Los tigres asiáticos no deben olvidar que los sorprendentes logros
económicos alcanzados en las últimas décadas siguen
firmes. Por lo tanto, deben evitar la guerra comercial y concentrarse en
su futuro de alta tecnología.
En la aterrorizada corrida por intentar superar la crisis financiera
en Asia no debe olvidarse que los sorprendentes logros económicos
alcanzados por el continente en las últimas décadas siguen
firmes en su lugar. Una divisa puede bajar 25% o más en un abrir
y cerrar de ojos, pero eso no significa que la economía de un país
sea 25% menos productiva que antes de la crisis.
Probablemente los países asiáticos, y lo mismo es válido
para Brasil y algunos países de América latina, tengan por
delante algunos años desfavorables. No obstante, tienen potencial
de sobra para volver a emprender el futuro con un vigor renovado. Pero,
para ello, esos países necesitan pensar en una estrategia a largo
plazo de tercera ola. Una manera de aumentar las exportaciones es en forma
indiscriminada. Una manera mejor de hacerlo es cambiando el mix de exportaciones.
Los economistas y formuladores de políticas astutos de Asia y
América latina finalmente han comprendido que el camino que conduce
al desarrollo económico es el que sigue el curso de la denominada
cadena de valor. Lo que necesitan ahora es efectuar un análisis
de ola de sus opciones estratégicas.
La mayoría de los países de la primera ola son pobres
y exportan principalmente productos con bajo valor agregado, tales como
alimentos o minerales. Los exportadores de segunda ola de productos de
mano de obra barata, como China, que inundan el mercado con productos fabricados
en masa con mano de obra de escasa especialización, se encuentran
a mitad de camino en la escala de valor agregado.
A diferencia de esos dos grupos, las economías avanzadas de la
tercera ola exportan un porcentaje mayor de servicios de alto valor agregado:
información y artículos de gran elaboración. La especialización
es el principal factor de producción.
Por lo general, cuanto más baja sea la posición del país
en la escala de valor agregado, mayor competencia deberá enfrentar
y menores serán los márgenes de utilidades. Por esta razón,
Singapur desea convertirse en una economía de información,
así como Malasia desea construir un supercorredor multimediático,
y el intendente de Shangai sueña con convertir a su ciudad en el
centro financiero de Asia.
El peligro actual es que, como un reflejo de las presiones inmediatas,
Asia tratará ciegamente de exportar para salir de sus problemas.
El resultado no será meramente una guerra comercial explosiva con
Estados Unidos y una batalla en segundo frente con Europa, sino una demora
en el ascenso de los países asiáticos en la escala de valor
agregado.
Durante los próximos años, Asia y América latina
probablemente reduzcan sus importaciones. Al mismo tiempo, la devaluación
de sus monedas abaratará el costo de sus productos, especialmente
en el mercado estadounidense, con lo cual probablemente inunden a los consumidores
norteamericanos. Estos son los ingredientes para que Washington tome medidas
proteccionistas; de hecho, los congresistas más beligerantes acaban
de negarse rotundamente a la petición del presidente Clinton de
autoridad para acelerar las negociaciones sobre libre comercio.
Ciertamente, el nacionalismo económico se está perfilando
como una de las principales cuestiones para la próximas elecciones
presidenciales de Estados Unidos. El proteccionismo bien podría
estallar peligrosamente en varios países a la vez.
No obstante, 90% de todo lo que los políticos dicen sobre la
guerra comercial es hipocresía. Lo dicen para ganar votos, subsidiar
a sus aliados y satisfacer sus intereses personales. Esto es particularmente
cierto cuando las políticas comerciales se cubren con una inflada
retórica patriótica que tiende a concentrar la atención
del público en los beneficios o pérdidas a corto plazo, en
lugar de en la estrategia a largo plazo.
Si consideramos uno de los ejemplos más evidentes, los negociadores
de Estados Unidos pelearon duro durante años para abrir el mercado
japonés del arroz. Sin embargo, el arroz es un producto insignificante
dentro de la economía norteamericana y para su comercio en general.
Si bien Estados Unidos produce 250 millones de toneladas de maíz
y 83 millones de toneladas de trigo, sólo cosecha nueve millones
de toneladas de arroz. Así y todo, el gobierno estadounidense paga
a los productores de arroz más de US$ 300 millones al año
en subsidios.
Los arroceros del estado natal del presidente Clinton, Arkansas, reciben
la porción más grande (US$ 132 millones en 1994). ¿Qué
estado ocupa el segundo lugar? Sí, adivinó: Texas, el estado
natal del ex presidente Bush. Hacer penetrar este producto a través
de las fronteras japonesas no tenía nada que ver con ascender la
posición de las exportaciones estadounidenses en la cadena de valor
o con ayudar a la transición de Estados Unidos a una economía
de tercera ola. Tenía que ver con política local.
El análisis de ola también echa luz sobre las políticas
comerciales de Japón. La resistencia inicial de este país
a importar arroz se justificaba por razones sociales y no económicas,
para mantener una clase de pequeños cosechadores, si bien perjudicaba
a los consumidores al mantener el precio del arroz a un nivel artificialmente
elevado.
Pero mantener el mercado del arroz cerrado hacía poco por impulsar
a Japón a una economía de tercera ola en el siglo XXI. Japón
luchó duro al respecto no porque el cultivo del arroz fuera una
industria estratégica de alto valor agregado, sino porque el Partido
Democrático Liberal necesitaba el voto de los arroceros. Exactamente
igual que en Estados Unidos, los intereses económicos a largo plazo
se sacrificaron en aras de una ganancia política a corto plazo.
Pueden compararse estos casos con la lucha más reciente que libró
Washington para proteger los derechos de autor y abrir los mercados asiáticos
y mundiales a las computadoras, semiconductores, software, equipos de telecomunicaciones,
películas, servicios financieros y otros productos informáticos
o especializados de Estados Unidos. Estos son productos de alto valor agregado
y mayor rendimiento, y son básicos para la economía del futuro.
Como señaló Laura D´Andrea Tyson, ex presidenta del Consejo
de Asesoría Económica de Estados Unidos: “La composición
del comercio es importante para la prosperidad de Estados Unidos. Nuestro
nivel de vida depende de nuestra capacidad para competir en industrias
de altos salarios y alta productividad. (…) La brecha comercial (con
Asia) puede resultar considerablemente más grande actualmente que
en la década de los ´80, pero también lo son nuestras exportaciones
netas de alta tecnología y bienes de capital. Quizás estemos
importando más tomates de México y juguetes de China, a expensas
de trabajos con bajos salarios, pero también estamos exportando
más jets, que redundan en beneficio de trabajos con altos salarios”.
Desde el punto de vista de Estados Unidos, esos intereses de tercera
ola pueden justificarse legítimamente en términos estratégicos
a largo plazo. El interés nacional es un factor.
En general, las guerras comerciales del futuro serán guerras
de olas. El desafío más grande para los líderes empresariales
y los formuladores de políticas de Asia, América latina y
otras regiones es prepararse para este futuro desde ya, incluso mientras
deben hacer frente a los problemas de corto plazo acarreados por la contracción
económica asiática. Usar el análisis de ola puede
ayudar a abrirse paso a través de la cortina de humo hipócrita
que flota sobre los campos de batalla en los que se libran las guerras
comerciales. Puede ayudar a definir las estrategias necesarias para volver
a poner en marcha el milagro asiático e impulsar a América
latina hacia el futuro.
© Alvin y Heidi Toffler,
distribuido por Los Angeles Times Syndicate.