Como sucede a menudo, hechos inesperados obligan a modificar las
previsiones. La Argentina no crecerá este año 6% sino,
en el mejor de los casos, 4%; esto provocará una caída
de las utilidades empresarias y muy probablemente un rebrote del
desempleo. El proceso de devaluaciones que comenzó en 1994 en
China y terminará en 1999 en Brasil neutralizará 70% de
la competitividad ganada por el país en los últimos
siete años. El gran debate del ´98 será cómo
recuperar competitividad sin devaluar ni producir una
deflación salvaje.
Irving Fisher, sin duda uno de los economistas más
brillantes de los años ´20 y ´30, predijo una década y
media de bonanza para Estados Unidos y Europa… apenas 17
días antes del viernes negro de octubre de 1929. Esa crisis,
además de muchas otras obvias enseñanzas, nos
permitió a los economistas cobrar conciencia de que nuestros
pronósticos – necesariamente basados en cierto estado de
la naturaleza que se supone no va a cambiar o va a evolucionar dentro
de un rango de razonabilidad – a menudo deben ser revisados
porque irrumpe en el escenario algún factor inesperado que nos
obliga a cambiar de perspectiva. Y eso es lo que ocurre hoy, una vez
más, en la Argentina.
¿Cuál fue, en este caso, el factor que obligó a
que los pronósticos que teníamos acerca de un
crecimiento de alrededor de 6% – o más, según
otras visiones – para 1998 deban ser revisados?
Una explicación podría hablar de un shock
bursátil de sobrevaluación de activos. Desde esa
perspectiva, lo que ocurrió en el sudeste asiático es
que los agentes económicos fueron demasiado optimistas y, a la
manera de la Argentina en la época de Martínez de Hoz,
llevaron a la economía a una sobrevaluación de los
activos domésticos de tal magnitud que hacía falta una
corrección. Los activos inmobiliarios valían demasiado
pero los papeles de la Bolsa también valían demasiado.
Ocurrido ese shock en algunos de los países más
frágiles del sudeste asiático, fue expandiéndose
bastante lentamente en la región hasta tocar una cuerda
sensible para la economía argentina, como es el caso de Hong
Kong.
¿Por qué Hong Kong es una cuerda sensible? Simplemente
porque se trata de uno de los cinco o seis países del mundo
que, como la Argentina, tienen un régimen monetario cambiario
de convertibilidad. Al llegar la crisis a Hong Kong, que
sufrió una caída muy fuerte del valor de los activos
pero no devaluó, la Argentina comenzó a sentir los
efectos negativos de la globalización y la
interconexión.
Desde ese punto de vista, si la crisis fuera exclusivamente de
sobrevaluación de activos, no parece que tuviéramos un
gran problema por delante. La Argentina no ha sobrevaluado activos:
los departamentos valen más o menos lo mismo que valían
hace un año, las empresas se han vendido a valores más
o menos razonables durante 1997 y la economía está en
plena estabilidad de precios (es más: desde 1995 está
en un proceso levemente deflacionario).
En consecuencia, si se tratara puramente de una crisis financiera
y una crisis bursátil, la Argentina debería quedarse
tranquila y esperar que amaine la tormenta para seguir adelante, con
un pronóstico que no debería cambiar mucho: en lugar de
crecer 6% podría crecer 4,5% o 5% sin mayores problemas, con
la condición de que no haya un impacto muy fuerte sobre las
tasas de interés que tiene que pagar el país. En ese
contexto incluso hasta podría haber cierto lugar para el
optimismo porque, frente a la probabilidad de una crisis
generalizada, la Reserva Federal de Estados Unidos seguramente
tendería a bajar la tasa de interés y no a subirla, lo
que resultaría un dato positivo para la Argentina.
Crisis financiera y algo más
Sin embargo, parece más razonable pensar que ésta no
es sólo una crisis financiera que va a pasar
rápidamente sino que junto con la crisis financiera ha salido
a la superficie algo que viene ocurriendo desde hace tiempo y que
pega fuertemente sobre el sector real de la economía y, por lo
tanto, sobre las expectativas de crecimiento. Ese algo es el hecho de
que la mayoría de las monedas del mundo están
devaluándose respecto del dólar norteamericano mientras
el peso argentino no lo hace.
El problema central que tenemos por delante no es un eventual
ataque especulativo contra el peso a corto plazo – que
podría ocurrir, pero la Argentina ha desarrollado resistencias
muy fuertes desde el efecto tequila – , sino algo que no se
puede medir en el término de dos o tres meses: la
pérdida de competitividad. No solamente hemos perdido
competitividad en los últimos tres meses sino que vamos a
seguir haciéndolo en los próximos meses y en el
próximo año. ¿Por qué? Básicamente,
porque muchas monedas van a seguir devaluándose frente al
dólar y la Argentina va a mantener su régimen de tipo
de cambio fijo, por lo cual va a ser un país cada vez
más caro con respecto al resto del mundo.
Si uno quisiera escribir esta historia podría determinar el
comienzo casi en cualquier momento de la década de los ´90.
Por ejemplo, en las devaluaciones europeas de 1992. O en la
devaluación mexicana de diciembre de 1994. Aunque acaso lo
más sensato sea ubicarlo unos meses antes de la
devaluación mexicana, en el mismo ´94, cuando China
devaluó 45% su moneda. Esa medida de hace casi cuatro
años fue la que terminó descolocando a la mayor parte
de los países del sudeste asiático que vivían
con regímenes de tipos de cambio fijos contra el dólar.
¿Qué pasó desde entonces? Muy sencillo: que los
países de la región quedaron descolocados frente al
enorme salto de competitividad de la economía china. Esa, y no
otra, es la madre de las devaluaciones que sufrieron en el
último semestre del año pasado las economías del
sudeste asiático, y mal podría entenderse lo que
pasó en esa región sin considerar la devaluación
china de 1994.
El segundo factor de la crisis es el hecho de que el dólar
– y con él el peso argentino – vino
revaluándose frente a las monedas fuertes de Europa y
Japón desde 1995 hasta mediados de 1997. Después hubo
una leve devaluación, pero hoy se puede afirmar que estamos
20% más caros frente a los países no dolarizados, como
producto de un proceso que es fácil de comprender.
La norteamericana es una economía muy fuerte: ha mostrado
aumentos de productividad sustantivos, es muy sólida, y eso se
refleja en las paridades relativas. Cuanto más sólido
es un país, más puede sostener una moneda fuerte. Y
cuanto más fuerte es una moneda, más caro es ese
país. Dicho de otro modo, eso significa que un país
puede tener salarios altos cuando su productividad es alta. El
proceso de revaluación del dólar desde 1995 es, pues,
el reflejo de la robustez de la economía norteamericana.
Entre Chile y Brasil
Si se tratara de computar los efectos de estas devaluaciones sobre
el tipo de cambio real efectivo de la Argentina, hasta ahora
podría observarse cierto impacto, pero no todo el que
seguramente tendremos por delante. Probablemente, para entenderlo
mejor valga la pena analizar detenidamente los dos ejemplos
geográficamente más próximos y, sin embargo, tan
diferentes, en un contexto en el que América latina parece
ser, por el momento, el principal baluarte del tipo de cambio fijo
contra el dólar.
Por un lado está Chile, nuestro vecino robusto desde el
punto de vista macroeconómico, que tiene un régimen de
tipo de cambio flotante y, sin embargo, en los hechos
prácticamente lo ha mantenido fijo durante los últimos
tres años – excepto en el último mes – , en
los que ha tenido una apreciación cambiaria de 25%. Se trata
de un país casi sin deuda externa, que apenas ahora comienza a
tener déficit de cuenta corriente pero que cuenta con
superávit fiscal y cuya tasa de desempleo no fue superior a
6,5% en las peores épocas.
Por el otro lado está Brasil, nuestro vecino fuerte, que
viene a ser algo así como lo que es Alemania para algunos
países pequeños y medianos de Europa. Es desafortunado
que nosotros tengamos una Alemania macroeconómicamente
inestable, pero es lo que tenemos.
En 1899 la Argentina tenía una convertibilidad atada
más bien a la solidez del imperio británico, lo que
permitía que ese régimen cambiario durara mucho tiempo
sin entrar en cuestión. Hoy, en cambio, el tractor que remolca
en buena medida a la economía argentina es la expansión
brasileña. Esto no significa necesariamente que la
economía argentina dejaría de crecer si Brasil entrara
en un proceso de desaceleración de su propia tasa de
crecimiento, pero sí que haya que prestarle especial
atención, dada la influencia creciente que ese país
está teniendo sobre el comportamiento de nuestra
economía.
Para entender lo que puede pasar en 1998 en la Argentina hay que
mirar atentamente a los vecinos. Por ejemplo, hay que tomar nota de
que Chile ya comenzó a devaluar, aunque no haya salido en los
diarios. Chile tiene una banda de flotación muy ancha y, como
producto de la crisis, el peso chileno se colocó en el techo
de la banda. El ministro de Hacienda de Chile, Eduardo Aninat, nos
contó que recibió alborozado la novedad, porque eso le
permitía responder y neutralizar las presiones
devaluacionistas que estaba teniendo de parte de los exportadores y
de los sectores competitivos de importación.
Como Chile no tiene una historia inflacionaria como la argentina,
el impacto de una situación de ese tipo sobre los precios es
muy bajo. Y al mejorar su tipo de cambio real mejora su
competitividad, lo que es muy relevante para Chile, dado que 30% de
sus mercados externos están justamente en el
Asia-Pacífico.
La bomba brasileña
Del otro lado está Brasil, que es lo que más nos
importa, en una situación francamente delicada. Tiene un
déficit de comercio de 1,3% del PBI, bastante parecido al de
la Argentina, pero también tiene un desequilibrio de la cuenta
corriente del sector externo de 4,1% del PBI, contra 3,7% de la
Argentina. Quiere decir que en materia comercial estamos parejos,
pero respecto de la cuenta corriente – incorporando los pagos
de intereses, regalías, dividendos y servicios
financieros – Brasil está peor que nosotros,
básicamente porque paga intereses más altos.
Pero, además, Brasil tiene otros dos problemas importantes.
Uno es su fragilidad fiscal, notablemente más importante, con
un déficit de 2,9% del PBI frente a 1,5% de la Argentina. El
otro es la estructura de su deuda pública, compuesta por unos
US$ 100.000 millones en moneda extranjera y, más importante
que eso, por unos US$ 200.000 millones de compromisos
domésticos de corto plazo en moneda local. En términos
dramáticos podría decirse que en Brasil vencen US$
1.000 millones por día, lo cual representa una bomba cuya
mecha está al alcance de cualquiera. Hasta ahora, nadie ha
encendido un fósforo o, si lo ha hecho, el gobierno tuvo la
pericia de saber apagarlo rápidamente.
¿Cómo hizo el gobierno brasileño para evitar
hasta ahora que la bomba detonara? Aumentó brutalmente la tasa
de interés. Antes de la crisis, la tasa sobre su deuda
doméstica era de 1,5% mensual. Lo que hizo el ministro Pedro
Malan – y cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo,
como de hecho está haciéndolo el gobierno ruso para
defender el rublo – fue duplicar la tasa, lo que significa que
la deuda doméstica está creciendo a razón de 40%
anual solamente por el efecto de los intereses.
Como Malan y el presidente Fernando Henrique Cardoso saben que una
situación de ese tipo no es sostenible por mucho tiempo, ya
que en realidad es el mejor escenario posible para un ataque
especulativo contra la moneda local, simultáneamente
diseñaron una batería de medidas fiscales para
recuperar credibilidad y, de ese modo, conseguir una reducción
importante de la tasa de interés.
El paquete, por un valor aproximado a US$ 18.000 millones anuales,
fue dispuesto pero, sin embargo, la tasa de interés no se
redujo: en las últimas licitaciones de deuda pública de
corto plazo siguió comprometiendo más de 40% anual en
reales y 16% en dólares. Esto significa que el efecto neto del
paquete fiscal versus el efecto fiscal del aumento de la tasa de
interés es negativo para el erario brasileño. En otras
palabras: si el fisco brasileño no baja la tasa de
interés, por ese efecto puede ver crecer el déficit de
2,9% del PBI a 6%, aun a pesar de estar haciendo bien los deberes,
como suele decirse cuando un gobierno en problemas dispone un ajuste
fiscal.
De acuerdo con el compromiso explícito de su gobierno,
Brasil está devaluando a razón de 0,6% mensual, lo que
representa una tasa anual de 7,4%. Como prácticamente no tiene
inflación, podría predecirse que la devaluación
nominal de 7,4% será una devaluación real de alrededor
de 6%. En el mejor escenario, que es aquel en el que las medidas del
ministro Malan terminarían teniendo un efecto positivo y la
tasa de interés bajaría, la devaluación que
Brasil tendría contra el dólar y el peso argentino
sería del orden de 15% en los próximos dos años.
El peor de los escenarios sería el de una
maxidevaluación brasileña, en la que inicialmente
habría un sobreajuste; la tasa nominal podría
depreciarse 30%, 40% o 50% y el problema sería qué
haríamos hasta que la situación volviera a una cierta
normalidad y se aproximara a una devaluación de equilibrio que
podría estar entre 15% y 30%.
Dicho en otros términos: a todo el panorama internacional
hay que agregar que en el escenario más pesimista Brasil
devalúa y en el más optimista también
devalúa. Quiere decir que lo que tenemos por delante es una
pérdida de competitividad respecto de Brasil que en el mejor
de los casos no será inferior a 15% en los próximos dos
años. Como Brasil representa más de 30% del comercio
exterior argentino, el impacto es obviamente relevante.
Todo para abajo
A semejante panorama cambiario y de precios relativos debe
añadirse que, como consecuencia de la crisis financiera,
habrá una desaceleración de la tasa de crecimiento
mundial y, en particular, de la de Brasil, por lo cual la demanda de
productos argentinos va a caer y caerán los términos
del intercambio, porque todos los países que entren en etapa
recesiva disminuirán sus compras de commodities nominados en
dólares y, por lo tanto, bajará el precio de buena
parte de las exportaciones argentinas.
En consecuencia, con respecto al escenario que
vislumbrábamos hace tres o cuatro meses, ahora vemos un
empeoramiento de los precios relativos del tipo de cambio real
efectivo de la Argentina y una desaceleración del crecimiento.
Y, con los dos efectos combinados, un empeoramiento de la cuenta del
sector externo. No hay ya en el horizonte – ni siquiera como el
escenario más optimista – una tasa de crecimiento de 6%
del PBI durante 1998. Lo que tenemos por delante es, en el mejor de
los casos, una tasa de crecimiento de 4%.
Eso tiene dos problemas. El primero es la caída de los
flujos de beneficios esperados por las empresas: las utilidades de
1998 ya no pueden calcularse como se las calculaba hace tres o cuatro
meses. El segundo tiene que ver con la sustentabilidad social de un
programa económico como el que lleva adelante la Argentina:
con un crecimiento de 4% la tasa de desempleo no va a descender e
incluso es probable que vuelva a aumentar luego de haber caído
a 13,7% en la medición hecha en octubre.
Entonces, la perspectiva de la Argentina para 1998 es de bajo
crecimiento, mayor desempleo, empeoramiento de las cuentas fiscales y
tendencia al equilibrio de la cuenta corriente, porque la
recesión o desaceleración del crecimiento
determinará un menor nivel de importaciones. Es un juego de
déficit contrapuestos más que de déficit
gemelos: cuando la economía se desacelera, empeora el
déficit fiscal y mejora la situación del sector externo
simplemente porque se importa menos. No es para celebrar que mejore
la cuenta externa por efecto de una recesión o de una
desaceleración del crecimiento, pero eso es lo que tenemos.
Los debates que vienen
En semejante contexto, seguramente volverá a discutirse en
la Argentina, después de tres años en los que no
ocurrió, la cuestión de la competitividad y el tipo de
cambio. Va a haber quienes digan – un poco más o un poco
menos explícitamente – que hay que devaluar. Por otro
lado, va a haber quienes sostengan que la Argentina debe abaratarse
respecto del resto del mundo, pero que el mejor camino para ello es
la deflación, no la devaluación.
Sin duda, la devaluación es poco recomendable para la
reciente historia inflacionaria de la Argentina. También
porque el país tiene una deuda pública casi totalmente
dolarizada y porque la devaluación no mejora las cuentas
fiscales, sino que las empeora, además de tener efectos
negativos sobre el salario real y el empleo. Distinto es el caso de
Chile, que si devalúa mejora sus ingresos por el cobre, pero
la Argentina no posee un recurso natural que se valorice con una
devaluación. En el caso de la deflación, no hay que
olvidar que, cuando es exitosa, tiene exactamente los mismos efectos
que una devaluación.
Probablemente haya espacio en la Argentina para un tercer camino,
que debería ser explorado desde las políticas
públicas: conseguir la deflación de un modo racional y
no a través de una deflación de mercado, que es un
mecanismo salvaje tanto para las empresas como para la sociedad en
general.
¿Cómo se hace una deflación racional y
coordinada? En primer lugar, con una reforma fiscal que consiga
aumentar el impuesto a las ganancias sobre las personas
físicas y elimine todas las exenciones al Impuesto al Valor
Agregado (IVA) para conseguir de esa forma los recursos necesarios
para poder reducir los aportes patronales a los sectores que transan
con el mundo. Si la cuestión central es la competitividad, lo
que importa es bajar los costos de los sectores expuestos al comercio
internacional. Por lo tanto, la reforma tributaria debe estar
orientada a eso.
Por otra parte, los entes regulatorios que fiscalizan los
servicios públicos privatizados no han funcionado todo lo bien
que podrían hacerlo. Entes regulatorios más
autónomos que hagan su tarea con independencia de los
intereses inmediatos de las empresas conseguirían algún
efecto deflacionario en ese sector. Sin duda, éste
también será uno de los debates centrales de los
próximos meses.
Lo mismo podría decirse de los mecanismos de
legislación de defensa de la competencia. En la Argentina hay
sectores muy concentrados con precios muy altos y, si bien tenemos
una Ley de Defensa de la Competencia, no tenemos todavía un
sector público con las capacidades suficientes como para
ponerla en acción y conseguir los efectos deflacionarios que
debería tener.
Finalmente, si el cuadro internacional se prolongara y Brasil
permaneciera en una situación de inestabilidad
macroeconómica como la descripta, acaso sería
pertinente proponerle una coordinación para levantar
provisionalmente los aranceles hasta el límite permitido por
la Organización Mundial del Comercio, de modo de establecer
una barrera proteccionista transitoria mientras el dólar
conserve la fortaleza que tiene actualmente.
Hoy, para la Argentina, el dólar fuerte es el peor
adversario. Medidas compensatorias de naturaleza comercial,
además de las otras, son fundamentales para poder contraatacar
en la crisis. Y hay que hacerlo con racionalidad y sin
desesperación. Es indispensable pensar en esos términos
porque todo el proceso devaluatorio – desde China ´94 hasta
Brasil ´98 y ´99 – habrá neutralizado 70% de los
aumentos de productividad y reducciones de costos que la
economía argentina había conseguido esforzadamente
desde 1991. Es como si de un plumazo nos devolvieran casi al punto de
partida.