En una conferencia celebrada recientemente en Europa vi cómo
un ejecutivo de una empresa norteamericana líder en conexiones por
red casi se quedaba sin aliento al tratar de explicar su visión
del futuro digital. La empresa digital del futuro, dijo, no tendrá
edificio, ni oficinas, ni trabajadores estables ni gastos generales. Utilizará
la Internet para explotar los mejores talentos, sin importar el lugar del
mundo en el que se encuentren, y pondrá a trabajar unidos a esos
cibertrabajadores con un sistema basado en proyectos. Una vez terminado
el proyecto, el grupo se disolverá. La empresa virtual emprenderá
entonces un nuevo proyecto con nuevo personal.
El ejecutivo pasó entonces a exaltar las virtudes de una florería
digital que permitirá pedir un ramo de flores clickeando el browser
de la Web. Lo grandioso de la Internet, señaló, es que la
empresa real que esté del otro lado bien podrá ser un estudiante
secundario que, desde su dormitorio, se podría ocupar de que le
envíen las flores. Y uno no reconocería la diferencia.
Lo primero que pensé al escuchar esta historia fue: “Jamás
le daría mi número de tarjeta de crédito por Internet
a un chico del secundario”. No sé mucho sobre el estado actual de
ciertos trámites digitales, pero sé bastante sobre los adolescentes
de la escuela secundaria, y la verdad es que no confiaría en ellos
ni siquiera para sacar la basura; mucho menos con referencia a mi valiosa
información financiera.
La empresa virtual que describió el ejecutivo se desmorona en
gran medida por la misma razón: la falta de confianza. Esta organización
sin cuerpo existe sin instituciones, sin lealtades, sin una interacción
cara a cara. Supone que el único problema que enfrenta una “compañía
basada en el conocimiento” es contratar a los mejores talentos. Y luego
supone que estas personas talentosas y ambiciosas van a trabajar juntas
y compartir información con extraños, también talentosos
y ambiciosos, a los que nunca han visto antes.
Ese escenario ignora el hecho de que en un entorno que depende del capital
humano, todo lo que se pone sobre la mesa es propiedad intelectual y pertenece
a las personas. Y la lógica indica que usted no estará dispuesto
a compartir este recurso precioso con otras personas, a menos que confíe
en que habrá un intercambio recíproco y que ellas no habrán
de abusar de él para su propia conveniencia.
Esa es la razón de ser de las instituciones: dentro de ellas
sentimos lealtad hacia nuestros grupos sociales de pertenencia. Un ingeniero
de Intel o de Motorola que aporta una innovación prometedora en
el curso de un proyecto no enfrenta el mismo dilema que el individuo solitario
de la empresa virtual. El primero comparte el descubrimiento, el segundo
sopesa si debe compartirlo con sus colegas o capitalizar la idea individualmente.
La confianza se convierte en un factor primordial en un entorno de alta
tecnología. En él, usted no terceriza productos y servicios
sencillos y comunes, sino complejos y difíciles de evaluar. Una
empresa diseñadora de semiconductores que terceriza su fabricación
está, en cierta forma, entregando su futuro a sus socios. Para poder
triunfar, ambas empresas deben compartir procesos, diseños y otras
formas de la propiedad intelectual.
Es evidente que usted no estará dispuesto a hacerlo con una empresa
en la que implícitamente no confíe. Es cierto que la informática
moderna, al reducir los costos de las transacciones, facilita la modularidad
del plug and play. Pero no todos los costos de las transacciones se reducen
mejorando el procesamiento, la transmisión y el almacenamiento de
datos.
La confianza habitualmente tiene su origen en la reciprocidad moral
&endash;ser capaz de cambiar de ruta para llevar a nuestro socio comercial
al aeropuerto&endash; o en el descubrimiento de amigos e intereses
en común. Pero también proviene de la experiencia: usted
no sabe si un proveedor es capaz de cumplir con los plazos y los requisitos
de calidad hasta que no lo haya demostrado un par de veces. La red de mayor
ancho de banda no podrá sustituir a la interacción humana
con respecto a este tipo de información. La mayor parte del debate
sobre cómo lograr que el comercio digital sea digno de confianza
se ha centrado en los temas relacionados con la seguridad de los datos,
el encriptado y la autenticación. Sin embargo, una vez resueltos
estos temas, resta considerar el espinoso problema de cómo desarrollar
la confianza entre colaboradores, clientes y usuarios &endash;para
citar sólo algunos&endash; a los que nunca verá en persona.
El comercio digital promete que le permitirá utilizar la Internet
para comprar los servicios de los mejores asesores en horticultura orgánica
o de los mejores especialistas en la enfermedad de la “vaca loca”, vivan
en Santa Clara o en Timbuktu. Para hacerlo se necesita algo más
que verificar que la persona que está del otro lado de la línea
sea quien dice ser: hace falta evaluar su idoneidad, su confiabilidad y
su criterio. En otras palabras, es necesario contar con el respaldo de
una marca, específicamente aplicable a productos y servicios sumamente
especializados y difíciles de evaluar. Usted necesitará servicios
con valor agregado que no solamente lo lleven al producto o servicio correcto
sino que le permitan evaluar su calidad o dar fe de ella. Las máquinas
inteligentes no podrán por sí mismas reemplazar al criterio
y al contacto humano, que constituyen en definitiva la base de la confianza.
(*) Francis Fukuyama es profesor de Políticas Públicas
de la Universidad George Mason y es autor de The end of history? (1989).
Su obra más reciente, Trust, examina la relación que existe
entre cultura nacional y prosperidad económica.