Bajo el signo de la polémica

    Carlos Menem saluda con la V de la victoria. Está subido a un helicóptero
    que está por despegar del Cementerio Islámico de San Justo. Acaban
    de enterrar a su hijo Carlos, que falleció tras sufrir un accidente en
    un helicóptero. Corre marzo de 1995 y el Presidente, en el momento más
    triste de su vida, se juega su futuro político: dos meses después
    intentará ser reelecto.


    La muerte rondó cerca de Menem más de una vez. Sólo seis días después de asumir la Presidencia, el 8 de julio de 1989, falleció su primer ministro de Economía, Miguel Roig, puesto en el gobierno por el grupo Bunge y Born. Lo reemplazó Néstor Rapanelli, otro hombre de B&B. Poco después murió otro ministro, el de Salud y Acción Social. Era Julio Corzo, riojano y amigo de Menem ­rojo punzó, como se identificaban por entonces los menemistas puros­; el avión en que viajaba cayó en un río. Lo reemplazó Antonio Erman González, otro incondicional del Presidente.


    La rotación de funcionarios leales dentro del Gabinete fue otra de las características de la década. Erman fue ministro de Salud y Acción Social, de Economía, de Defensa y de Trabajo; vicepresidente y luego presidente del Banco Central; embajador en Italia, y diputado nacional. Eduardo Bauzá fue ministro del Interior y de Salud y Acción Social, secretario general de la Presidencia, jefe de Gabinete y senador nacional. Otros polifuncionales fueron Alberto Kohan, Domingo Cavallo, Jorge Rodríguez, Rodolfo Barra, Gustavo Beliz y Carlos Ruckauf.


    Uno de esos enroques se debió a razones de fuerza mayor totalmente alejadas de la política: en marzo de 1996, la hepatitis crónica alejó a Bauzá de la Jefatura de Gabinete; lo reemplazó Jorge Rodríguez, hasta entonces ministro de Educación, y al frente de esta cartera asumió Susana Decibe ­renunció el mes pasado, descontenta con el recorte presupuestario dispuesto para esa área­ hasta ahora la única mujer que fue ministra de Menem, y la segunda de la historia (la primera fue Susana Ruiz Cerutti, canciller de Raúl Alfonsín en los dos últimos meses de su gobierno).


    El 26 de julio del ´96, el gobierno enfrentó acaso el momento más tenso de la década, aunque luego se comprobaría que nada cambiaría sustantivamente desde entonces. Ese día Domingo Cavallo dejó de ser el ministro de Economía. Pocos meses antes, en el Congreso de la Nación, había acusado al empresario Alfredo Yabrán de ser “el jefe de una mafia enquistada en el poder”. El inefable sindicalista Luis Barrionuevo dijo entonces que jamás olvidaría el alejamiento de Cavallo porque se produjo en una fecha imborrable para el peronismo: el día del aniversario de la muerte de Eva Perón. La gente tampoco olvidaría a Barrionuevo, autor, años antes, de dos frases antológicas: “Hay que dejar de robar por dos años” y “La plata no la hice trabajando”.

    El establishment

    El acercamiento de Menem al establishment no se agotó en el estrecho
    contacto con Bunge y Born: nombró embajadora itinerante a Amalia Lacroze
    de Fortabat, asesor presidencial a Alvaro Alsogaray e interventora en la después
    privatizada Empresa Nacional de Telecomunicaciones (Entel) a María Julia
    Alsogaray. Antes, los electores de la Ucedé ­el partido político
    de los Alsogaray­ habían dado al peronismo los votos necesarios
    para consagrar senador nacional por la ciudad de Buenos Aires a Eduardo Vaca,
    pese a que quien había obtenido más votos en la elección
    había sido el radical Fernando de la Rúa.


    Pero no sólo al establishment miraba Menem: por eso jugó al fútbol y al básquet en los respectivos seleccionados nacionales. Su pasión por el golf llegaría más tarde.


    Inmediatamente después de la asunción de Menem, el Congreso sancionó la Ley de Reforma del Estado y de Emergencia Económica, que abrió el camino a las privatizaciones y a los decretos de necesidad y urgencia que el actual mandatario firmó en una cantidad superior a la suma de todos sus antecesores.


    Con el menemismo levantaron el perfil los embajadores de Estados Unidos. El primero fue Terence Todman, que en 1991 denunció que un funcionario público ­se sospechó entonces de Emir Yoma, uno de los cuñados de Menem­ le había pedido coimas a la empresa Swift. El sucesor de Todman fue James Cheek, famoso por haberse hecho hincha de San Lorenzo y porque la Side lo ayudó a encontrar la tortuga que había perdido su hijo. Tras abandonar sus cargos, Todman y Cheek fueron contratados, como directores o lobbistas, por empresas argentinas. Curiosamente, desde el retiro de Cheek, hace más de un año, Estados Unidos no designó embajador en la Argentina, pese al alineamiento incondicional de la política exterior argentina con ese país, al que el canciller Guido Di Tella definió como “relaciones carnales”.


    Pero el Swiftgate no fue la primera denuncia de corrupción: ya en diciembre del ´89, el entonces jefe de los diputados oficialistas y luego ministro del Interior, José Luis Manzano, fue vinculado con actos ilícitos en la privatización de Petroquímica Bahía Blanca. Luego vendrían, entre otros casos, los guardapolvos de Bauzá, la leche en polvo de Carlos Spadone y Miguel Angel Vicco, los bonos solidarios de Rubén Cardozo, los menemtruchos de Armando Gostanián, la escuela-shopping de Carlos Grosso, el manejo de los fondos del Pami de Matilde Menéndez y los segundos de publicidad en ATC de Gerardo Sofovich.

    De cuñados y paisanos

    Pero no todos los problemas de Menem provenían del gobierno. En 1990,
    el Presidente ordenó al jefe de la Casa Militar, brigadier Andrés
    Antonietti, que echara a Zulema Yoma de la residencia presidencial. La imagen
    de la esposa y los hijos del Presidente forzados a dejar el hogar común
    recorrió el mundo. Desde entonces, cada vez que Zulema quiso, sus palabras
    hirieron al Presidente. El enfrentamiento se agudizó a raíz de
    la investigación de la muerte del hijo de ambos: ella sostuvo desde el
    principio que se trató de un atentado; él tardó años
    en admitir esa posibilidad.


    El apellido Yoma estuvo también en las portadas de los diarios a partir de marzo de 1991, cuando se destapó en España una conexión de lavado de dólares provenientes del narcotráfico en la que estaba involucrada Amira ­otra de las cuñadas, a la sazón secretaria de Audiencias de la Presidencia­ quien, años después, fue sobreseída. Por esa causa fue a prisión Mario Caserta, quien había sido uno de los recaudadores de la campaña presidencial de Menem, y está prófugo Ibrahim Al Ibrahim, ex esposo de Amira que, aunque casi no hablaba castellano, fue designado funcionario de la Aduana.


    Otro apellido de origen árabe se hizo conocido durante el menemismo: Yabrán. Hasta la denuncia de Cavallo, el empresario jamás se había dejado fotografiar y vigilaba sus bienes y sus pasos con decenas de custodios. El fotógrafo José Luis Cabezas, de la revista Noticias, logró retratarlo. Al tiempo, apareció asesinado en Pinamar. El 20 de mayo de 1998, cuando el juez que investigaba el crimen de Cabezas había dictado una orden de captura en su contra, Yabrán se suicidó.

    La Justicia

    Cuando Menem asumió, la Corte Suprema de Justicia tenía cinco
    integrantes. En abril de 1990, el gobierno obtuvo la autorización parlamentaria
    para ampliar a nueve la cantidad de miembros. Se incorporaron entonces Julio
    Nazareno, Eduardo Moliné O´Connor, Mariano Cavagna Martínez y
    Rodolfo Barra. Julio Oyhanarte ­después reemplazado por Antonio
    Boggiano­ ya había sucedido a Caballero y Ricardo Levene ocupó
    el lugar de Jorge Bacqué, quien renunció en desacuerdo con la
    ampliación. La Corte tomó un color claramente menemista y, de
    hecho, comenzó a dictar fallos polémicos, como en los casos de
    la privatización de Aerolíneas Argentinas y las elecciones en
    Avellaneda y en Santiago del Estero.


    La composición de la Corte cambió ­pero no demasiado­ tras el Pacto de Olivos, que Menem y Alfonsín suscribieron en diciembre de 1993. A cambio de conceder vía libre para la reelección, la UCR exigió el retiro de tres ministros. Uno de los nuevos fue Adolfo Vázquez, quien se presentó ante el Senado como “amigo del presidente Menem”.


    Pero no sólo la Corte dio que hablar: también, y mucho, lo hicieron los jueces federales. Todos ellos han llevado o llevan decenas de causas resonantes (Adolfo Bagnasco, la del escándalo IBM-Banco Nación; Jorge Urso, la de la venta ilegal de armas; Juan José Galeano, la del atentado contra la Amia, y Jorge Ballestero, la que investiga la llamada mafia del oro, entre otras).


    Casi todos ellos fueron acusados de defender los intereses del menemismo y varios fueron investigados ­y sobreseídos­ por presunto enriquecimiento ilícito. Dos de ellos terminaron mal: Carlos Branca, destituido y preso, acusado de pertenecer a una banda de contrabandistas, y Norberto Oyarbide, de licencia mientras se sustancia un juicio político, acusado de proteger prostíbulos.


    Hubo, también, jueces de otros fueros que protagonizaron casos sonados: Francisco Trovato, acusado de cobrar coimas, huyó a Brasil con una amante, fue detenido y está preso; Héctor Ramos renunció tras golpear, estando borracho, a un policía que intentó detenerlo luego de que protagonizara un escándalo en un albergue transitorio; Carlos Wowe estuvo preso y aún sigue procesado, acusado de haberle pedido una coima al periodista Bernardo Neustadt, y Javier Ruda Bart renunció después de haber sido sorprendido robando en un supermercado de Punta del Este.


    En esta década se institucionalizó la palabra trucho, sinónimo de falso o ilegal. En abril de 1992, Juan Kenan, asesor de un diputado oficialista, se convirtió en el diputrucho al ocupar una banca para conseguir quórum. A fines del año pasado hubo también senadores truchos: así se llamó al chaqueño Hugo Sager y al correntino Rubén Pruyas, quienes obtuvieron sus designaciones mediante procedimientos que fueron cuestionados por la oposición y avalados por la Corte Suprema.


    Jorge Damonte fue fiscal federal hasta que en 1993 se descubrió que no tenía título de abogado; estuvo preso y desde entonces fue el fiscal trucho. Y la jueza civil Roxana Rogovsky Tapia estuvo a punto de obtener un calificativo similar cuando en 1995 se supo que había contratado un abogado para que le redactara las sentencias porque no sabía hacerlo.

    Adhesiones y deserciones

    Neustadt convocó una manifestación de apoyo a la gestión
    privatizadora de Menem. El 6 de abril de 1990, 80.000 personas ­según
    cifras oficiales­ dieron forma a La plaza del sí, poblada
    de modelos, actores, políticos de centroderecha y empresarios interesados
    en las oportunidades de negocios que se abrían.


    Pero así como cosechaba adhesiones tal vez imprevistas, el oficialismo sufría algún éxodo: cuando la política económica se alejó de la tradición peronista, Carlos Chacho Alvarez encabezó el Grupo de los 8 diputados justicialistas que abandonó el partido. Con el tiempo, la aventura de Alvarez llegó a convertirse en el Frepaso, que alberga a decenas de ex dirigentes peronistas. También desertó el ex gobernador de Mendoza José Octavio Bordón, quien llegó a enfrentar a Menem en las elecciones presidenciales de 1995, aunque luego volvió al PJ. Beliz y Cavallo, dos ex ministros de Menem, abrieron sus propios partidos.


    En abril de 1994 se eligieron estatuyentes para la convención que iba a reformar la Constitución. El Frente Grande ganó la elección en la Capital, sorprendió al menemismo y al radicalismo, y se instaló seriamente en la pelea electoral.


    La reelección no sólo fue una obsesión para Menem. La mayoría de las provincias modificó sus constituciones para permitirla. En Buenos Aires, Antonio Cafiero no lo logró en 1990 (67,2% de los ciudadanos le dijeron que no en un plebiscito) pero Eduardo Duhalde sí cuatro años más tarde, gracias a un acuerdo con el ex militar golpista Aldo Rico.


    Un clásico de los últimos años es el enfrentamiento entre Menem y Duhalde, que se agravó cuando éste persiguió a Yabrán por el crimen de Cabezas. La ruptura pareció irreversible el año pasado, cuando el Presidente alentó una nueva reelección. El gobernador respondió armando su fórmula para la candidatura presidencial con un producto político de Menem, Ramón Palito Ortega. Y acaba de anotarse un triunfo casi decisivo en las internas para designar al candidato peronista a la gobernación bonaerense, en las que su delfín, el vicepresidente Carlos Ruckauf, venció ampliamente a Cafiero, el candidato de Menem.

    Los militares

    A poco de asumir, Menem indultó a los militares que se habían
    rebelado tres veces durante el gobierno de Alfonsín. Pero el 3 de diciembre
    de 1990, encabezado por el coronel Mohamed Alí Seineldín, un sector
    del Ejército volvió a sublevarse. Fue el más sangriento
    de los cuatro alzamientos, como también lo fue la represión, encabezada
    por el entonces subjefe y pronto jefe del Ejército, general Martín
    Balza.


    Inmediatamente después de esos sucesos, Menem indultó a los ex comandantes que habían sido condenados en 1985 por la Justicia y al ex jefe montonero Mario Firmenich. El ex general Jorge Videla y el ex almirante Emilio Massera volvieron a ser condenados el año pasado, esta vez por haber sido responsables de planes para la apropiación de hijos de desaparecidos.


    La gestión de Balza no pasará inadvertida para la historia. No sólo, y no tanto, por ser extraordinariamente prolongada para los usos del Ejército, sino por varias razones de fondo: bajo su gestión quedó abolido el servicio militar obligatorio, luego de la muerte ­aún no debidamente aclarada­ del soldado Omar Carrasco en un regimiento de Neuquén; pronunció una severa autocrítica sobre lo actuado por el Ejército durante la represión antisubversiva de los años ´70, y está seriamente sospechado, junto a Di Tella y al ex ministro de Defensa Oscar Camilión, por la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia.


    Como si no fuera suficientemente complicado, el caso de las armas tiene tres agravantes: la Argentina es garante de la paz entre Ecuador y Perú ­en guerra en el momento de la venta­; apoyaba el embargo de armas a Croacia, donde al mismo tiempo mantenía fuerzas de paz, y está prácticamente probada la conexión entre ese caso y la explosión de la fábrica de armamento de Río Tercero, que en principio se creyó accidental.

    La Argentina y el mundo

    No sólo a Croacia envió fuerzas la Argentina. En 1990 mandó
    dos buques de guerra para apoyar el bloqueo que Estados Unidos dispuso contra
    Irak en la Guerra del Golfo. Fueron señales clarísimas del alineamiento
    con esa potencia, reflejado en numerosas visitas de Menem a Washington y de
    los presidentes George Bush y Bill Clinton a Buenos Aires.


    Al mismo tiempo, el gobierno intentó por todos los medios acercarse al Reino Unido. Se normalizaron primero las relaciones económicas y Menem llegó a ser recibido a fin del año pasado por la reina Isabel y el primer ministro, Tony Blair. Eso sí: aún no logró hablar con Gran Bretaña sobre las Malvinas, pese a los reiterados intentos y a la política de seducción de Di Tella con los habitantes de las islas.


    Dos bombas pusieron a la Argentina en el centro de un conflicto que se había mantenido alejado de estas tierras. En marzo de 1992 voló la embajada de Israel en Buenos Aires y hubo 29 muertos. En julio de 1994 una bomba redujo a escombros el edificio de la Asociación de mutuales israelitas argentinas (Amia) y los muertos fueron 86. Entre las muchas interpretaciones de dos hechos que aún hoy no están esclarecidos se ha mencionado ­sin que nadie pudiera probarlo­ un pase de factura del mundo árabe a ciertas actitudes de Menem, quien, no obstante, dejó trascender en numerosas ocasiones su intención de mediar en el conflicto del Medio Oriente. Acaso por eso, y por la creación del cuerpo de Cascos Blancos, algunos de sus colaboradores han impulsado varias veces la candidatura del Presidente al Premio Nobel de la Paz.

    Movilizaciones sociales

    Desactivado el sindicalismo como polo opositor ­acaso bajo la amenaza
    permanente, nunca concretada, de quitarles a los caciques el manejo de
    las cajas de las obras sociales­, las manifestaciones de protesta de la
    década se debieron a situaciones puntuales o regionales.


    La horrenda muerte de la joven María Soledad Morales, en Catamarca, generó un grado de movilización popular insospechado en esa provincia y acabó con la estrella política de la familia Saadi. También en el interior surgieron focos de protesta social: los estatales de Jujuy, liderados por Carlos El Perro Santillán, acaso el único sindicalista combativo de la Argentina de fin de siglo, y los piqueteros y fogoneros de Neuquén y Salta.


    También hubo disturbios tan graves como fugaces en Santiago del Estero, que movieron al Presidente a disponer la intervención federal, remedio que Alfonsín no utilizó durante su mandato y que Menem utilizó también en los casos de Corrientes y Tucumán.

    Acaso la protesta más orgánica de la década haya sido
    la Carpa Blanca instalada en abril de 1997, frente al Congreso de la
    Nación, por los docentes que reclaman mejores salarios y mayor presupuesto
    para la escuela pública.

    Los pasivos de la
    democracia

    Por
    José Nun (*)

    Tras la
    década caliente de los ´60 y ante la recesión económica
    de los ´70, en los grandes países capitalistas se difundió
    el miedo a una probable crisis de gobernabilidad. Fue el tema del Informe
    que prepararon en 1975 Crozier, Huntington y Watanuki para la Comisión
    Trilateral: cuando hay excesivas demandas populares sobre el Estado, dijeron,
    las instituciones se ven desbordadas y se abre un ciclo de decadencia
    política que acaba poniendo en peligro a la propia democracia.
    Su recomendación: frenar esas demandas evitando que la gente se
    tome demasiado en serio temas como la igualdad y la participación.

    Los diez
    años de gobierno de Menem son una buena ilustración de un
    proceso inverso que genera resultados parecidos: el deterioro ­o,
    directamente, el vaciamiento­ de varias de las principales instituciones
    del país no ya por las presiones que surgen desde abajo sino por
    las órdenes que vienen desde arriba, como consecuencia de los apetitos
    desmesurados de funcionarios, políticos y empresarios oficialistas
    que se acostumbraron a no aceptar límites a su poder.

    Por eso,
    el clima de inseguridad en el que hoy vive el país va mucho más
    allá de la lamentable crónica policial. Toda institución
    es la puesta en acto de una idea, sea ésta la idea de justicia,
    de solidaridad o del saber. Y uno confía en las instituciones cuando
    considera que cumplen razonablemente sus fines y que la mayoría
    de la gente también piensa así. Pero si advierte que son
    muchos los fallos judiciales que se amañan o que la recaudación
    impositiva sirve para alimentar prácticas corruptas o que son cada
    vez menos los que acceden a una buena educación, no sólo
    se repliega y deja de creer, sino que supone que a los demás les
    pasa lo mismo. La desconfianza avanza entonces en espiral, se deteriora
    el consenso, se debilitan las instituciones, se profundiza la brecha entre
    dirigentes y dirigidos, y los problemas públicos tienden a ser
    resueltos de maneras cada vez más autoritarias y menos participativas.
    El daño que esto le produce a una democracia tan incipiente como
    la argentina es gravísimo.

    Pero no
    sólo eso. Un régimen democrático depende, a la vez,
    de la calidad de sus instituciones y de la calidad de sus ciudadanos,
    y ambas cosas están fuertemente asociadas. No hay ciudadanía
    sin derechos civiles y éstos dependen de la equidad y de la eficiencia
    con que funcionen los tribunales de Justicia. Tampoco hay ciudadanía
    sin derechos políticos, los cuales no son un mero sinónimo
    de elecciones periódicas sino que implican, como mínimo,
    que los procesos de representación sean transparentes y que los
    votantes estén bien informados y se hallen libres de miedos tan
    elementales como el de no poder subsistir. De ahí que, en tercer
    lugar, la ciudadanía suponga siempre un conjunto de derechos sociales
    que el estado tiene la obligación de garantizar y que van desde
    la educación y la salud hasta el goce de niveles básicos
    de bienestar y de dignidad.

    A esta
    luz, el saldo que arroja la experiencia menemista es penoso. En una conocida
    entrevista de 1993, el propio Presidente expuso sus “reglas de oro de
    la conducción”. Podrían resumirse así: “Nunca le
    digas al electorado lo que realmente vas a hacer porque si no, nadie te
    vota”. Y no se lo dijo, y se hizo. Es así que se han resquebrajado
    las instituciones y que ha disminuido el número de argentinos que
    gozan plenamente de sus derechos ciudadanos. En estas circunstancias sería
    muy peligroso que los partidarios de la democracia se confundiesen y siguieran
    dándole más importancia a la economía que a la política.
    La consolidación de las instituciones y de los derechos ciudadanos
    se han vuelto tareas urgentes y prioritarias. Es la única manera
    de aliviar los considerables pasivos que hoy agobian a nuestra democracia.


    (*) Politólogo,
    director del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional
    de General San Martín.