¿Ha muerto el modelo asiático?

    La crisis de fines de octubre en los mercados financieros
    mundiales y el debate sobre el empleo, que llegó incluso a
    tener su propia cumbre dentro del marco de la Unión Europea en
    noviembre, han sido los temas de 1997. El primero ha llevado a muchos
    expertos del mundo y al mismo director del FMI, Michel Camdessus, a
    extender el certificado de defunción del modelo
    económico asiático. El segundo ha hecho abandonar la
    resignación con la que Europa venía contemplando
    cómo, desde 1991, su tasa de desempleo aumentaba hasta
    alcanzar a 18 millones de trabajadores.

    La crisis que condujo al lunes negro del 27 de octubre de 1997 en
    los mercados financieros del mundo empezó de una manera
    simple: la paridad fija de cambio en vigor entre el baht
    tailandés y el dólar se vino abajo a pesar de los
    esfuerzos de las autoridades tailandesas por evitarlo. Esto
    provocó, a su vez, la caída vertiginosa del mercado de
    valores. A continuación, otros países de la
    región sufrieron una presión significativa sobre sus
    respectivas monedas, y las paridades fijas de Indonesia, Malasia y
    Filipinas fueron también abandonadas una por una, con un
    efecto devastador en los mercados de renta fija y variable de los
    países afectados.

    Esto sucedía durante el mes de julio del año pasado
    y, hasta entonces, la mayoría de los analistas creían
    que el impacto de este drama monetario sería pequeño.
    Eso fue hasta que se extendió a Hong Kong.

    La paridad fija de Hong Kong se consideraba invulnerable: es un
    sistema de convertibilidad en el que todos y cada uno de los
    dólares de Hong Kong están respaldados por un
    dólar equivalente de reservas de divisas cuyo total asciende a
    más de US$ 70.000 millones. Si a esto se suman los cerca de
    US$ 130.000 millones de las reservas chinas, atacar al dólar
    de Hong Kong no parecía muy aconsejable. Sin embargo, esto no
    fue suficiente para tranquilizar a los inversores, lo que
    provocó una oleada de ventas de activos de Hong Kong.

     

    La fortaleza norteamericana

    La buena salud de la economía estadounidense salvó
    al mundo de un nuevo y terrible crack. Aunque Wall Street
    llegó a estornudar por la llamada gripe asiática
    – ese lunes utilizó por primera vez el sistema de
    suspensión de sus operaciones implantado tras la crisis del
    1987 – , un día después ya cerraba con una
    ganancia de 4% y transmitía alivio al resto del mundo.

    El diluvio de explicaciones posteriores al terremoto
    bursátil coincidía en que las principales causas del
    desastre habían sido la sobrevaloración de las monedas
    surasiáticas, de las expectativas de crecimiento de estos
    países y la complacencia con la que los organismos de
    crédito internacionales dejaron actuar a los bancos de la
    región, según los analistas de Occidente, y la
    acción carnicera de los especuladores, según los
    países asiáticos afectados.

    Todos los análisis debieron ser reformulados cuando el 17
    de noviembre el Banco Central de Corea tiró la toalla en la
    defensa de una paridad fija del won con el dólar y cuando, una
    semana después, quebró el Yamaichi, el cuarto banco de
    inversiones de Japón. A partir de ese momento ya no se
    habló de una o varias razones que pudieron provocar la crisis
    de los mercados. Se empezó a hablar del fin del modelo
    económico asiático. La edad de oro, que había
    comenzado con el Acuerdo del Plaza en Nueva York en 1985, llegaba a
    su fin.

    El acuerdo Japón-Estados Unidos involucró una fuerte
    apreciación del yen frente al dólar. Para los
    países del sudeste asiático, cuyas monedas
    dependían del dólar, esto significó un fuerte
    impulso a un crecimiento basado en la exportación. La
    fijación de las monedas regionales ha servido para muchos
    fines, además de mantener bajos los precios de las
    exportaciones. En algunos países – en especial en
    Tailandia – ha servido casi como una política monetaria
    nacional, con los tipos de interés establecidos en un nivel
    suficiente para proteger el valor de la moneda. Al tiempo que se
    liberalizaban los mercados financieros, se generó la
    disponibilidad de grandes sumas de capitales baratos.

    Como los inversores creían que no estaban corriendo riesgos
    en el cambio de la moneda, podían tomar prestados
    dólares para invertirlos en proyectos que generaban moneda
    local a tipos de interés casi negativos.

     

    Lejos del dólar

    Los analistas auguran para la región un largo
    período de fluctuación de los tipos de cambio hasta que
    surja un nuevo sistema menos dominado por el dólar. Una vez
    asentado este nuevo sistema, es probable que los bancos recobren su
    hábito de intervenir y fijar un valor estable frente a la
    divisa estadounidense. Las consecuencias de este proceso
    incluirán políticas monetarias y fiscales
    rígidas, tipos de interés mucho más altos y
    tasas de crecimiento más lentas.

    Esto último ya es un hecho. La crisis asiática ha
    forzado al FMI a bajar de 4,3% a 3,5% la previsión de
    crecimiento mundial para este año.

     

    Incobrables, impredecibles

    Ningún experto se atreve a predecir tranquilidad para los
    mercados financieros durante 1998. Los que hablan sobre las
    perspectivas de la economía mundial, lo hacen con mucha
    cautela, y la opinión más arriesgada no pasa de
    predecir que la crisis asiática seguirá dando coletazos
    debido al desastre en el que está sumido el sistema bancario
    de la región. Se calcula que hay US$ 73.000 millones de
    créditos incobrables repartidos entre los bancos de Indonesia,
    Singapur, Filipinas, Malasia y Tailandia. En el caso de estos dos
    últimos países, las deudas equivalen a 22% y 20% del
    PBI, respectivamente.

    El economista estadounidense Lester Thurow escribió en la
    publicación Global Viewpoint un artículo titulado
    “Sólo es el viento que agita la hierba”, en el que comienza
    afirmando que la crisis asiática se produce como consecuencia
    de la activación del mecanismo correctivo propio de los
    mercados financieros. La razón de la caída de las
    bolsas asiáticas es, según Thurow, fácil de
    comprender. El mantenimiento de una tasa de crecimiento de 7% a 8%
    anual para cada país habría sido sostenible si
    sólo hubieran estado involucrados un puñado de
    pequeños países como Tailandia y Malasia. Pero cuando
    países grandes, como China e Indonesia, también basan
    su economía milagrosa en un crecimiento de las exportaciones
    de 20%, el sistema tiene que fracasar tarde o temprano.

    Thurow señala el exceso de capacidad – demasiadas
    fábricas produciendo demasiado para demasiados pocos
    consumidores – como principal culpable de la crisis.
    Según una opinión compartida por Thurow y otros
    economistas de peso, el efecto perdurable de la crisis
    asiática será muy parecido a las consecuencias de la
    crisis de México de hace tres años: la estabilidad se
    habrá restablecido en unos años, pero el crecimiento
    disminuirá significativamente.

     

    Adiós a una ilusión

     

    La magnitud de la crisis asiática ha hecho que muchos
    expertos vayan más allá de una explicación sobre
    el funcionamiento de los mercados financieros y de decisiones de
    política económica puras y duras.

    Estos economistas han llegado a hablar, además, del fin de
    una ilusión. Esta posición, compartida por muchos
    analistas, la resume Alain Touraine, director del Instituto de
    Estudios Superiores de París, en un editorial publicado por el
    diario español El País: “El sueño de un mundo
    unificado por los mercados y que se proyecta hacia la prosperidad y
    la libertad se ha roto en pedazos. Las desigualdades y la precariedad
    se han visto acrecentadas por el reinado de los mercados y provocan
    reacciones políticas y sociales en aumento. Paralelamente se
    asiste a una multiplicación de las crisis financieras que
    resulta cada vez más difícil atribuir al control
    estatal de la economía. Es indispensable acelerar nuestra
    salida teórica y práctica de la transición
    liberal en la que estamos inmersos desde hace 20 años, porque
    es preciso no dejar que aumente más aún la distancia
    entre la lógica financiera y las demandas sociales, distancia
    que amenaza al buen funcionamiento de la economía misma”.

    Esta cita refleja una corriente de pensamiento que sostiene que la
    crisis asiática se debió también a las tensiones
    sociales que ha creado y ocultado el crecimiento rápido.
    Porque, pese a los enormes logros en la mitigación de la
    pobreza, para los habitantes de la zona son patentes las profundas
    desigualdades. Existe un amplio resentimiento frente al abismo de
    riqueza entre una minoría plutocrática y los
    desfavorecidos.

    En Tailandia, el país más desigual, el desplome de
    su economía coincidió con los intentos de reforma
    constitucional para erradicar la corrupción, a la que se
    considera el principal motivo de malestar. En toda la región
    los problemas sociales tienden a agudizarse. Suharto, que ya tiene 76
    años, seguirá gobernando Indonesia tras la elecciones
    presidenciales controladas de este año. La suma de la ausencia
    de un heredero, la crisis económica y la desaceleración
    del crecimiento son un caldo de cultivo ideal para las revueltas.

    Las revueltas ahuyentan a los inversores, e Indonesia, sin capital
    extranjero que financie su gran déficit de cuenta corriente,
    se torna más pobre e inestable, lo que la conduciría a
    un aislamiento mundial que la haría retroceder todo lo que
    avanzó a paso veloz.

    También para Malasia y Filipinas se auguran tiempos
    difíciles para 1998. En las elecciones presidenciales
    filipinas es muy probable que el presidente Fidel Ramos no sea
    reelecto y, mientras la comunidad financiera internacional
    querría en el poder a alguien cortado con la misma tijera,
    todo indica que el electorado preferirá una figura más
    populista, que pueda llevar adelante una política de
    nacionalismo económico.

    En Malasia la sucesión también está en
    marcha. El primer ministro Mahathir Mohamed, de 71 años, no ha
    dicho aún cuando traspasará el poder a su sucesor Anwar
    Ibrahim y, además, es posible que Mahathir insista en acabar
    muchos de los megaproyectos en los que se ha embarcado, a los cuales
    ve como un símbolo de su legado, a pesar de que sobrepasan la
    capacidad económica de su país.

     

    ¿Todo fue mejor?

    Hasta cierto punto, dicen los expertos enrolados en la
    opinión de Touraine, las tensiones sociales en los
    países del sudeste asiático, así como los
    efectos devastadores de la crisis económica, fueron suavizadas
    por el hecho de que a todo el mundo le fue mejor durante 1997.

    Pero, lejos de Asia, el descontento, la inquietud y la protesta
    social también se hacen oír. En Europa el tema del
    empleo estuvo pocas veces tan candente como en 1997.

    La crisis del mercado de trabajo es un problema que afecta a todo
    el mundo con mayor o menor virulencia. Los estadounidenses se quejan
    de que, aunque se encuentran en una situación técnica
    de pleno empleo, las estadísticas son muy poco fiables,
    excluyen a numerosos trabajadores desanimados, la precariedad laboral
    es enorme, y los salarios reales, muy bajos.

    A principios de noviembre del ´97 se pudo comprobar parte de los
    males que denuncian los críticos, con las decisiones de Kodak
    y Levi´s de despedir a 10.000 y 5.600 trabajadores,
    respectivamente.

    En Japón, aunque la tasa de desempleo es muy baja, en
    segmentos como el de los jóvenes alcanza 10% de la
    población activa y sigue creciendo.

    Pero, del mundo desarrollado, Europa es la que sale peor parada en
    el tema del empleo. En 1996 en la UE trabajaban 146 millones de
    personas, 4,5 millones menos que en 1990. En Estados Unidos,
    había 127 millones de trabajadores: casi 8 millones más
    que al inicio de la década. La diferencia es más
    inquietante si se toma en consideración que, en ese
    período, el PBI de la UE ha crecido a una tasa media de 1,7%
    anual, tan sólo cinco décimas por debajo del de Estados
    Unidos.

    En noviembre pasado, la Unión Europea se decidió,
    mediante la primera cumbre exclusiva sobre el tema, a debatir la
    mayor preocupación de la región y del mundo: el
    desempleo. El desequilibrio visible entre el Tratado de Maastricht
    (acuerdo base de la unificación económica y monetaria
    europea) y las buenas intenciones expresadas en la Cumbre del Empleo
    de Luxemburgo es cada vez más peligroso para el propio futuro
    de la UE.

    Los gobiernos europeos han empezado a reaccionar tras comprobar
    que el crecimiento económico, la estabilidad, la flexibilidad
    del mercado laboral y las recetas liberales han demostrado ser
    insuficientes para resolver el problema del desempleo.

    Ahora Europa se compromete oficialmente a buscar nuevas formas de
    empleo, recuperar viejos oficios, facilitar subvenciones al empleo de
    jóvenes menores de 25 años, ofrecer reducciones
    progresivas en las cargas sociales a las empresas que contraten a
    desempleados y aplicar el reparto del trabajo con la jornada laboral
    de 35 horas.

     

    Imaginación y compromiso

    Lo interesante de la cumbre de Luxemburgo es que el grado de
    compromiso asumido y el de imaginación desplegado por cada
    gobierno para tratar de solucionar el problema de la
    desocupación no depende tanto de la gravedad objetiva del
    desempleo como de la presión que los ciudadanos ejercen sobre
    el tema. Francia tiene una tasa de desocupación de 12,5%,
    sólo dos puntos por encima de la media de la UE, pero para los
    franceses la cuestión del desempleo es algo que les envenena
    la vida cotidiana, el factor al que se le atribuyen buena parte de
    los males del país, incluido el de la violencia juvenil.

    La otra cara de la moneda es el caso de Alemania, donde el
    canciller Helmut Köhl no afloja en un palmo sus duras medidas
    para alcanzar los criterios de déficit público que
    impone Maastricht pese a que la llamada locomotora europea suma ya
    4,2 millones de desocupados, cifra que va en constante aumento.

    Entre estos dos extremos, que según la opinión de
    muchos analistas tendrán serias dificultades para convivir en
    la esfera del euro, se sitúan los demás países.
    Holanda es el que más se ha destacado a la hora de presentar
    una estrategia para hacer frente al problema del siglo. Otros, como
    Finlandia, el Reino Unido e Italia, se mueven en la misma
    dirección pero a ritmos más lentos. España queda
    fuera de todo: es el único país que no ha asumido
    – al menos por el momento – los principales compromisos
    de la cumbre de Luxemburgo porque según su presidente,
    José María Aznar, su gobierno no puede dedicar el
    dinero de la privatizaciones al empleo.

     

    Receta holandesa

    La fórmula mágica de Holanda son los llamados
    trabajos melker, que deben su nombre a Ad Melker, el ministro de
    Asuntos Sociales artífice de la novedosa idea. En los
    últimos dos años se han creado por este sistema cerca
    de 30.000 empleos adicionales en el sector público. Si bien no
    pueden considerarse estrictamente necesarios desde un punto de vista
    económico, responden a demandas sociales: desde personal extra
    en guarderías y colegios o porteros en edificios
    públicos hasta ayudantes de jardinería o controladores
    en el transporte público. El contrato se firma por tiempo
    indefinido, con un máximo de 32 horas semanales, y el salario,
    que no puede superar 120% del mínimo, está pagado
    íntegramente por el gobierno holandés. En otras
    palabras, el empleador (en su mayoría municipios y centros del
    sector de la salud) tiene personal extra y no le cuesta nada.

    En términos económicos, conseguir un trabajo de este
    tipo no es ningún negocio. Un trabajador melker gana unos US$
    1.000 al mes, US$ 100 más que lo que recibiría si
    cobrara el seguro de desempleo, y tiene un trabajo que muchas veces
    le produce amarguras y hasta situaciones de posible riesgo, como
    lidiar con borrachos, patotas o drogadictos. Sin embargo, varias
    encuestas muestran que estos trabajadores sienten que han ganado en
    autoestima y reconocimiento familiar y social y que, además,
    el hecho de mantenerse activos y adquirir experiencia les puede ser
    muy útil para encontrar algún día un puesto
    mejor remunerado, sea en el sector público o en el privado.

    A mediados de 1996 el proyecto fue ampliado con un nuevo
    experimento, los melker II, que tratan de estimular al sector privado
    para la creación de empleos. Las empresas que den trabajo a
    desocupados mejor calificados sin trabajo por más de un
    año recibirán hasta finales de este año un
    subsidio anual de unos US$ 15.000 por trabajador. El programa da
    ventajas para todos: el trabajador tiene todas las ventajas de un
    contrato, la empresa puede ofrecer nuevos servicios a sus clientes y
    a éstos no les cuesta más.

     

    ¿Menos horas?

    De todas las propuestas adoptadas por los países miembros
    de la UE, la de reducir la jornada laboral a 35 horas semanales es la
    que ha causado más revuelo. Muchos analistas europeos, sobre
    todo de España y Alemania, piensan que esta medida puede
    conducir a un efecto inverso al deseado, es decir, a agravar el
    problema de la desocupación.

    El reparto del empleo parte, según estos expertos, de la
    falacia de que no pueden crearse nuevos puestos de trabajo.
    Instrumentar por imposición la reducción de las horas
    de trabajo elevaría el costo laboral unitario. Si la propuesta
    fuera acompañada de una disminución del costo real por
    persona, sí habría un descenso de la tasa de desempleo.

    El problema que ven los detractores es que la propuesta, realizada
    principalmente desde algunas instancias del socialismo
    francés, de subvencionar la rebaja de los salarios de forma
    simultánea a la imposición de una jornada laboral
    reducida, está fuera de las posibilidades de los países
    europeos y, además, aumentaría la inflación de
    los países que la aplicasen.

    Los que están a favor de la reducción de la jornada
    como herramienta para crear empleo se apoyan en el hecho de que las
    empresas han aumentado mucho su productividad y sus ganancias en los
    últimos cinco años y, por lo tanto, deben redistribuir
    esas ganancias para pagar el aumento de los costos unitarios.

    En lo único en que hay consenso entre todos es en que la
    reducción de la jornada significa progreso, algo que debe ser
    una meta para todos los gobiernos, sindicatos y empresas.

    Al margen de las discusiones, el indiscutible fallo de la cumbre
    del empleo de Luxemburgo no son las medidas elegidas, erradas o no,
    para paliar la desocupación, sino la meta poco ambiciosa de
    crear tan sólo dos millones de empleos en cinco años.

    (En Madrid) Fernando Gualdoni