El papel del sector público (I)

    Para justificar la intervención del Estado en la
    economía deben cumplirse al menos dos requisitos:

    1) que el mercado haga mal, o provea en cantidad insuficiente, o
    directamente sea incapaz de hacer ciertas cosas o llevar a cabo
    tareas que la sociedad considera necesarias y positivas;

    2) que el Estado las haga mejor que el mercado o,
    alternativamente, que con su intervención no genere problemas
    más graves que los que se pretenden solucionar (el remedio
    peor que la enfermedad).

    Temas como éste tropiezan con un fuerte prejuicio en contra
    del accionar estatal en vastos sectores de la opinión
    pública. Esto se debe, en gran medida, a una (muchas veces
    justificada) evaluación negativa acerca del desempeño
    de las sucesivas administraciones oficiales que hemos padecido los
    argentinos, así como a los cambios políticos e
    ideológicos producto de los virajes de la historia; pero
    también (last but not least) a cierta incomprensión,
    exacerbada a veces desde algunos medios de comunicación,
    acerca de las metas del sector público y de los recursos con
    que cuenta el Estado para alcanzarlas.

     

    ¿Por qué intervenir?

    Si el lector es un intervencionista intuitivo o a priori,
    agradecerá que le proporcionemos aquí un conjunto de
    argumentos que suelen aparecer en la literatura para justificar la
    intervención del Estado y con los cuales podrá
    sorprender y entretener a familiares y amigos.

    Tradicionalmente, existen tres subconjuntos de razones que dan pie
    a otros tantos tipos de intervención del sector
    público. Sus respectivos rótulos son:
    asignación, estabilización y distribución. En
    los países de menor desarrollo relativo se agrega una cuarta,
    la promoción del crecimiento económico.

    En el primer grupo encontramos un conjunto de situaciones en las
    cuales la actividad económica privada orientada a la
    maximización de la ganancia falla desde el punto de vista de
    la eficiencia global o, directamente, es incapaz de satisfacer
    ciertas necesidades.

    El ejemplo clásico es la provisión de bienes
    públicos, que son aquellos a los cuales se puede acceder sin
    pagar un precio y cuyo consumo por parte de Juan no implica un menor
    consumo por parte de Pedro.

    La defensa nacional, ejemplo paradigmático, se diferencia
    (entre otros aspectos) de un corte de pelo en que no se puede excluir
    de sus beneficios a quienes no están dispuestos a pagar un
    precio por ella, y en que el próximo argentino a punto de
    nacer no le quita porciones de defensa nacional a los argentinos ya
    existentes (a diferencia de la “peladita” del recién nacido,
    que le quita ese corte de pelo a algún otro).

    Bienes o servicios con estas características no se prestan
    bien a la producción privada: si no puedo discriminar en el
    consumo de mi producto a los que pagan de los que no pagan,
    ¿cómo podré cobrarles, y de dónde
    saldrá mi ganancia?

    Por otra parte, si añadir un consumidor más al grupo
    de beneficiarios de un bien público no genera costos
    adicionales, ¿por qué habría que fijarle un
    precio?

    Hace falta la intervención de un productor de naturaleza
    diferente: el Estado.

    La existencia de bienes públicos es uno de los motivos de
    lo que se denomina fallas del mercado, situaciones en las cuales la
    persecución del propio interés no resulta en la
    maximización del bienestar colectivo, a la inversa de lo
    planteado por Adam Smith en su célebre metáfora de la
    mano invisible.

    Otra falla de mercado que da pie al cumplimiento de funciones
    asignativas, de parte del Estado, es la presencia de externalidades.

    Una externalidad tiene lugar cuando un acto económico de un
    agente tiene impacto sobre otro sin que medie el pago de un precio.
    Ejemplos: una fábrica arroja deshechos químicos a un
    río, lo que afecta la actividad de un grupo de pescadores
    aguas abajo.

    Claramente, estos últimos padecen un deterioro en la
    calidad o la cantidad de la pesca, pero este costo real no da origen
    a ninguna erogación en la fábrica situada aguas arriba:
    no se internaliza.

    Otro ejemplo (de signo inverso al anterior): la
    construcción de una ruta o la instalación de un colegio
    o supermercado en un barrio determinado aumenta la demanda de
    viviendas en la zona y le proporciona ganancias de capital a los
    propietarios ya instalados. Obviamente, los beneficiados no
    participan de las ganancias a los que proveyeron la externalidad
    positiva.

    Otro ejemplo más apto para la intervención
    pública es la inversión en educación por parte
    de la empresa privada. A un empresario le conviene entrenar a su mano
    de obra porque esto contribuirá a aumentar su rendimiento. Sin
    embargo, como un trabajador puede cambiar de empleo, y así el
    empresario perderá los fondos que destinó a su
    educación (educación que terminará beneficiando
    a toda la sociedad, independientemente del lugar concreto donde
    esté empleado el trabajador calificado), el empleador acaba
    invirtiendo en entrenamiento por debajo de lo socialmente
    óptimo.

    La cuestión es que, si el que origina la externalidad no la
    internaliza, habrá demasiada contaminación o, en el
    caso contrario, escasez de inversión en educación. El
    Estado, a través de normas regulatorias, o aplicando multas
    y/o subsidios, puede hacer que los agentes económicos sientan
    las consecuencias plenas de sus actos económicos.

    Un último ejemplo de fallas de mercado de este tipo es la
    ausencia de competencia. Un monopolio o un mercado oligopólico
    tienden a elevar el precio y restringir la producción con
    respecto a una situación de libre competencia, con la
    consiguiente pérdida de bienestar.

    Para este tipo de falla del mercado se ha ensayado tanto la
    producción estatal de los bienes o servicios involucrados
    (empresas públicas en telefonía, energía
    eléctrica, servicios de correos, etc.), como la
    creación de organismos reguladores específicos (por
    ejemplo, algunos originados con las privatizaciones realizadas en la
    Argentina a comienzos de la década) o la imposición de
    impuestos y subsidios.

    Otra razón adicional para el accionar estatal se relaciona
    con las preferencias del Estado en materia de composición del
    consumo privado. Como el lector sabe, a muchos Estados les interesa
    reducir el consumo de cigarrillos o exigir un consumo de servicios
    educativos (enseñanza primaria obligatoria), o desean
    garantizar un mínimo de acceso a la salud a través del
    sistema de hospitales públicos o similares. Esta interferencia
    del Estado con nuestras preferencias y demandas se fundamenta en que
    el sector público conoce mejor que cada uno de nosotros
    qué nos conviene o qué nos daña y, lo que es
    más importante, toma en cuenta los efectos para el conjunto de
    la sociedad de ciertas acciones individuales (un país donde se
    permitiera que cada familia decida libremente enviar o no a sus hijos
    al colegio, ¿sería un país más rico o
    más pobre?).

     

    Estabilizar, distribuir, promover

    Quedan por definir las otras tres grandes funciones del Estado. La
    función de estabilización se refiere al accionar
    público orientado a mantener baja la tasa de desempleo y
    estable el nivel de precios. Son funciones típicas de la
    política macroeconómica.

    La distribución del ingreso generado por la sociedad suele
    ser un objetivo de la política pública. Cuando el
    Estado toma recursos (cobra impuestos) de un sector de la sociedad
    para proveer a otro sector de menores ingresos de alimentos, salud o
    educación, se está alterando la distribución del
    ingreso generado por el libre juego de las fuerzas del mercado para
    imponer otro más equitativo.

    Existen, por supuesto, otros motivos para este tipo de
    intervención: la búsqueda del mantenimiento de un
    equilibrio político (procurando evitar la pérdida de
    consenso que puede surgir de una distribución muy desigual) o,
    también, razones económicas (una redistribución
    progresiva del ingreso puede significar la ampliación del
    mercado o un incentivo al aumento de la productividad de la mano de
    obra).

    Finalmente, con la promoción del crecimiento en las zonas
    menos desarrolladas, el Estado puede realizar tareas de
    coordinación que el mercado no puede llevar a cabo por
    sí mismo. Imaginemos la siguiente situación: en una
    zona de escasa industrialización un empresario no se decide a
    instalar una fábrica productora de bienes de consumo por la
    ausencia de un mercado significativo. Al mismo tiempo un proveedor de
    partes y piezas industriales no realiza inversiones por la escasez de
    clientes. Pero si ambos se pusieran de acuerdo y realizaran
    coordinadamente sus emprendimientos, cada actividad le
    proporcionaría a la otra parte el mercado adicional que
    está necesitando (el fabricante de repuestos aportaría
    su mano de obra como demandante de bienes de consumo; el productor de
    bienes de consumo, su fábrica como potencial compradora de
    partes y piezas).

    Aquí, la clave de la situación radica en que el
    sistema de precios no transmite esta información y los
    empresarios no pueden incorporarla a sus cálculos de ingresos
    y rentabilidad. Si el Estado le diera un “empujón” a los
    distintos proyectos al mismo tiempo podría generarse una masa
    crítica de inversiones que iniciaran un proceso de desarrollo
    regional.

    Límites y riesgos

    Es posible que el lector sea un liberal intuitivo que corre el
    riesgo de tropezar en una próxima reunión familiar con
    un tío o cuñado intervencionista, dispuesto a amargarle
    la velada farfullando acerca de las “fallas del mercado”,
    “externalidades” y otros términos igualmente abstrusos. En
    esta sección le proporcionaremos algunos elementos
    básicos de autodefensa no violenta para enfrentar estas
    situaciones.

    Gran parte de la sección anterior gira alrededor de la idea
    de fallas del mercado o de la competencia. Conviene señalar
    que existen también las “fallas del Estado”. Hay numerosos
    ejemplos de políticas estatales de estímulo al
    crecimiento que han terminado generando, no desarrollo de la
    productividad y mejoras tecnológicas, sino ganancias
    extraordinarias para los beneficiarios de los subsidios o la
    protección arancelaria o para-arancelaria concedida.

    Además, el mantenimiento de la protección puede
    transformarse en el objetivo principal de los beneficiarios, con lo
    que éstos se convierten, no en agentes económicos
    más productivos, sino en meros rentistas.

    Del mismo modo, cuando el Estado se transforma en protagonista
    directo de los procesos productivos se corre el riesgo de una
    pérdida o perversión de los incentivos, debido tanto a
    la ausencia de competidores como a una disciplina presupuestaria
    laxa. El virtual acceso a un financiamiento ilimitado &endash;y a la
    protección legal que significa ser un monopolio
    estatal&endash; debilita o elimina los incentivos que normalmente
    inciden sobre las empresas privadas sujetas a competencia
    obligándolas a procurar la minimización de costos y la
    mejora de procedimientos.

    Un último ejemplo, de otro orden, de una
    intervención equivocada del Estado es la imposición de
    peajes para caminos no congestionados. En este caso, a pesar de
    existir espacio suficiente para que circulen más
    vehículos sin que esto signifique un incremento de los costos
    de mantenimiento o administración de la ruta, se priva de ese
    beneficio a los conductores privados y, además, se incurre en
    los costos necesarios para hacer efectivo el peaje.

     

    Conclusiones (provisorias)

    Hasta aquí hemos mostrado la necesidad de la
    intervención estatal frente a las fallas de mercado cuando, en
    principio, no genera costos superiores a los que viene a corregir. Y
    hemos advertido acerca de los problemas que pueden surgir a
    raíz de la intervención misma.

    Puesto en otros términos, la decisión de intervenir
    (o no) por parte del sector público en las decisiones de los
    agentes privados, más que una cuestión de principios o
    resultado de las presiones de intereses sectoriales, debe ser fruto
    del análisis y estar sujeta a la evaluación de sus
    resultados.

    En la próxima entrega, bajaremos esta discusión a
    tierra y haremos un repaso de la evolución de los principales
    condicionantes de las finanzas públicas en la Argentina y un
    examen del perfil actual de nuestras cuentas públicas.