Paridad cambiaria y reforma laboral

    En los últimos días de septiembre, quizá de manera algo inesperada, la cuestión del tipo de cambio volvió a ocupar un lugar destacado en la discusión económica. Sorpresivamente, quien rompió con el tabú construido alrededor de la cuestión fue el primer aliado empresario con que contó el presidente Menem cuando estrenaba su gestión. Así, Jorge Born, principal sostén e impulsor del programa económico inicialmente ensayado para salir del brote hiperinflacionario, se despachó con la necesidad de salir del cepo cambiario para que, según sus palabras, la economía argentina supere el letargo en el que se halla sumergida y pueda retomar una senda de expansión apoyada en el crecimiento de las exportaciones y de la inversión. Tras cartón, el ancestral vocero del liberalismo local y aliado del gobierno, Alvaro Alsogaray, también se pronunció en el sentido de que era conveniente pensar en la necesidad de modificar la férrea paridad cambiaria del “uno a uno”. Los que salieron a enfrentar estos embates fueron el primer mandatario -“tengan la plena seguridad de que el peso no se devaluará mientras sea presidente de la Nación”- y el ex ministro Cavallo, éste a través de su habitual recurso de descalificar a todos aquellos que no piensan como él. Interrogado por los periodistas en su reciente viaje a Nueva York, el actual titular de la cartera económica, Roque Fernández, extendió el voluntarismo presidencial augurando que el próximo jefe de gobierno tampoco podrá meter mano en la paridad y, en un rapto de optimismo, sostuvo que si se libera el tipo de cambio el peso se revaluará. Rápidamente el debate trascendió el marco vernáculo y se constituyó en tema de opinión para dos premios Nobel de economía, Gary Becker (1992) y Robert Lucas (1996), y un candidato al mismo, Paul Krugman. Los dos primeros, ex profesores de Fernández, son conspicuos representantes de la escuela de Chicago y partidarios de los sistemas cambiarios flexibles. Sin embargo, a la hora de las recomendaciones, sostienen que lo mejor para la Argentina es seguir con el tipo de cambio fijo en sus actuales valores. Sus argumentos no se destacan por un gran contenido económico, ya que se apoyan básicamente en apelaciones a la turbulenta y poco confiable historia económica nacional, que aconsejaría una gran estabilidad en las reglas y una reducida dosis de discrecionalidad. No obstante, quizá sin quererlo, reconocen la existencia de distorsiones en los precios relativos, ya que ambos coinciden en señalar que hay muchas restricciones en el mercado laboral y, por lo tanto, son firmes partidarios de introducir velozmente reformas que lo flexibilicen. En cambio, el eterno candidato al Nobel y profesor del MIT se ubica en las antípodas de los maestros de Chicago y, en una extensa entrevista, luego de argumentar con razonamientos extraídos de la disciplina económica, sugiere que en la Argentina “las desventajas de la rigidez cambiaria empiezan a ser grandes”, que “no es posible que crezca al 5% con Convertibilidad”, que “no hay signos de que el país pueda bajar el desempleo en el corto plazo”, y que “si se pudiera hacer política monetaria expansiva se podrían reducir simultáneamente el desempleo y el déficit fiscal”. Aunque manifiesta abiertamente que “en la Argentina es mejor devaluar que esperar que bajen los precios y salarios, porque la miseria será menor”, antes de fijar un nuevo tipo de cambio aconseja la flotación del peso durante un tiempo. Y como anticipando una opinión a los intentos del gobierno de producir una rápida desregulación y flexibilización del mercado laboral, sostiene que “si hubiera una fuerte caída de salarios nominales no habría problema para mantener la paridad cambiaria. Pero si la Argentina obtiene eso, estaría logrando lo que ningún país del mundo logró”. El factor de ajusteA juzgar por las afirmaciones realizadas y los proyectos anunciados, el equipo oficial y sus aliados locales e internacionales estarían dispuestos a “lograr lo que ningún país del mundo logró”, incorporando al funcionamiento de la economía local lo que podría denominarse “convertibilidad salarial”. Que, en buen romance, es el intento de “convertir” al salario y a los costos a él asociados en la variable de ajuste que permita sostener la actual paridad cambiaria. En efecto, en presencia de una distorsión en la estructura de precios -eufemismo creado para no hablar de atraso cambiario-, existen algunos mecanismos para corregirla. Por hipótesis, no es posible recurrir a la modificación del valor nominal en pesos del dólar. En esas condiciones, la mejora en la competitividad externa podría provenir de una reducción generalizada de los precios -deflación-, de una disminución de los costos de producción -supresión de impuestos distorsivos o que gravan la nómina salarial, desregulaciones, etc. -, de un shock de productividad que achique el tamaño de la brecha que separa a la economía doméstica de los valores internacionales, o de factores “exógenos”, fuera del control de las autoridades locales, tales como una mejora en los términos del intercambio. Si no puede apostarse a que esos términos mejoren indefinidamente y la deflación ya dio casi todo lo que podía dar, al igual que el shock de productividad y las desregulaciones, y en un contexto de penuria fiscal no es posible seguir avanzando en la supresión de impuestos distorsivos, la única medicina pasa, necesariamente, por una disminución de los costos de producción. En particular, los laborales. En ese sentido se inscriben propuestas como las contenidas en el proyecto de normativa oficial, que establecen cambios en la estructura y regulación de los salarios cuyo rasgo distintivo es la habilitación de complementos salariales que dependerán, en su nivel y percepción, de la situación económica y financiera de la empresa y de los mercados en que ella actúa, lo que hará que una fracción de la remuneración sea variable. Como tal, esta modalidad estaba contemplada en la legislación vigente bajo la forma del pago de horas extras. Por eso, el proyecto avanza también sobre ese aspecto. Por un lado, se establece que se permitirán jornadas diarias de hasta 12 horas -hoy el máximo se sitúa entre ocho y nueve según se trabaje o no los sábados- que deberán respetar un tope anual de horas trabajadas. Por el otro, serán consideradas horas extras aquellas que superen el tope máximo legal anual, y podrán ser compensadas con dinero o con descanso. El juego de ambas disposiciones permitiría extender la jornada laboral en la fase expansiva del ciclo económico sin que ello traiga aparejado el pago de las correspondientes horas extras. El resquicio para hacer posible una reducción de los salarios nominales podría abrirse a partir de la idea, que recoge el proyecto oficial, de reformar la actual ley de convenciones colectivas descentralizando a nivel de empresa la negociación por salarios y condiciones de trabajo. También se abriría otra ventana si la propuesta permite, finalmente, derogar leyes o decretos anteriores e, incluso, derechos adquiridos. Otra fuente de reducción de los costos laborales podría originarse en la reforma del régimen de despido. El objetivo oficial es reemplazar el preaviso, la indemnización y el seguro de desempleo que, según el gobierno, tienen una incidencia equivalente a 5,5% de la nómina salarial, por una cuenta de capitalización individual del trabajador integrada por aportes del empleador -aunque en el memorándum enviado al FMI se habla de “aportes descontados de las remuneraciones”- en un porcentaje todavía indeterminado, y que estaría disponible al momento de la interrupción de la relación laboral. Finalmente, cabe advertir que, de acuerdo con lo establecido en ese memo de política económica entregado al FMI, “el avance en la ejecución de este programa de reforma del mercado de trabajo será revisado conforme al calendario establecido a esos fines”. Esto significa que se tratará de un criterio cualitativo de ejecución de los compromisos asumidos con el Fondo.