como la estrategia es prueba y error, debemos permanentemente monitorearla. Revisando la idea.


    En síntesis; sin ideas no hay estrategia.


    Si sólo nos preocupamos por evaluar la acción, seguro nos perdemos la posibilidad de ver lo que otros no ven.


    El desafío es volver a la idea. Y eso no hay plan que lo soporte.

    Como decía Frischknecht, hay que poner talento.

    Guillermo Bilancio es consultor especializado en estrategia y desarrollo
    empresario, profesor invitado al posgrado de Estrategia en la UBA, director
    del curso de posgrado en Management de la UB y profesor titular de Marketing
    Estratégico en el Executive MBA de la Universidad Adolfo Ibáñez
    (Chile).