El 4 de marzo, MERCADO desplegaba un análisis de la coyuntura que no permitía alentar ningún optimismo. “En el umbral de los tres años del gobierno peronista”, decía, “la lista de los problemas que aquejan a la economía argentina es larga y cada tema implica una difícil solución. Después de un
período de 11 años de crecimiento ininterrumpido, el PBI cayó en 1975 y la tendencia registrada en el primer bimestre de este año indica que aún no se tocó fondo. Los sectores más dinámicos como la industria química, petroquímica, petrolera o automotriz muestran un estancamiento o una caída de
la producción que presagia recesión a corto plazo. El desabastecimiento y el mercado negro han vuelto a crecer, pero sin llegar aún a los altos niveles de 1974. El contrabando, la subfacturación de las exportaciones, la sobrefacturación de las importaciones, la inflación que este año superará el
400% y el déficit del presupuesto nacional que llegará al 20% del PBI son algunos de los problemas existentes”.
Casi a modo de presagio, la publicación continuaba: “La falta de autoridad y de respaldo político para ensayar cualquier solución de fondo son ingredientes que tienen más importancia que los indicadores estrictamente económicos. El gran proveedor de divisas, que es el campo, tiene pocos incentivos para incrementar sus cosechas. Sin embargo, en las próximas horas estarán sobre el tapete
dos temas candentes: un nuevo aumento de salarios y desesperadas gestiones del equipo económico para conseguir nuevos créditos internacionales”. Veinte días más tarde se producía el golpe militar que transformaría brutalmente el panorama. El equipo económico liderado por José Alfredo Martínez de Hoz y su joven troupe formada en la escuela de Chicago esbozaba los lineamientos de su
programa, que se reproducían en el número del 1º de abril.
El programa reconocía que “bajo la influencia de las medidas propuestas en el capítulo Política Presupuestaria y Cambiaria, es previsible una determinada elevación de los costos y por consiguiente de los precios, al reconocerse un tipo de cambio realista. Asimismo, tendrá lugar alguna reducción en la demanda, o sea en la capacidad adquisitiva de la población… un cierto proceso recesivo con posibilidades de producir alguna desocupación. Este no es un efecto deseable pero es inevitable y permitirá eliminar el sistema de control de precios sin el riesgo de un alza desmedida de ellos”.
Para ese hipotético supuesto, y a fin de presionar con una mayor oferta, quedaba en la manga la carta de la importación. A la liberación de los precios se correspondía la suspensión de la negociación salarial entre sindicatos y empresarios; de ahí en más, sería el Estado quien fijaría los eventuales aumentos en las remuneraciones en función de la elevación del costo de vida.
La nueva gestión se proponía ensayar una solución intermedia entre la política de shock y el gradualismo excesivo, con un plan de tres a cinco años apoyado en un trípode de medidas: reducción del gasto fiscal, aumento de los ingresos presupuestarios e incremento de la inversión productiva.
Para el primer objetivo -primero también en ponerse en práctica- se preveía atacar simultáneamente en cuatro áreas: racionalización de la administración central, eliminación del déficit de las empresas estatales, reducción y posterior eliminación del aporte federal para cubrir los déficit provinciales, y encuadramiento de las obras públicas en los límites máximos posibles permitidos por una financiación genuina y no inflacionaria, recurriendo al crédito interno y externo en los mayores plazos de pago obtenibles.