Un observador benévolo y algo distraído diría que en los años de la convertibilidad no ha existido una política de reforma del sistema de salud. Pero la verdad es que tal reforma se puso silenciosamente en marcha desde principios del último quinquenio. La política de desentendimiento del Estado nacional trasladó responsabilidades asistenciales a las provincias que, presupuestariamente agobiadas, en muchos casos se las transfirieron a municipios aún más agobiados o directamente a la gente. Las obras sociales sumaron a sus males históricos de ineficiencia y corrupción el recorte de las contribuciones patronales y el atraso del salario real, que afectan su financiamiento. Parte de la clase media, desocupada o empobrecida en el cuentapropismo, conoció las salas de espera de los hospitales estatales, y los pobres tradicionales vivieron crecientes dificultades para llegar a ellas. El campo de los buenos negocios médicos se fue concentrando en menos empresas muy florecientes, que recogían la crema más pudiente del mercado, en tanto que muchas pequeñas y medianas -aquí también- caminaban a la quiebra. En resumen: mayor fragmentación y desigualdad, privatización de las responsabilidades y exclusión creciente. El distraído observador está equivocado: existe una notable reforma en marcha.
La naturaleza de los cambios respondió, a la par, a la crisis del empleo, a la impresionante concentración del ingreso y a una política social que, tal como en otros campos, se inspira en el unilateral servicio a la estrategia económica elegida.
Hoy soplan vientos, desde el poder, que impulsarían cambios ahora explícitos, cuyo resultado será consolidar y legitimar jurídicamente estas tendencias. La única pregunta que vale la pena hacer es si existe alternativa a la regresividad social de esas tendencias.
Premisas
Siempre es bueno explicitar las premisas de las que se parte. La primera, en este caso, es que resulta deseable y posible un servicio igualitario en lo esencial, con independencia de la condición socioeconómica de cada quien. En segundo lugar: que la medicina moderna es un desafío de organización y economía. Tercero: que el libre mercado a ultranza resulta aquí una calamidad social, ineficaz, discriminador e inflacionario (pensar en Estados Unidos). Cuarto: que si se quiere lograr el primer objetivo, el instrumento se llama seguro de salud, del cual no existe un modelo cerrado a proponer, sino tantos como países. Quinto: que la decisión de llevarlo adelante exige, además de rigurosidad técnica, una formidable implementación política, ante la montaña de intereses particulares que (todos en nombre de la salud del pueblo) habrán de oponerse, en un campo tan corporativizado como es el de la salud. Y sexto: que tal reformulación debe acompañar a otra más amplia de toda la seguridad social, entendida como derecho ligado a la condición del ciudadano y no sólo del trabajador, discusión central a encarar hoy en materia de política social, porque, como bien señala Pierre Rosanvallon, “en un mundo cada vez más complejo y evolutivo, la solidaridad no tiene sentido más que globalmente”. (1)
Cuestiones a resolver
Si se aceptan estas premisas -que no podríamos discutir aquí-, es posible avanzar sobres tres cuestiones a resolver, para una construcción exitosa. La primera tiene que ver con la financiación del seguro, que, condicionada por la estructura tributaria argentina, debería ser por ahora una mezcla -fijada por el Congreso- de rentas generales y el tradicional impuesto al salario. La jurisdicción nacional sería la responsable de recaudarla y distribuirla a las provincias en proporción a la población cubierta -que en algún punto del futuro será toda- y no a su nivel de ingreso. Y esto encierra dos claras intenciones: que las provincias sean las protagonistas centrales en la gestión del seguro y que su financiación induzca un proceso redistributivo no sólo entre sectores sociales, sino también entre regiones del país.
Naturalmente, la bolsa común suma, en cada provincia, el aporte de sus recursos presupuestarios para el área de salud, pero fusionados con el resto en la financiación de la cuota (o cápita) igualitaria que cubrirá a cada ciudadano, ya sea trabajador dependiente, autónomo, familiar a cargo o indigente asistencial. Es lo que la sociedad argentina, organizada solidariamente, puede y debe aportar para su propio beneficio. Es, también, la reasunción efectiva, por parte del Estado, de su papel de gestor del bien común en salud, delegado ayer a los sindicatos y hoy a la capacidad de cada uno de acceder a una medicina de mercado.
Pero no un Estado que pretende hacerlo todo. Lo que quedará bien claro, si pensamos que los servicios serán ofrecidos tanto por organizaciones privadas como por estatales, sociales (mutuales, gremios) o mixtas. Pero organizaciones permanentes, complejas y responsables, que pueden satisfacer la mayor parte de las necesidades asistenciales de una familia; organizaciones, no francotiradores incontrolables. Y entonces, sí, compitiendo en el mercado de la salud por el favor de los ciudadanos que quieran elegirlas y asignarles su cápita, y no a la caza de los favores de gerentes o dirigentes de instituciones intermediarias, que administran, más o menos discrecionalmente, paquetes de demanda, e incrementan artificialmente el costo de la atención de la salud argentina. Y esta cuestión de la organización de las prestaciones es la segunda a resolver. La tercera es el modo que elegimos para orientar, regular y evaluar los servicios que se brindan a través del seguro. El sistema regulatorio es clave en el logro de un servicio de salud que integre equilibradamente acciones preventivas, curativas y rehabilitadoras -pensando en la salud y no sólo en la enfermedad-, que utilice con prudencia y oportunidad los avances tecnológicos, que tenga prioridades claras y limite el consumismo despilfarrador, que audite la calidad de lo que la gente recibe y no sólo investigue las trampas hechas al sistema. Y todo esto será responsabilidad principal de la provincia, en conjunto con gremios profesionales, universidades y entidades de la sociedad civil que tengan que ver con la materia.Nadie piense que todo esto es fácil; en realidad, es endiabladamente difícil. Pero cien veces más difícil será repechar la cuesta de la decadencia social a que nos condena la orientación vigente.
No hay tiempos de cumplimiento fácilmente previsibles. Lo que importa es la continuidad del rumbo. Y será un itinerario con varias escalas: por ejemplo, una progresiva fusión de las obras sociales en un número menor de entidades, que vayan delegando, por convenio, la gestión de su cobertura en la obra social de cada provincia, reformada para acceder a su nueva responsabilidad de germen del seguro local, o también la eliminación de los modos de contratación actuales, traspasando al afiliado la decisión, en la medida en que el marco regulatorio acredite -y evalúe permanentemente- a un conjunto de entes o asociaciones prestadoras de los servicios y, asimismo, los cambios indispensables para la integración progresiva de los hospitales estatales en el nuevo modelo general.
Por cierto que tal futuro tiene otro presupuesto del que no se ha hablado en esta columna, y que hoy no es una certeza, sino apenas un desafío aún sin respuesta. Para que tal propuesta sea viable, tendremos que optar por un modelo de sociedad que armonice el crecimiento de la riqueza con su distribución, la libertad con la equidad, el progreso tecnológico con la sobriedad en su utilización, el humanismo, en fin, en las relaciones sociales. Como escribí en otra parte: “Estas son las dos construcciones fundamentales -consenso y Estado- en la agenda argentina contemporánea. El mercado hará lo suyo, y bien, si se le sabe pedir. Si no, trabajará para la frustración colectiva” (2). Y para realizarlo sólo sirven políticas concretas, no la distracción retórica ni la modernización tilinga que, además, apestan a hipocresía.
(1) Rosanvalion, Pierre. La nueva cuestión social. Manantial, 1995, Buenos Aires.
(2) Neri, Aldo. Sur, penuria y después. Emecé, 1995, Buenos Aires.