El mes pasado, cuando parecía que ya nadie se
atrevía a discutir el tema, Paul Krugman pasó por
Buenos Aires y cuestionó la paridad cambiaria. ¿Otra vez
la convertibilidad está en discusión?
-Krugman tiene razón. En un mundo con tendencia al
predominio del mercado como asignador de recursos y orientador de
definiciones, no se puede clavar ninguna variable. Antes bien, parece
que la fijación indefinida de la tasa de cambio supone una
implícita renuncia a lo más importante, esto es:
asegurar los equilibrios macroeconómicos esenciales, que son
los que garantizan la estabilidad cambiaria. Tanto es así que,
en enero de 1996, el número dos del Fondo Monetario
Internacional, Stanley Fischer, sostuvo que en un mundo de
volatilidades cambiarias, tasas de cambio fijas resultan altamente
inconvenientes.
– Plantear hoy algo así suena a herejía.
-También fue una herejía cuestionar en 1980 la tabla
cambiaria que, como debía suceder, terminó con la muy
relativa estabilidad y, gracias a Dios, con sus propiciadores. Eso
sí: no les hizo mella a aquellos economistas siempre bien
dispuestos a aplaudir cualquier iniciativa oficial, convenga o no a
los intereses nacionales.
-¿Qué significa “intereses nacionales” en la era de
la regionalización y la globalización?
-Los intereses nacionales responden a una definición
estratégica que la Argentina no tiene. La globalización
de ninguna manera supone indefensión o pérdida de
identidad nacional. La globalización es una gran oportunidad
para ganar y no para dejarse arrastrar por sus categóricas
fuerzas. Estados Unidos demuestra que tiene límites, como el
bloqueo a China en la Organización Mundial del Comercio. O el
caso de Brasil, cuando no renuncia a la industria farmacéutica
nacional aunque ceda en patentes, pero a condición de que los
laboratorios se instalen en su territorio en vez de aceptar la carta
importadora que no le convenía. Cuando Chile, como Brasil y
Estados Unidos, limita el acceso de bancos extranjeros, demuestra que
la identidad prevalece sobre la globalización. Cuando Chile
traba el acceso de capital puramente financiero, también
ofrece un ejemplo de que la globalización es un hecho que
tiene límites.
– ¿Por qué en la Argentina no se concibe ni se
acepta esa clase de límites?
El problema de la Argentina es espiritual. Históricamente,
nuestro país exhibió precariedades y estrategias
geopolíticas insalvables. Como consecuencia, resulta ser una
nación demasiado expuesta a las modas o al sometimiento a los
intereses creados. Estos existen en todo el mundo, pero encuentran
trabas en el sistema cultural, en el juego político y aun en
el instinto de la población, cuando se expresa directamente o
a través de sus representantes. De modo que semejante carencia
nos conduce inevitablemente a la desorientación y a la
resignación en la defensa de nuestros intereses. Ejemplo: las
pésimas privatizaciones. Otro ejemplo: el caso de los Hielos
Continentales. Otro ejemplo: la desproporcionada
extranjerización de la economía y el volumen
potencialmente desestabilizante del endeudamiento externo, porque la
Argentina no genera divisas suficientes para afirmar una estabilidad
cambiaria duradera. Este modelo se parece al vigente hasta 1930. Pero
entonces, ni el servicio de la deuda externa ni las remesas de
capital extranjero o de inmigrantes perturbaban la estabilidad. La
razón es muy sencilla: en esa época exportábamos
unos US$ 100.000 millones de hoy, conservando la proporción
pertinente en el tráfico mundial, lo que amortiguaba todas las
tensiones. Esto no se logra aunque exportemos 30.000 o 40.000
millones. Por eso, mi consigna en los últimos 10 años
pasa por crecer exportando y no sólo crecer consumiendo. En
esta inteligencia, según demuestro en mi libro sobre el
desarrollo asiático, que acaba de aparecer, creo que los
asiáticos lo entendieron correctamente. Aunque no quede claro,
ellos siguieron nuestro modelo.
-Sin embargo, el oficialismo y la oposición parecen
coincidir monolíticamente, tanto en el nivel de los
políticos como en el de los economistas, acerca de que el
modelo económico no debe discutirse.
– En primer lugar, el discurso dominante es absolutamente vacuo,
en cuanto parte de que no hay alternativa. Por ejemplo, ese discurso
no tiene en cuenta que la inflación se terminó en todo
el mundo sin que todo el mundo aplicara este mismo modelo. Por otro
lado, el último caso resonante es el de Georgia, una de las
naciones de la ex Unión Soviética, que redujo la
inflación de 16.000% en 1994 a 50 o 60% en 1996, en medio de
un proceso de desintegración y sin haberse desprendido y sin
que esto generara críticas de un importante patrimonio
económico. La contrarreforma chilena de 1982 tuvo éxito
y superó el desempleo precisamente cambiando de modelo.
Mantuvo un enfoque de tipo neoliberal, pero orientado a la
exportación y a la generación de empleo, sin capitular
frente a los flujos externos desestabilizantes. De Brasil, ni hablar.
Por eso, la Argentina debe definir un modelo industrial exportador
razonable, que en muchos casos parta de las economías
regionales y que se desplace fuertemente hacia el Pacífico,
para reducir, entre otras cosas, una Brasil-dependencia que
sólo defienden mentalidades contables sin rigor
histórico-económico. Las herramientas fiscales,
arancelarias y financieras deberían jugar un papel
protagónico a favor de la producción de bienes
transables, que son los únicos que nos darán
tranquilidad social mediante un mayor empleo y una solvencia
cambiaria para interrumpir la deuda y la enajenación de
activos públicos y privados, que han convertido a los
argentinos de propietarios en inquilinos de este territorio.
-¿Por qué los políticos y los economistas no
advierten la posibilidad de una alternativa a este modelo?
– En primer lugar, porque, entre todos los políticos que
ocupan el escenario, son muy pocos los que entienden la realidad
argentina en el contexto de las nuevas realidades internacionales. Y
entre los economistas, muchos exhiben ese mismo defecto. Otros tienen
doble discurso y predican lo que quiere escuchar la audiencia, en
lugar de la verdad, que es su deber intelectual. Y, finalmente, hay
otros que, como diría Galbraith, creen que saben más
que lo que realmente saben y quedaron atrapados en el túnel
del tiempo.
Alejandro J. Lomuto